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Te pasarás al otro lado

La penumbra

Mariano Valcárcel González
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaLa ciudad, tumbada en una colina, con sus torres, múltiples torres, enhiestas y desafiantes

Penetramos en la ciudad al anochecer.

Se notaba en el ambiente la desolación de una ciudad abierta y desamparada, expuesta a quien quisiese tomarla. Ya ni siquiera salían vehículos ni soldados. Había quedado vacía, abandonada de defensores. Algunas sombras inquietas, fugaces, se escurrían entre las paredes, entre las casas, ocultándose. Se respiraba miedo. Se abatía sobre el pueblo el pesado manto de la culpa.

Resonaba el vehículo en las callejas, levantando en nosotros otro miedo, el de ser descubiertos y el de los vecinos, con seguridad, próximos recuerdos de espantables sucesos. A unos tal vez le anunciase la liberación y a otros la cárcel.

Una vez llegado a mi casa, intenté abrir la puerta.

No me extrañaba que no saliese mi madre, a la que imaginé dormida. En silencio, descargamos lo que era mío y con rapidez lo dejamos en el alféizar. Abracé a mi compañero de odisea, deseándole suerte. Oí alejarse el camión, pesadamente.

Llamé a la puerta varias veces. Se me hizo un nudo en la garganta, presagiando lo peor. Me giré y aporreé la del vecino. Tardaron en abrir. Cuando lo hicieron empujé hacia adentro y entré dejándola abierta.

—¡Ángel! —exclamó el hombre que había allí.

—¿Qué le ha pasado a mi madre, dónde está?

—¡Ángel!, ¿de dónde vienes? —no salía de su asombro.

—¿Queréis decirme de una puñetera vez qué le ha pasado a mi madre? —grité.

Bajaba su mujer en bata y cara de primer sueño. El hombre me agarró del hombro y me condujo a la cocina.

—Ven, siéntate. ¿Has tomado algo? —negué con la cabeza—. Espera que Ana te preparará un bocado.

—No quiero nada, gracias. Anda, dime qué ha pasado.

Tomó la palabra la mujer.

—Ya sabes que tu madre estaba muy delicada. Cuando te fuiste, se quedó sin lo que la sostenía con vida, además de la falta de lo más necesario. Fue perdiendo la poca salud que le quedaba. Nosotros poco pudimos hacer, pues apenas nos llega para mantenernos. Así, sola, sin una buena alimentación y sin medicinas, lo normal fue lo que pasó, que un día se murió. Como tantos se han muerto de hambre o de pena...

—¿No la llevaron al hospital?

—¡Si supimos que había fallecido porque no la vimos en varios días...! Entonces abrimos su puerta y estaba en su cama, muerta.

—Se la llevaron y la enterraron en una fosa común, al no responder por ella nadie —aclaró el marido.

—¿No hubo nadie que siquiera le prestase un trozo de tierra? ¿Ni los de la imprenta? —el dolor y la ira me atenazaban la garganta.

—Sólo acudieron, particularmente, el Tizne y el capataz del molino. Y algunos vecinos de la calle. Como estaban las cosas, era imposible darle un entierro decente, ya sabes, con curas y demás.

—Nosotros nos quedamos con la llave de tu casa y la dejamos bien cerrada y en orden. Tómala —dijo el hombre, entregándole la llave.

La mujer insistía en que tomara algo, pero le expliqué que traía alguna cosa. Me dieron el pésame y se ofrecieron para lo que quisiese. Se lo agradecí y me marché.

Anduve sin sentido por la casa, sin objeto determinado. Subía, bajaba y entraba en las habitaciones, salía. Acabé echado en una cama donde al fin quedé dormido, sin quitarme siquiera la ropa.

Un rayo de sol me despertó.

Abrí los ojos. Tardé algo en reconocer la situación en que me encontraba. Lo primero que hice fue buscar mi ropa de paisano. Allí la había dejado mi madre, bien ordenada en el armario. Me quité la militar. Busqué agua, pero no la encontré; así que me vestí sin realizar un mero aseo. De lo que traía comí algo de fiambre, con un pedazo de pan que se endurecía a ojos vista.

Reflexionaba.

No podía quedarme encerrado en la casa. Necesitaba por fuerza salir. Así que era necio pretender ocultar más mi llegada. El problema era si debía esperar a que apareciesen los fascistas o no, y tal vez ya habían llegado. Para saberlo debía salir a la calle.

Bueno, había resuelto algo: que sin más remedio debía salir en esa misma mañana. También habría que tantear la situación en cuanto a la continuidad en mi antiguo trabajo: ver si podía volver a la imprenta. En realidad hubiera preferido no tener que hacerlo. Pero con prioridad, averiguar dónde estaba mi madre. Visitarla. Pasé a la casa de mi vecino; me dijo su mujer que había salido. Le pedí agua, que me dio en un cubo y me fui a afeitarme y adecentarme un poco.

Lo hice sin prisas, recreándome en cada uno de los actos. Observaba mi rostro en el espejo y me decía que había pasado un siglo por él: ¡tantos sucesos y tan dolorosos!... No había prisa en regresar a la nada. La guerra había cavado un profundo surco en nuestras vidas, vencidos y vencedores, y a quienes todavía les quedase alma no les sería fácil el retorno a lo que antes, antes en años y tal vez en siglos, existió. Yo intuía que para nosotros, los vencidos, además quedaba un plus de amargura y de rencor, de odio inclusive sin perdón ni redención posible, y menos clemencia. ¿A qué tener prisa?

La soledad de la casa retumbaba a mi alrededor, llevándome con claridad los más diversos sonidos, los gallos, alguna polea de pozo no muy engrasada, chillando a retazos, voces indefinidas, lejanas... No había llorado por mi madre. Era la infinita tristeza de una materia tan densa y pesada que no dejaba ser traspasada por otras emociones, ni el desembarazarse de ella.

Lentamente también salí a la calle.

Me encaminé a la plaza principal, con discreto paso y sin mirar a los lados. Temía que me reconociesen, pero sabía que sería inevitable. Hubiese deseado ser invisible. El sol brillaba espléndido aquella mañana de primavera. El cielo azul, nítido, contribuía a resaltar la claridad diáfana de la atmósfera. Por el espacio se esparcían rumores, gritos de chiquillos, acaso alguna canción y una falsa sensación de alegría, de futuro seguro y libre. Al llegar a la bocacalle que daba a la plaza, vi revuelo de gentes.

Las campanas que quedaron en algunos campanarios empezaron a sonar, cada vez más rápidas, más alegres. Unas banderas rojas y amarillas, rojinegras, blancas, eran tremoladas desde varios coches, tras los que marchaban varios camiones militares. En ellos iban soldados. Inequívocamente ya entraban los vencedores.

Las gentes se arremolinaron tras un camión que repartía pan. «¡Franco os da pan, paz y justicia!», todo un despliegue programático. Se apretujaban contra los coches, de los que salían muy ufanos militares y falangistas. Oí los gritos fascistas coreados por el pueblo. No tardaron en sacar la bandera nacionalista, la antigua bandera real, al balcón del Ayuntamiento. Desde allí el militar de más graduación, un coronel, improvisó una arenga en la que aseguraba que ya estábamos liberados de la canalla roja, que las personas de bien podrían respirar tranquilas, que los criminales serían castigados y que ya no teníamos que sufrir más hambre... Y el pueblo lo jaleaba.

Ese mismo pueblo que había también jaleado la proclamación de la República, los asaltos de las iglesias, los asesinatos y atropellos. Ese pueblo que había cantado el Himno de Riego y otros cantos revolucionarios, que había gritado las consignas a favor del proletariado. Ahora coreaba saludos fascistas con el mismo o mayor entusiasmo.

Me asqueaban.

Pensé que, como siempre, pagarían justos por pecadores. Que los más inocentes serían los perdedores. Que ya algunos y algunas tendrían preparado su uniforme azul, y me acordé que en la casa había dejado el mío. Temblé.

—¡Eh, Ángel!, ¿cuánto tiempo llevas por aquí? —se cruzó un conocido.

—Acabo de venir —contesté, intentando darle el significado de que llegaba con los vencedores. Ya empezaba la era del disimulo.

—Me alegro. Ya ves, hay que celebrarlo —me dijo, señalando la botella de vino que llevaba.

—Tenga usted cuidado, Jacinto —aparenté cierta jovialidad—, y que le aproveche.

Llevaba prisa. Ahora todo el mundo tenía prisa. Unos por esconderse, otros por salir a la luz. Unos por tapar las faltas, otros por iniciar la venganza. Se daban prisa por volver a lo antiguo, enterrando todo lo que de positivo pudo haber durante estos años. No sabían que todo estaba ya escrito.

La Historia marchaba con pies de cangrejo.

Busqué al Tizne.

Esto me llevó otra vez a la Cruz Roja. Cuando me presenté todo fueron enhorabuenas y parabienes, abrazos de los conocidos. El Jefe de la Brigada me llamó aparte.

—Bien sabes, Valverde, que siempre ha estado aquí tu puesto. Por mí, sigues siendo el Segundo Oficial. Y falta que me haces de verdad. Pero sabes también que los tiempos están de vuelta y ahora hasta para cagar va a hacer falta un buen aval de fascista, digo de falangista, de fiel a Franco. Te propondré el alta y espero que las nuevas autoridades no pongan reparos. Aún estamos sin Presidente de la Asamblea y no sé quién será. Por eso, yo puedo obrar con las manos libres, por ahora. No tendrás problemas, ¿verdad...? —preguntaba con cierta desconfianza.

—Yo no he tenido nada que ocultar.

—Si yo ya lo sé; pero estos tíos pueden sacar historias de las mismas piedras. Fíjate, esta mañana subía yo por el mercado y en el exterior de la Iglesia de la Encarnación, en la hornacina de piedra que estaba vacía, han colocado un crucifijo. Pues dos niñatos falangistas, que apenas tienen veinte años, obligan a todo el que pasa a arrodillarse; y un desgraciado, que no se fijó, recibió allí mismo dos sonoras bofetadas. Y suerte que no lo detuvieron.

—Era previsible. Y ojalá que no lleguen las cosas a lo que he oído sucedió en Badajoz, por ejemplo...

—Sí, porque si no vamos a volver a tener trabajo, como antes. Lo dicho, eres de nuevo el Segundo Oficial. Puedes recoger el uniforme.

Le preguntó por qué no había Presidente. El Marqués de la Grisalla se había marchado. Monárquico convencido, liberal, no podía tolerar lo que se le venía encima. Su estilo de vida no coincidía con el que otros de su clase defendían. Enemigo de excesos, caballero a la antigua usanza, hombre justo en lo tocante a los derechos propios y ajenos, salía del país y no pensaba volver mientras en el mismo estuvieran esas hordas de chillones y meapilas todo el día con el brazo en alto. Al fin y al cabo todavía había clases...

El Tizne me acompañó al cementerio.

Al fondo del corralón, junto a la tapia, había una zona de tierra removida, alargada. En un punto determinado señaló Suárez con el dedo. Permanecí unos minutos mirándolo, tantas cosas le hubiese tenido que decir a mi madre que apenas le pude decir nada. Disculparme por no haber estado cuando le hacía falta, a sabiendas de que era una disculpa falsa y absurda.

Al salir del recinto, vimos una camioneta que llegaba. Bajaron de ella varios hombres con picos y palas, escoltados por soldados y falangistas. Nos miramos significativamente Suárez y yo y nos alejamos a buen paso, casi corriendo.

Me tomé unos días más de descanso y reflexión. No quería enfrentarme tan pronto a la rutina. En mis pensamientos destacaba un punto importante: ¿qué hacía yo soltero y solo?, ¿cómo me iba a arreglar...? Era una cuestión peliaguda, porque si en los años de soldado uno se las ingeniaba de la forma más adecuada, ahora, en tiempo civil y teniendo que convivir de otra forma, debiendo estar aseado, limpio, correctamente vestido..., ¿quién me lavaría la ropa, me cosería, plancharía?, ¿quién me haría la comida, y la casa cómo podría tenerla ordenada y limpia...?

Que la cosa era un problemazo no tenía duda de ello. Sí, los primeros días, las primeras semanas o meses podría contar con la ayuda de la vecina, o con María, la del conserje; pero no era cuestión de prolongarlo mucho, pues la gente llega a hartarse y más si no es una obligación. Yo tampoco era una persona a la que le gustase el abuso.

Al fin, hube de acudir a la tipografía.

Don Cosme me recibió en la vivienda. En el pasillo, no en el salón. Noté pues que, con el cambio de habitación, don Cosme me indicaba diplomáticamente que ahora la situación era bien distinta.

Los patronos ya no tenían miedo. Ya podían volver por sus antiguos fueros, pero con la intención de tomarse la revancha. Las cosas, pues, no podían ser como antes, nunca ya serían como antes. Él era el patrón y yo un obrero que pedía trabajo y si quería me lo daría y si no, pues no; así de sencillo.

—Bienvenido, Ángel; veo que te has conservado bien y que has tenido suerte. Ya ves, todo ha acabado para esos que os pusieron las cabezas a pájaros y os echaron contra nosotros. Ya no hay ni ugetistas ni cenetistas que digan lo que tenemos que daros o lo que tenéis que tomar.

—Don Cosme, yo... —parecía el inicio de una disculpa.

—Ya sé que te portaste bien, como siempre. Pero eras, sí que lo sé, de «los otros»... —recalcó con intención acusatoria.

—Éramos todos, por obligación, usted eso lo sabe.

—Bueno, no vamos a levantar viejas historias ya —dijo hipócritamente—. Al grano: tú quieres trabajar. Vale; ya puedes empezar.

—Muchas gracias, don Cosme.

¿Para qué preguntar por el sueldo o las horas de trabajo? Ellos ahora impondrán sus condiciones y no se podrá ni chistar. Ya se pueden dar por satisfechos los que vuelvan a sus antiguos empleos sin que los patronos o los señoritos los denuncien.

Ni por cumplir me había dado el pésame por mi madre. Su mala conciencia se lo debía impedir. Inútil revolver tanta mierda.

Bajé al taller.

Allí seguía todo igual: las máquinas, las cajas, el papel, mi batón colgado en la percha... Igual de sucio, igual olor a tinta, a humedad. Saludé al jefe de taller, secamente. A todos los compañeros que quedaban también. Me empezaron a contar lo sucedido con alguno que estuvo en el frente. Y se partían de risa.

El pobre Ramírez nunca fue afortunado: era de esas personas que atraen las desgracias. Si caía tinta le caía a él, si había pelea le daban a él, si tenían piojos, él más que ninguno. Con este meritaje no es extraño lo que le sucedió. Puesto en primera línea del Ebro, quedó rodeado en su posición por una unidad de moros. Al rendirse, lo agarraron y le quitaron todo lo que llevaba; lo desnudaron y algunos de ellos, faltos de desahogo, aprovecharon al desgraciado como sucedáneo. Le provocaron desgarros internos y en el esfínter. Allí mismo lo abandonaron. Tras un contraataque, lo pudieron recuperar y retirarlo. Todavía estaba sin poder sentarse.

Quedé en empezar al día siguiente.

Al salir del taller me crucé con doña Teodora. Estaba demacrada, con grandes ojeras, convirtiéndole los ojos así en más hermosos y profundos. Se le había endurecido el gesto. Tal vez había acumulado demasiado odio. Me adelanté a saludarla. Lo hizo sin convicción, como ausente. Me extrañó. ¿Dónde quedó su genio, su dominio? Muchos cambios debieron producirse durante mi ausencia.

Luego me enteré de lo sucedido. Siempre hay quien se encarga de propagarlo.

Teodora Corrientes de la Buenavista había ido a más. Con los tiempos revueltos, ella se desenvolvía perfectamente. Los cambios, la guerra, trajeron a la ciudad a muchos forasteros, evacuados, milicianos y soldados. Entre estas gentes, Teodora encontró la forma de saciar su apetito sin tener que obligarse a ninguna fidelidad, a ningún amor que entrañase permanencia, obligación, cariño. Ganaba en novedad y variedad y se evitaba el peligro de los contactos locales. Para su mal.

Entre tanto mozo y maduro que pasó por su cama, con la debida discreción, eso sí, dio Teodora en la desgracia de conocer a un oficial de las Brigadas Internacionales. El hombre convalecía de unas pequeñas heridas de metralla. Era un alemán, fuerte, moreno, agradable y de cautivadora mirada. Se lo presentó su marido, que lo conoció en el Casino. Casino que se compartió entre los industriales que quedaron en el pueblo, los nuevos caciques políticos y la oficialidad. El porte, el exotismo y aquella forma de mirar y de hablar del extranjero, entre chapurreos de español, sonoro, descendieron sobre la mujer como una visión mística, tal que San Pablo la tuvo: conversión total.

La española se hundió a sus pies.

Vencida sin lucha, obró sin discreción y sin reparos. Cuando el alemán no venía iba ella a buscarlo, obsesivamente, compulsivamente. La casa, el marido, su nombre, su condición, todo... no valía nada. Había encontrado el amor que nunca tuvo y no lo pensaba dejar. Don Cosme, al principio, intentó quitarle importancia a los hechos, pues de sobra conocía los impulsos de su señora; sólo cuando vio que no tenían solución, que el escándalo ya era sonado, decidió intervenir. Que sólo sirvió para encelar más a la hembra no hay ni que decirlo. Ella abandonó su casa, se fue a vivir con el otro, llegando a las mayores bajezas por su gusto.

La lógica de los acontecimientos mandó y el extranjero hubo de reintegrarse a su brigada. Lo hizo sorpresivamente: de la noche a la mañana desapareció. El pobre de don Cosme no tenía mala sangre, ¿qué iba a hacer? Ahora doña Teodora no era ni sombra de lo que fue. Nunca más volvió a sus antiguas costumbres; por el contrario, se refugió en la Iglesia, en sus prácticas oscuras y muertas. Doña Teodora era una nueva y a la vez vieja beata.

A las noches marchaba a Cruz Roja, como antes.

Allí, con los que volvían de uno u otro bando se iban conociendo las historias reales de los sucesos acaecidos estos años. Las miserias, las penalidades de los frentes, los descalabros inútiles, las acciones heroicas. Los que habían quedado en los campos de internamiento, los que desaparecieron o traspasaron las fronteras, huyendo.

También se empezaron a recibir los rumores sobre los robos, las violaciones, los asesinatos. Se insinuaban acusaciones sobre personas que nunca uno hubiese podido imaginárselas en estos menesteres. Pero todo ello en secreto, a oscuras, en silenciosas conversaciones donde el espanto acompañaba al miedo. Y si se podía abiertamente hablar sobre lo de los vencidos, nunca se ocurriera de los vencedores, si no eran alabanzas a las campañas, las batallas y sus protagonistas ya deificados. Como antaño, la delación estaba al día.

Empezaron también los fusilamientos.

Por las noches, en las madrugadas, nos llamaban a la cárcel para recoger a los muertos, o para irlos a cargar en el cementerio. Se fusilaban obreros y dirigentes sindicales, antiguos concejales, comisarios políticos. Éstos eran presas preferidas. Unos eran conocidos por sus excesos y hasta se comprendía que los pagaran; pero los más sólo se habían significado políticamente en mítines, dirigiendo secciones, escribiendo en la prensa o haciendo propaganda. También desgraciados que no habían tenido suerte y la mala fortuna o una delación interesada y calumniosa acababa con sus vidas. Los juicios militares eran sumarísimos y no necesitaban muchas pruebas de cargo; incluso se utilizaba la figura del testigo «anónimo», o sea protegido por la impunidad que le daba no ser descubierto ni identificado por el acusado. Atroz imagen la del encapuchado que entraba en la sala y sin decir nada señalaba, a la pregunta requerida, al indefenso culpable. Y sin apelación.

De la cárcel al juicio, del juicio a la cárcel, de la cárcel al pelotón de ejecución.

El horror repetido, pero con una diferencia: sí, la había; aquí se les rezaba a los muertos, para eso había siempre un sacerdote. Si no fue el sacerdote mismo el delator de a quien, ahora, trataba de confesar y perdonar.

Una noche acudimos con el aviso de que había nuevos fusilamientos. Se agolpaban en las puertas del edificio carcelario los familiares de los que iban a morir y que habían sido avisados no oficialmente, sólo por el correr de la noticia. En silencio. Sus llantos eran callados, medrosos. Los controlaban soldados que, a veces, los insultaban. Me fijé en unas muchachas, juntas, apretadas entre sí. Eran las hijas del electricista que nos arreglaba las averías en el taller.

—¿Qué hacéis aquí? —les pregunté; aunque al momento me di cuenta de la idiotez de la pregunta.

—A mi padre nos lo van a fusilar esta noche —contestó una de ellas.

—¿Por qué?

—Lo han acusado de delatar a curas y a falangistas.

—¿Es eso verdad?

—Es falso; al contrario, todos saben que en nuestra casa tuvimos alojado y a resguardo a un seminarista. Pero el que lo ha hecho, que nosotras sabemos quien es, era un emboscado de los de ahora que se la tenía jurada.

—Pero si no tienen pruebas, ¿cómo lo van a matar? —exclamé.

—Aquí no hacen falta pruebas frente a la palabra de uno de ellos.

Las dejé.

Entré en el recinto, fuertemente vigilado.

En el patio había un grupo muy numeroso de prisioneros que ya no cabían en las celdas. Allí esperaban lo que se decidiese de ellos. A varios los conocía. Pobres hombres del arrabal, arrastrados por el torbellino de la venganza o de la codicia, de obtener lo que habían esperado durante tanto tiempo de yugo, que ahora se enfrentaban con la cruda realidad de la represión, el otro lado de la misma moneda, la espiral cerrada. Mientras, los jefes importantes, los que habían dirigido la política, los que azuzaron las pasiones, se habían marchado; y los que hicieron ganancias fáciles y acapararon lo robado, ahora eran compañeros de viaje de los vencedores. Estos de aquí, los de siempre, estaban a merced de sus tradicionales enemigos.

En otro patio más pequeño e interior se realizaban las ejecuciones. Donde situaban a los reos, la tapia estaba roída por la metralla.

Siempre que se fusilaba había excitación. Unas veces en los soldados más bisoños, otras entre los presos, cuando sabían que los que iban a caer eran muchos o importantes; o no lo sabían aún y andaban haciéndose cálculos de a quiénes se escogería y quiénes se librarían por esa vez. Fuerza de la supervivencia que hace alucinar las mentes, creyéndose sus propias invenciones... ¿qué andarían pensando más de uno y más de diez en esa amarga noche?, ¿sería uno de los señalados?, ¿pero por qué a él?, ¿no le habían prometido ya un aval que lo sacaría de allí, por qué tardaba tanto...? Infelices, destinados al matadero, algunos ni siquiera tendrían la satisfacción de saber por qué los mataron. La noche era de ésas.

Habían acudido como siempre los inevitables falangistas, como cuervos a la carroña. Intervenían activamente en la clasificación, identificación y remate de los penados. Salieron en grupos de diez en diez.

Los situaban contra la tapia. Iban todos atados de las manos con cuerdas. No se molestaban ni en vendarles los ojos: tal vez la mayoría se hubiese negado a ello. Hombres que miraban la muerte de cara. Unos, plenamente conscientes del momento, repasarían sus hechos o sus memorias familiares; otros eran incapaces de entenderlo. Un cura pasaba presentándoles un crucifijo, que alguno besaba. Los rostros de aquellos hombres expresaban todas las emociones, en todas sus asociadas muecas faciales, todas las vidas del mundo: la dignidad, la vileza, la soberbia, el terror, el arrepentimiento, la incredulidad... Situaron una ametralladora al frente, bien asegurada en su trípode. Era más efectivo. A la señal de un oficial, dispararon, barriendo, segando los cuerpos. A algunos prácticamente los seccionaban.

El baile macabro continuó ininterrumpidamente. Me entraron náuseas. El olor a sangre empastaba el ambiente, por encima del de la pólvora. Se retiraban rápidamente los cuerpos, pues había que dar paso al grupo siguiente. Echaban arena para que no resbalasen, no para que no viesen la sangre. Se formaba una pasta rojiza nauseabunda. Tenía las manos manchadas. En uno de los grupos vi al electricista, desencajado, temblándole el cuerpo violentamente, sus ojos expresaban lo absurdo e injusto de la situación. No quise decirle que sus hijas estaban fuera. Ni ese consuelo se lo permití, cobardemente. Desvié la mirada.

Sonó la descarga y los cuerpos se troncharon. Uno a uno los revisaban, para que no pasase lo que ya había sucedido, que a alguno medio muerto nos lo habíamos llevado y así había logrado escapar. El oficial o suboficial correspondiente los remataba, pero esta noche añadieron una nota macabra, brutal y despiadada: uno, provisto de garrote acabado en gruesa bola, hundía los cráneos de los que todavía respiraban. Ahorraban munición.

Vomité.

Salí a la calle con la camioneta bien llena.

Allí estaban las tres mujeres esperando, a pesar de haber escuchado el triste rosario de las descargas. Me miraron implorantes, con un asomo de esperanza en los ojos. Di orden de que llevasen los cadáveres al cementerio. Ya estaba preparada la fosa común, anónima e igualitaria. Para los vencedores ya no existían, ni existirían más en la memoria oficial de las generaciones siguientes. Me dirigí a ellas y las abracé. Fue lo único que se me ocurrió hacer, pues mi vergüenza se añadía a su dolor y a su llanto.

Así, juntos, con paso lento y cansado nos encaminamos los cuatro hacia la ciudad.

El frío de la mañana traspasaba nuestros cuerpos haciéndonos temblar. ¿Sólo el frío? Y la rabia, y el dolor, y el miedo, y la soledad...

Eran tiempos difíciles. Oscuros.

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Fecha de publicaciónOctubre 2008
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