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El origen de la desesperación

Primera parte

Capítulo VI

Musa Ammar Majad
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La mujer de El origen de la desesperación había nacido en la misma ciudad de Abul-Ala al-Maari, acaso el primer intelectual escéptico, ciego, solitario y vegetariano: Maarat an-Numan. Sin saberlo, media centuria antes de que, amparada en la divisa Deus lo volt!, se emprendiera la marcha de la Primera Cruzada, el poeta consignó en un diwan lo que se diría el más claro epigrama a su ciudad: «Pisa ligero. / No creo que la superficie de la Tierra esté hecha sino de restos de cuerpos». Dos asaltos infructuosos, un asedio de quince días y una promesa no cumplida constituyeron los elementos que dieron pie a la masacre.

Era el siglo XI. Era la época en que el fuego «griego», las catapultas, los castillos móviles, las excavaciones y otros artilugios empezaban a unirse a un pensamiento práctico con el fin de acortar los prolongados sitios. No es de extrañar, entonces, que se dirigiera una enorme torre sobre ruedas contra la zona más frágil de la muralla que, al anochecer y después de ser minada, se vino abajo. Algunos guerreros y peregrinos entraron en la ciudad; comenzaron los saqueos; se difundió, sin embargo, la noticia de que respetarían las vidas de los habitantes si se rendían. Percatándose de que no podrían resistir por más tiempo sin contar con algún ejército capacitado —hasta entonces lo habían hecho utilizando, pocas veces, colmenas llenas de abejas que lanzaban desde lo alto de las murallas sobre las cabezas de los obstinados sitiadores—, los asediados capitularon su entrega la noche del 11 de diciembre de 1098. A muchos más les hubiera valido haber nacido muertos. Al día siguiente los cruzados entraron en la ciudad y sus cuchillos se deslizaron por las indefensas gargantas sarracenas. La ciudad, de poco más de 8.000 habitantes, fue reducida a ceniza y sangre. Dos cronistas, Raúl de Caen y Alberto de Aquisgrán, relataron con no disimulado horror los sucesos. Los invasores saqueaban, mataban, desmembraban y cocían a los hombres mientras asaban a los niños y a los perros luego de haberlos atravesados con varillas. Se alimentaban de aquella carne humana sin importarles las pocas mujeres y los menos niños que habían vivido para ser vendidos o cambiados por telas, armas, alimentos e, incluso, zapatillas.

Escondida, entre unos muros cercanos a la amplia y circular muralla que resguardaba a la ciudad, una mujer, de cuclillas, en incómoda inmovilidad y sosteniendo a una niña de meses, logró sobrevivir con ella al apocalíptico día. Al llegar la noche se deslizó, rápida y furtiva, por los ensangrentados patios arruinados, por sobre los mutilados cadáveres de hombres, mujeres, niños y animales, bajo las ferales e impúdicas risas que origina el poder en las almas pequeñas y en las mentes estrechas, aunando su miseria y su soledad a los llantos y a los gritos que surgían, invariables, desde sus brazos y desde los cuatro puntos cardinales, hasta alcanzar el exterior de la ciudad.

Caminó durante toda la noche. Ya en la madrugada había desnudado gran parte de su cuerpo para proteger a la niña que aún llevaba en los brazos. Luego, sucumbiendo ante los latigazos de un sol inclemente para ella y conciliador y necesario para Dios y para la mayoría de los hombres, desgraciada, exhausta, cayó exánime y muda sobre la niña.

Poco faltó para que ésta muriera asfixiada. Hassán Ibn al-Sabbah, quien se dirigía a la fortaleza de Alamut, un «nido de águila» al sur del mar Caspio, la recogió para permitir que al cabo de muchos años el caballero templario enmudeciera ante la súbita presencia, pues éste conocía muy bien a qué aludía lo pronunciado por la mujer. Conocía que los musulmanes cercanos a Muhammad, principalmente Bilal, Abu Bakr e Ibn Abbas, escucharon de labios del profeta el relato del nocturnal viaje de la Meca a Jerusalén, sobre una yegua alada con cabeza de mujer que era llevada de las bridas por el arcángel San Gabriel, y de la ascensión al Paraíso y a los Secretos. Conocía que en el Paraíso descrito por Muhammad moran unas vírgenes que reciben el nombre de Al-Huriya.

Al-Huriya. Vírgenes que viven muy bien resguardadas y a las que ningún demonio puede acercarse. Al-Huriya. Inmortales jóvenes sin mácula que poseen belleza ilimitada y cuyo himen (fruto de placer siempre nuevo) está destinado a hombres con un tránsito terrenal honrado y obediente a Dios. Al-Huriya. Huríes sempiternas a las que sus maridos siempre han de hallar bellas, amorosas y vírgenes.

Al-hurí —repitió ella, y Edmundo de Chartres, el templario, quieto en el mundo obliterado, sólo acertó a decir:

—Lo creo.

Era claro que El origen de la desesperación se fundamentaba en un acto de fe. Al igual que en un acto de fe constante se había basado la vida de Luciano Michelleti. Tanto en la novela como en la vida esa cumbre aguileña fue antesala de una tragedia. Sólo que en la ficción el dolor gravitaba en torno a una mujer mientras que en la realidad lo hacía alrededor de una imposibilidad física.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónAbril 2008
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