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El origen de la desesperación

Primera parte

Capítulo VIII

Musa Ammar Majad
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En 1915, año en el que emprendió el viaje que le permitiría conocer, amar y abandonar a Valeria Silva Paz, Buenos Aires continuaba siendo la ciudad que solicitaba la diaria conjetura, el olvido y el rencuentro. Si bien era una ciudad con futuro, exigía de sus habitantes el tributo del amor. Amor a Buenos Aires. Cuando Luciano Michelleti pisó la capital, por exigencia paterna, que lo confinaba con unos familiares, creyó que en ella hallaría concretado su más caro anhelo. Diez años y en vano.

El tiempo, apostado en la negligencia, era una presunción, adivinada en la barba del espejo. La polilla sobre una litografía; me equivoco: el insecto muerto no tiene forma, es sucio. Acercó la cara a la superficie lisa, la pegó a ella; el frío traspasó la barba. Pésima la litografía de los relojes, máquinas atroces en su flacidez, como telas que son menos vestimentas que pañuelos. Retrocedió cinco pasos antes de arrojar el cenicero con el objetivo preciso de destruir la cara. Alguien, ¿otro igual?, ¿el mismo Dalí?, había pintarrajeado uno de los relojes, ¿una carita? De pie sobre los fragmentos, vio la cara multiplicada y deformada, el suelo cubierto por los aborrecidos rasgos.

Así recordaba la noche anterior a la partida de 1915. Las primeras décadas del siglo habían servido para confundirlo, pensaba él, y por ello, justificaba, a veces no sólo transmitía su confusión a través de la escritura, sino, para sí mismo, del pensamiento: de sí para sí la confusión persistía, haciendo de la monotonía su característica terrible. Lo sabía él, no otros. La idea del montaje entraba en la literatura de Michelleti por las consecuencias semánticas que promovía. Cuando empalmó, con un orden determinado, los trozos narrativos de El Dueño golpeando las plantas de los pies descalzos con el sentimiento general de un inmigrante y del hombre que parte el espejo que refleja su cara con lo que un sujeto indeterminado contempla en un libro de láminas de arte, pretendía generar una tercera idea, una metáfora, imitando las experiencias de Kulechov y Eisenstein. La idea de narración paralela, como se pudiera pensar, nada tiene que ver. Famosa es la réplica que Michelleti escribiera a Roberto Mata,1 donde, a modo de ejemplo, incorpora los dos montajes aludidos.2 En ella aclaraba: «Soy el perfecto hombre latinoamericano. No por lo que pudiera escribir ni mucho menos inventar. Lo soy porque miro hacia mi pasado en términos nostálgicos y críticos. Querido Mata, me trato a mí mismo como el latinoamericano trata el problema de su identidad. Usted comprende mejor que nadie esta relación.»

La relación, lo sabía Mata, lo sabemos nosotros, no era otra que las diferencias básicas de América Latina respecto a Europa, y que se transmutaban en el problema de la identidad: 1) desde la colonia, el latinoamericano se ha desenvuelto deseando la posesión de lo que es del otro, del colono, pero que es suyo; 2) la herencia colonial y los resultados de las campañas independentistas, en vez de dar una identificación al latinoamericano, lo han escindido: el hombre poscolonial no buscó su historia a partir de la autorreflexión, de la filosofía, sino a partir de la mirada antropológica, caracterizada por el estudio del otro.

Así se comportaba Luciano Michelleti consigo mismo. Sobre todo cuando reflexionaba, con ironía, sobre la infancia vivida en Tierras de Jano. Años en los que la decapitación se transformaba en truco. Pero, como siempre, para otros, no para él, que pedía el papel del condenado a la guillotina en puestas que recreaban piezas teatrales que tenían por ambientación la Época del Terror. No importaba que se tratara de La toma de la Bastilla, de María Antonieta o de La carreta de la muerte. Luciano Michelleti siempre era el condenado.

Un día se cansó de fingir. A parte del torpe armazón que recreaba, sin cuchilla, la guillotina, los niños simulaban la decapitación del reo utilizando dos ingenios principales. Uno, la colocación de una figura entre el que aparenta ser ejecutado y el público; otro, una caña de unos dos centímetros de diámetro, resquebrajada de antemano, que, dándole un golpe con una masa, semejaba con bastante perfección el crujir de los huesos al ser cortados por la hoja del artefacto. Luciano Michelleti remplazó, frente a sus familiares, la figura por su cabeza, el sonido de la caña rota por el golpe seco de la madera sin cuchilla al golpear su propio cuerpo. Comprendió el acto tiempo después. Tuvo el mismo motivo que lo llevó a trastocar la moral familiar, a desafiar a El Dueño, a abandonar a Valeria Silva Paz, a errar, leer y escribir. Aquel verano en el que suplantó la tosca figura para quedar inconsciente se dio, por vez primera, a una ardua tarea. Allí inició la búsqueda que le demandaría toda su vida y que, incluso, lo llevaría hasta la muerte.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónJunio 2008
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