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El origen de la desesperación

Segunda parte

Capítulo II

Musa Ammar Majad
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El origen de la desesperación hacía del llanto una constante, sin distinguir entre causas morales y físicas.

Madre era una persona sumamente triste. Su tristeza no resultaba disimulada por los ojos muertos. Su rostro se contraía feamente cuando recordaba, o sentía, el viento que había sido una cosa agreste que raspaba los frontispicios de los montes mientras desafiaba al águila y reptaba veloz hacia el hombre que contemplaba el horizonte de oro y azul, adornado con sinuosos arabescos de nubes. Las nubes le gustaban a ese hombre. Un león o un camello, uno de los noventa y nueve nombres de Dios (sin el centésimo, reservado para la otra vida) o algún rostro (acaso el suyo), ameritaba de él la preciosa atención. El horizontal abismo del paisaje congregaba mayores vértigos que los que la vasta altura lograba conferir. Comprendía que él mismo era una de las tantas amplitudes que allí pululaban. Inquieto y bañado en un mar de mucho sudor y de pocas lágrimas, un joven ascendió y le dijo:

—Señor, allí está.

Continúa una escena en la que el joven desciende, pisa mal una roca, roda unos metros, se abre una herida en una pierna, se levanta sin sentirla para continuar descendiendo y luego subir a la mujer. El joven revela que la mujer está ciega y, en obediencia a la orden de su señor, salta al vacío.

Cayó. Cayó y cayó. Siguió cayendo. En la espléndida altitud el sonido del golpe se dio a entender como prisionero de lugares más cercanos al muerto. El rostro de la mujer se contrajo; su carne tembló y el viento se hizo glacial en su mejilla. Llena de la instintiva incertidumbre que produce la ceguera, avanzó hacia el precipicio pero el brazo del hombre la detuvo. En la mujer la voluntad no emitía la más leve vibración, el intento de arrojarse al vacío inmiscuía un acto reflejo, no íntimo, que no postulaba ni a la expiación ni al perdón: estaba desolada.

—Aún no debes morir —ordenó el hombre e hizo una pausa para contemplar las nuevas formas de las nubes.

La conversación que sigue trata de ser fiel a la historia. Ibn al-Latif la reseña,1 sin citar fuentes, y no duda en narrar como verdadero lo que los observadores de la secta conjeturaban.2 Hassán Ibn al-Sabbah había trazado el destino de aquella mujer y estaba a punto de rebelárselo. El historiador apunta que el fundador de la secta de los Asesinos le abrió las puertas de la muerte a esa nefaria juventud, doblegada en el acto de enterrar la daga en los ojos incrédulos, y que le dio a la mujer un horror más del cual ser testigo visual al ver la mano de su hijo manipular la hoja resplandeciente y cortante. El fundador la compelió a la sustitución del muerto por variedad de hembras a las que ella enseñaría el ejercicio de ser mujer. La condenó a mujer frontina (inopinada, una araña negra apareció tatuada en su frente), ser misterioso como el asno salvaje que Ctesias describió. Su cuerno fue una araña, porque debió de tejer en sus hijas la tela del difícil arte.

En un capítulo posterior la «hurí» revelada al principio se ve delante del primer Jefe de la secta, el cual, sobre las alfombras y la seda, recostado en los blandos, cómodos y grandes almohadones, bajo las monótonas luces y exhalando el humo del narguile, descansa. «Uno de los devotos ha golpeado a esta ‘hurí’», dice Madre mientras que la acerca para que se aprecien mejor las heridas de su cuerpo.

De nada habían servido su mirada fulminatriz, su sólida blancura de marfil, el aliento fresco que emanaba su boca al recorrer aquel cuerpo que aceptaba las placenteras sensaciones prodigadas por su carne. Dejando la verticalidad para los árboles que los rodeaban, sin afanarse, como dueños de la eternidad, siendo integrantes de un lugar condicionalmente válido y necesariamente cierto, llevaron a efecto no una tarea o un compromiso. La mano de ella siguió dominando al erecto animal con un rítmico vaivén idéntico al iniciado segundos antes por la boca que, delatando la práctica dada por la constancia, se abría o cerraba según quisiera permitir o vedar que por el glande se deslizara una lengua estimulada, llena de la misma vida que aquel huésped, Lázaro resucitado por el poderoso hálito de la saliva, se complacía en mostrar. Innegable el esfuerzo de la «hurí» en mantener la extrema abertura de la boca. Era como si la verga se debatiera en el intento de aumentar su ya exagerado diámetro natural. Del círculo a las periferias los labios iban y venían, destinados por el conocimiento de Aracne, quien, puesto el centro, fabricaba con destreza aquella geometría. Dueña del arte del tacto, la «hurí», sin haber nacido lidia, podía darse en duelo con Minerva o ser objeto de las observaciones de Eliano sobre las arañas. El devoto, con la seguridad de todo hombre sobre el objeto del cual es dueño, con la crueldad del que ama demasiado, alargó los dedos y, consiguiendo el ritmo impuesto por la boca en su miembro, los lubricó con el líquido y la temperatura y demás tesoros que guardaba aquella cueva, en suaves círculos, primero, y en rápidas y feroces penetraciones, después.

El devoto, «ya libre del ubérrimo líquido», golpeó a la mujer salvajemente. Y al golpearla amenguaba el tamaño del mediodía de su cuerpo harto de placeres. Sintió que la «hurí» era un demonio. Sintió que el Jefe de la secta era la Maldad hecha carne: una especie (y lo interpreto con mis propios términos) de vestiglo o Leviatán surgido de las profundidades infernales de la teratología o de las entrañas cefálicas de un remoto y morboso dios ausente. Tenía miedo, un miedo infinito de todo lo que lo rodeaba y había experimentado; y gritó. En ese momento entró Madre con unos eunucos, los cuales lo desprendieron de la mujer. Todos abandonaron la habitación para dejar al devoto que, desnudo, se consumía al descubrir el octavo piso del Infierno. Aquel que nunca nombró el Profeta.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónAgosto 2008
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