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El origen de la desesperación

Segunda parte

Capítulo VII

Musa Ammar Majad
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Justo a la medianoche el local comenzaba a abarrotarse de gente. Era la hora del «circo sexual» (así lo llamó Ulises). Obvio el intento por reducir una avenida del Berlín de la promiscuidad y de las trincheras sexuales de los años veinte en ese reducto londinense carente de nombre y vaporoso de alcohol. Mínimos espacios que hacían las veces de locales de sexo en vivo estaban ahí para quien pudiera pagar.

Y todos podían. Hombres y mujeres. Sobre todo hombres. ¿La mercancía? Muchachos disfrazados de mujer que sin problemas circulaban entre las mesas, utilizando anteojos con vidrios sin fórmula sólo para no nublarse la vista con el semen que salpicaba sus caras. Mujeres y hombres con fisuras rectales, excavadas con las extremidades, naturales o no, de amantes ebrios y violentos. Todos marchantes del coito per anum, amándose con odio, con la expresión de la niñera que, con su rostro de sangre y lentes destrozados, grita, sólo grita, en la secuencia de las escalinatas de Odesa de El acorazado Potemkin.

Ulises señaló a una mujer desnuda que se contorneaba al introducirse una botella mientras otra mujer, lúbrica, la miraba. A pesar del humo que oscurecía aún más la oscuridad del local, vi las piernas abiertas y verticales, dobladas como si montaran un caballo, permitiendo que el cuello de la botella entrara y saliera a sus anchas según era manipulado. Me acerqué y el recipiente ya estaba sobre la mesa, húmedo de fluidos vaginales. La mujer besaba a su compañera, que se dejaba hacer, y la recorría mirándome. La boca, las tetas, el vientre, las nalgas, las tetas, la boca. Mirándome.

—Fue de Michelleti —susurró Ulises.

En el vientre y los pechos permanecían manchas de una pintura corporal deshecha.

—Suzy Dier —se presentó antes de girar sobre sus talones y darse dos nalgadas, invitándome, segura de que yo no apartaba la vista de su espléndido trasero.

Suzy Dier me reveló la cara de un hombre que desde joven se entregó, con la misma determinación de una brújula, a alimentar la leyenda de que el dolor creaba la escritura a la vez que la volvía más respetable. Era la verdadera cara de Luciano Michelleti. La misma cara que no disimulaba el desagrado siempre que el último día de abril una comunidad literaria, un club, alrededor de uno de sus libros más vendidos cenaba lo que uno de sus personajes: tripas fritas de conejo y vino blanco (a temperatura ambiente) mezclado con jugo de naranja, fresas, chocolate y cebolla. La misma cara que asentía aprobando el plagio creativo1 bajo la premisa de que la mente funciona en base a estímulos. «Sólo 1,5 kilogramos es el peso del cerebro, pero aún Darwin diría “tengo esperanzas”.» La misma cara con ojos acostumbrados a tener como primera y última imagen del día una estatuilla de la Muerte al frente de la cama. La misma cara que sólo acertaba a sonreír en el ejercicio de la creatividad, cuando ésta estaba dirigida hacia el ambiente de la tragedia y no el de la risa. «La risa tiene respuesta inmediata; la tragedia no. Nadie dice: “Esta noche los haré llorar a chorros contándoles cómo, sin saberlo, maté a mi padre y tuve sexo con mi madre.” La risa sólo debe comenzar con: “Dos hombres están en un bar...”.» La misma cara cuya boca insultaba a través del autoenvilecimiento.

—No debes valer mucho si me conoces.

Mientras yo rememoraba, Suzy Dier se levantó de la cama, abrió una gaveta y dijo:

—Soporté su absurda excusa al alejarse. Me dejó esta carta. Escucha. «Temo a la memoria, a esa fragmentación de espejos que se mal repiten como si recordar fuera más una conjetura que una presencia. Temo el pánico a reclamar dentro de años el recuerdo...» —al igual que Walter Greene, terminé memorizando páginas completas de la obra de Luciano Michelleti.

Una sola lágrima resbaló por el rostro de Suzy Dier para caer en uno de sus senos, ya maquillados. Se hacía preparar para el «circo sexual» con pintura corporal. Una quimera de tres cabezas: dos para las tetas, una para el rostro. León, cabra y serpiente. Recordé la descripción hecha por Dante del Satanás trifacial que se alimenta de tres traidores: Judas, el que traicionó a Cristo; Bruto y Casio, los que conspiraron contra César.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2009
Colección RSSNarrativas globales
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