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El sueño de Evangelina

Carlos Almira Picazo
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaConvento de Santa Clara, la Habana

Hay en algunas ciudades pequeñas, sobre todo en el sur, personajes que parecen sacados del siglo XIX. Evangelina Campanario era uno de ellos: alta, dura, enteca, en perpetuo luto, el bolso negro atiborrado de rosarios y estampas benditas, cruzaba la calle furtiva, mirando de través a las parejas, a los obscenos solitarios, incluso a los que, como ella, se dirigían a misa. El mundo, obra del Diablo, parecía diseñado expresamente para ponerla a ella a prueba.

Por su edad (que nunca supe con exactitud), le correspondían debilidades sencillas y perdonables: los pasteles, el café, el licor, algún abalorio. Pero Evangelina vivía torturada día y noche por una única pasión: los negros. Aunque no los hubiera en su parroquia, le bastaba con saber que existían para que un escalofrío le recorriera el cuerpo de arriba a abajo. El Diablo, con aquellos ojazos y aquellas manos suaves, blancas por las palmas, debía ser negro.

Por otra parte, el no haber visto nunca uno más que de lejos y de pasada en la calle, o en la televisión en casa de alguna amiga, acicateaba su fantasía. Evangelina no deseaba a ninguno en concreto, no se imaginaba un rostro, un cuerpo, una voz que pudiese identificar con nadie. Al igual que Platón, vivía aterrorizada, obsesionada por un ser ideal, que se representaba más o menos así: un negro alto, recio; de cabeza redonda, cuello ancho, pelo como el ébano ensortijado; tórax caballuno; cintura estrecha, muslos y pantorrillas musculosos, y pies pequeños y ágiles. El sexo, habida cuenta que sus únicas relaciones con los hombres se remontaban a ciertos nebulosos toqueteos allá en su primera adolescencia, se lo pintaba enorme y desproporcionado, rematado en una protuberancia redonda como el badajo de una campana. Esta obsesión, lejos de retroceder y enfriarse, crecía hasta desbordársele del sueño e invadir la realidad.

Se figuraba que aquel negro la abordaba en la calle, incluso en la iglesia; la agarraba del brazo y la arrastraba entre zalamerías y tacos a una lóbrega habitación; allí, sobre una cama revuelta y rechinante, hacía con ella lo que quería. Sólo muy entrada la noche, ya saciado, con una sonrisa blanca casi fosforescente, se apartaba, se vestía lentamente y se iba por las calles desiertas.

Evangelina no habría sabido qué hacer si un negro de verdad la hubiese asaltado. Por otra parte, habiendo tantas mujeres, ¿por qué iba a fijarse en ella? Esto la aliviaba pero también la enfurecía, pues en tiempos ella había tenido su atractivo aunque no lo prodigara. Por otra parte de unos años a esta parte también su ciudad se estaba llenando de inmigrantes, muchos de ellos africanos. De modo que era casi imposible pasar, sobre todo por el centro, donde ella vivía, sin toparse con alguno de ellos ante su manta o su maleta-expositor de abalorios, siempre pendiente del intrincado código de señales que gobernaba la calle, atento a la más mínima señal de aparición de la policía. No es verdad, pues, que Evangelina no viese a muchos negros al día, aunque procuraba no mirarlos.

Un día, al traspasar la puerta de los Belenitas (convento venido a menos entre altos edificios), le llegó un perfume desde el claustro recóndito. Dio, pues, un rodeo, apresurándose para llegar a la lectura del Evangelio, como si hiciera algo prohibido. Antes de entrar en la pequeña iglesia oscura, arruinada, que arrinconaba aquel tesoro, se sentó junto al pozo, al cabo de sus fuerzas. Ya había perdido la cuenta de las noches que llevaba sin dormir o mal durmiendo por culpa de la maldita obsesión que la tenía consumida, como si fornicase cada noche con el dichoso negro. «No puedo más», suspiró.

De la puerta que comunicaba el claustro con la capilla donde se celebraba la misa, le llegó la voz que en ese momento leía en el Evangelio de Marcos el pasaje de las Bienaventuranzas. Evangelina se acercó muy despacio, sin hacer ruido, y sin abandonar el jardín se puso a escuchar desde allí.

Sin percatarse, se fue tumbando en el escalón que separaba la arcada de la galería del jardín, hasta quedar tendida del todo, usando el bolso como almohadón. La sobresaltó un zumbido de mosquitos.

Sobre ella, en el techo desconchado y manchado de lamparones y humedad, una panameña removía el aire caliente y pegajoso esparciéndolo por la habitación en penumbra.

Un brazo fuerte, negro, rematado en una mano gigantesca y suave, la acarició, y una voz le dijo:

—Arrímate, negra...

Evangelina se incorporó con un respingo. La voz había dejado paso a un canturreo monótono, quejumbroso. Un jilguero o un canario enjaulado en algún balcón vecino lanzaba su trémolo invisible.

Repasó todo lo que había hecho, lo que había comido aquel día, y no encontró nada que justificase aquel desvarío, aquel desmayo. El claustro, sobre el que ya se extendían las primeras sombras del mediodía, parecía empeñado por su parte en apaciguarla. Y enseguida volvió a resonar la voz de barítono de padre Ángel.

En verdad hacía calor. Enjambres de mosquitos gigantescos la acribillaban al amparo de la oscuridad.

Edelmiro, el negro, daba palmadas desesperadas sin lograr ahuyentarlos. «¡Bólidos del diablo!» Ella tuvo el impulso mecánico de persignarse.

—¿Qué haces, mi negra?

—Edelmiro...

—¿Qué te notas?

El negrazo la acercó revolviendo las sábanas con una mano como una pala. En el antebrazo de circo lucía un tatuaje:

—No lo sé, no me encuentro bien.

Ensanchando la sonrisa ya enorme, Edelmiro rebuscó en la mesita y extrajo una botella de ron:

—Bebe —dijo con tono doctoral.

Al cabo de un rato el jilguero o el canario enmudeció. Una sombra movediza, temblorosa, ocupaba ahora el pozo, reproduciendo fiel la silueta de los naranjos que lo rodeaban. La misa había acabado hacía rato y Evangelina seguía echada en el escalón. Cuando el padre Ángel (que no era negro, pero sí muy atractivo), la vio, corrió pensando que se había desmayado. La sotana le bailaba sobresaltada por la insólita carrera.

De la calle aplastada por el sol de plomo ascendían ruidos fatigados de autos. Más allá ronroneaba la Habana entera en una mezcla de tráfico viejo; voces desganadas y untuosas de vendedores ambulantes; renquear de inverosímiles autobuses; y el tañido anacrónico, malévolo, de las campanas del ruinoso convento de Santa Clara, cuyas internas hacía tiempo que habían dejado de hacer pasteles para fabricar ron para los turistas y las autoridades, etiqueta negra. Signo de los tiempos extensible a otras órdenes: jesuitas, dominicos, franciscanos, artesanos de los famosos puros.

—Padre, quiero confesarme.

—¡Mi negra!

—Cálmate, ¿te has caído?

—No hago más que soñar con negros.

—Yo te quiero, mi negra, bebe otro sorbo.

—No hables, Evangelina, voy a por un vaso de agua.

—Edelmiro, ¿quién es esa mujer de negro?

—¡Zape, no mientas a la Muerte!

—No me deje sola, padre.

—Enseguida vuelvo.

La sombra abarcaba ya casi todo el claustro. Del otro lado de los muros ruinosos se colaba el rumor extraño de la ciudad. «Padre Ángel, padre». Edelmiro saltó de la cama, deslizándose de entre las sábanas y fue a abrir la ventana. Al ver aquel culo prieto, puntiagudo, Evangelina estuvo a punto de desmayarse con un hipido, y se tapó la cara.

Una tromba de claridad penetró y se desparramó al instante por toda la habitación provocando la estampida de decenas de cucarachas y tijeretas entre pequeños montones de desperdicios. Apenas un fragmento de la calle, flanqueada de fachadas de estilo colonial comidas por el salitre, el tiempo y el cardenillo, copó de inmediato el rectángulo relampagueante de la ventana.

—No abras tanto, Edelmiro.

El negro, meloso, entornó un poco la ventana y volvió a la cama con dos puros largos y estrechos, de los que llaman «señoritas», sonriendo.

Evangelina entretanto logró sentarse, apoyó la espalda contra el muro del que arrancaban las columnas, a la vez esbeltas y pesadas, cubiertas de figuras retorcidas y desnudas, y se limpió la cara con un pañuelo. El gesto de asco sorprendió a Edelmiro que por primera vez pareció perder la paciencia:

—No tienes humor, me voy.

—Padre, necesito confesarme.

Mientras se vestía renegando por lo bajini, el negrazo reclamaba no sé qué dinero.

—Bebe un poco.

—Ya he esperado bastante: mis cincuenta dólares.

—¿Y la excursión al Callao?

—Cuando estés de humor, ya sabes dónde buscarme, negra.

Evangelina se incorporó aún más y trató de atraerlo con brazo inseguro. Al sentirse aferrado por la mujer, el padre Ángel soltó el vaso que se hizo añicos en el suelo y le empapó la sotana.

Edelmiro se desasió del abrazo. Ya vestido, se aflojó la correa, y contó el dinero que él mismo sacó del bolso junto a la ventana. La mujer seguía desnuda entre las sábanas. Volvió hasta allí y la besó en la frente y en la mejilla.

—No te vayas.

Un matiz de desesperación, de juego desesperado, vibró en la voz.

—Vamos adentro —dijo el padre Ángel.

En el forcejeo se había derramado un resto de ron. El murmullo de La Habana era ahora un zumbido roto a intervalos por un entrechocar metálico como de platillos de cobre. Poco a poco las sombras volvían a los rincones de la habitación y velaban, por puro hábito, suciedad y desorden. De los otros cuartos del hotel llegaban voces destempladas, empañadas aún por el sueño; ruidos de grifos recién abiertos; y portazos.

El padre Ángel abrió la puerta en el momento en que Evangelina, saltando de la cama, estrellaba el bolso contra el espejo haciéndolo añicos. Rehusó la última mirada desesperada, y salió al corredor incierto y dudoso, apretando los cincuenta dólares en el bolsillo. Edelmiro se sacudió los vidrios del vaso que le habían arañado las manos y, con un desconcierto íntimo cuyos orígenes prefirió no indagar, dejó a aquella loca en la galería. El malecón donde, en otro tiempo, soñaba que arribaba una radiante mañana de verano.

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Copyright ©Carlos Almira Picazo, 2007
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Fecha de publicaciónFebrero 2008
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