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Tercero excluido

Pablo Brito Altamira
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1.

Había escrito la fórmula cientos de veces en el pizarrón, y cada vez que lo hacía el ritual variaba ligeramente. Mantenía la esperanza de que un día, al explicarla de nuevo, alguno de sus alumnos experimentara ese mismo deslumbramiento que había sentido él cuando la comprendió por vez primera y tomó conciencia clara de que estaba comprendiendo.

—La lógica tradicional llamaba al principio «Tertium non datur» y lo formulaba así —dijo—: o A es B o A no es B. Ahora lo leemos del siguiente modo: o bien P es verdadera, o bien su negación (−P) lo es. Entre dos proposiciones contradictorias no hay una tercera posibilidad, la tercera está excluida.

Ninguno de los muchachos mostró en la mirada el brillo que se obtiene tan fácilmente cuando el prestidigitador saca la paloma viva de la varita mágica. Miguel sintió que había fallado de nuevo.

La chica de verde levantó la mano y él le cedió la palabra.

—¿Significa que una afirmación es verdadera o es falsa y que no puede ser las dos cosas a la vez?

Miguel miró a la chica a los ojos y tuvo el deseo repentino de que los demás ocupantes del aula desaparecieran para que el diálogo se desarrollara únicamente entre ella y él. Si lograba explicar el asunto a fondo a una persona, tal vez encontrara la manera de que...

—Es algo como eso, pero trate usted de captar el asunto en toda su intensidad, por así decirlo.

La chica frunció el ceño, como si la palabra «intensidad» evocara en ella una sensación cercana al dolor.

—Es muy fácil si logra usted verlo —agregó el profesor—. Intentaré ponerlo de otra manera.

Iba a anotar algo en el pizarrón cuando tocaron a la puerta del aula y todas las miradas se dirigieron hacia ella.

2.

Sucedió en otro país, por supuesto. Miguel Rolín tenía diecinueve años cuando se topó por primera vez con un enigma más apasionante que el de los tratados de lógica y se dijo que era capaz de resolverlo.

Fue un idilio rápido, confuso y accidentado: dos meses después ya sabía manejar a la perfección un arma y antes de cumplir seis en el grupo había participado en tres atentados. Cuando se miró al espejo una mañana en el piso vacío en el que había dormido esperando la señal del contacto para entrar en acción, sintió que el hombre que lo miraba desde el reflejo era un desconocido con quien hasta hacía muy poco no hubiera sentido deseo alguno de entablar una conversación. En su mirada no había en apariencia ninguno de los colores que distinguía siempre en la de las personas con las que compartía ese inexplicable e indefinible placer de comprender: podía ser un anciano casi analfabeto que sonreía cuando él colocaba la pieza justa en la partida de dominó o un niño que se detenía en la esquina para leer la placa que explicaba el origen del nombre de una calle: él pertenecía a una sociedad secreta de amantes del conocimiento... o eso había pensado una vez.

Ahora quedaban tres elementos en el juego: el arma, el reloj y el teléfono. En algún lugar oscuro del recorrido, el teorema que había tratado de simplificar lo había simplificado a él; se había burlado de él y le había hecho trampa.

3.

Los alumnos intentaron silenciar el murmullo que invadió sus cerebros cuando lo vieron salir del instituto esposado y escoltado por dos policías. La chica de verde bajó la mirada. No quería que pensara que lo acusaba o que sentía vergüenza de él, porque era su profe favorito y porque lo amaba en secreto. Pero no se atrevió a mirarlo a los ojos para darle ánimo, para hacerle saber que estaba con él, pasara lo que pasara.

Lo que pasó fue que Lucía recibió la llamada del director y procesó la información con toda la rapidez que pudo. Vivía con Miguel hacía ya cinco años. Lo había conocido cuando él comenzaba a dar clases. Él le había contado que acababa de regresar del extranjero, donde había obtenido su diploma con algo de atraso, porque se había dedicado a «tontear» unos pocos años.

Ella nunca preguntó de qué manera había hecho el tonto ni con quién. Primero pensó que se trataba de una mujer —o de varias— y luego sospechó que había cometido alguno delito menor y que había estado en prisión. Pero estaba libre y soltero, era el profe por el que se derretían todas las alumnas y llevaba una vida tranquila y ordenada. No habían hablado de hijos, pero cuando Lucía quedó encinta él recibió la noticia con la misma alegría que ella y sólo lamentó que sus padres no vivieran para compartirla.

Le había dicho que habían muerto en aquel país, antes de que él regresara, y ella no quiso nunca abrir el baúl que él revisaba únicamente cuando estaba a solas.

Fue eso lo primero que hizo después de recibir la llamada telefónica del director del instituto.

4.

Tuvo menos de treinta minutos para entenderlo todo. «Tienes una intuición lógica innata», le había dicho Miguel un día, «fue por eso que me enamoré de ti.» En esa ocasión ella pensó que la adulaba: ahora tenía que demostrar que estaba en lo cierto.

Los documentos muestran que él estuvo relacionado con un movimiento irregular.

Lo inculpan, pero hay también una carta que prueba que él se separó de la banda cuando entendió que sus motivaciones eran traicionadas por los procedimientos violentos que se ponían en práctica con el pretexto de que el fin justifica los medios.

El recuento mental que Lucía intentaba hacer fue interrumpido por el timbre de la puerta.

Ganó todo el tiempo que pudo desnudándose y poniéndose una bata de baño para hacer ver que la sacaban de la ducha. La orden de registro estaba en regla y ella no opuso resistencia. Se valió de su vientre abultado, el pelo mojado y el aire indefenso y desnudo debajo del albornoz para responder a todo lo que le preguntaban con lloriqueos y un «no sé nada» que a fuerza de repetir terminó casi creyéndose. Ellos no esperaban que ella supiese, por lo que no insistieron. Y tampoco creían que hubiera nada oculto en la casa, y por eso no revisaron a fondo los papeles que ella había colocado de prisa debajo de los libros de música en la banqueta del piano.

Se acababan de ir cuando aparecieron los otros. Eran casi iguales, pero no traían insignias ni documentos sellados. Y Lucía repitió su rutina, con la misma paciencia con que escuchaba las escalas de sus alumnos de música mientras pensaba en otra cosa.

5.

Pensaba en la salida, en el «despeje de la ecuación», como decía siempre Miguel. Se vistió de prisa y miró el reloj a través del espejo. La efímera ilusión de que eran ya las nueve de la noche parecía coincidir con la enorme cantidad de cosas que habían sucedido en su vida y en su cabeza en apenas dos horas: eran las tres.

«Y a las tres comienza el turno de Fernando», pensó sin saber por qué cuando sintió la patadita en el vientre.

Hacía tiempo que no veía a su hermano, porque su hermano estaba siempre de viaje cubriendo guerras, o motines, o desastres. «Nunca conseguirás una mujer mientras tengas este trabajo», le decía Lucía, pero estaba convencida de que el periodismo podía producirle más placer que el que muchos obtienen en la cama: desde pequeña lo había visto siempre con un almohadón en la espalda y un libro en el regazo.

Tuvo que hacer una pantomima complicada para que él aceptara salir a tomar un café sin que sus compañeros de trabajo notaran nada raro. Cuando lo condujo hasta el coche y él se resistió a entrar porque no hacía falta ir tan lejos para conversar de la minucia que ella le había anunciado como tema, Lucía tuvo que recurrir a la mirada severa de hermana mayor que no usaba desde su infancia.

Entonces él suspiró, bajó la cabeza y obedeció.

6.

En el trayecto hasta el periódico, Lucía había tenido tiempo de simplificar la formulación y logró explicarse en menos de dos minutos. Fernando entendió y le dijo que necesitaba al menos cuarenta y ocho horas para verificar que la carta era auténtica.

Pero si lo era, había dos posibilidades: se publicaba —sería la noticia del año y rodarían media docena de cabezas— o se destruía. En cualquiera de los casos, Miguel —el único inocente en el juego— quedaría atrapado, porque si delataba irían por él y si encubría iría preso.

«Tiene que haber una tercera opción», pensó Lucía, pero no se atrevió a depositar demasiada fe en esa esperanza hasta que a la mañana siguiente un Fernando despeinado y ojeroso tocó a su puerta y le pidió que le diera un café cargado.

La carta significaba más de lo que parecía a primera vista, porque implicaba a gente de ambos bandos.

7.

Sobre la mesa de Juan Robles, el viejo notario, había un libro abierto con un bolígrafo que marcaba una página con un párrafo subrayado.

Lucía y Fernando hicieron casi quinientos kilómetros para llegar. «Es mejor que no sepas nada», respondió Fernando cuando ella preguntó de qué conocía él al anciano y por qué pensaba que era de confianza.

Es como «garganta profunda», agregó, sólo que no para divulgar la información, sino para conservarla en secreto. «Mientras el documento esté en poder de un desconocido que lo divulgará si no cumplen las condiciones que hemos establecido, Miguel estará a salvo. Y ustedes dos, también.»

Fernando hizo la alusión al bebé con una sonrisita tímida que conmovió a Lucía. Nunca se permitía mostrar así sus sentimientos.

8.

Había sido un mes intenso y las reuniones clandestinas, las llamadas en las que sólo se permitían monosílabos y las miradas que querían hablar sin que nadie escuchara, hacían que Lucía se sintiera con una permanente sensación de insomnio.

Cuando finalmente el notario le entregó el legajo sellado y dio la copia a la secretaria que la llevaría a la caja fuerte del banco, creyó por un momento que se desmayaría.

Le dieron un vaso de agua y le dijeron que se echara sobre un sofá.

—Lea algo —dijo el viejo—, le hará bien.

Y le pasó el libro con una página marcada.

Era un cuento de Borges. La línea subrayada decía: «Casi inmediatamente, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder

Lucía no retuvo el título de la narración, que le pareció demasiado difícil de entender. Se quedó con la última palabra, porque le hizo pensar en un asunto de lógica del que había escuchado hablar a Miguel en una de sus clases: tertius.

Y presintió de manera confusa que de allí en adelante su vida volvería a ser normal. Y que la normalidad es casi siempre la excepción de la regla.

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Copyright ©Pablo Brito Altamira, 2007
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Fecha de publicaciónFebrero 2008
Colección RSSFabulaciones
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