Por Dios. ¡Pobre Javier! Horrible. Realmente horrible. Va a morir. Fatal e inevitablemente va a morir. Su cuerpo lo encontrarán encobijado, engendrando una vorágine de gusanos, horroroso, descomponiéndose en una especie de sebo que empezará a ponerse negro cuando exude zumo de cadáver. Y su espíritu rondará por las sombras como todos los muertos que andan por ahí tirados. Todo es tan cierto. Ahora se encuentra atado de pies y manos como una res. Lo han amordazado con cinta canela, y confinado en el portaequipaje de un automóvil blanco sin placas, ¿adónde más puede ser conducido sino al matadero? Está sudando, el corazón acelerado. Será cosa de cinco minutos, cinco siglos, los que lleva inmovilizado en ese reducido y sofocante espacio.
Los hombres que van a matarlo hablan de él como si ya hubiera muerto. Hasta la cajuela llegan sus voces amortiguadas por la música de los tigres del norte que en ese momento escuchan en el estéreo del auto. Y Javier conoce bastante bien del oficio de sicario como para no abrigar esperanzas de un pacto o un arreglo que a último minuto logre arrancarlo de las garras de la muerte. Sabe muy bien que a los sujetos que le llevan cautivo les importa un bledo su historia; si es un ciudadano ejemplar o un narcotraficante; si es que carga con alguna culpa o sólo se trata de ajustar ciertas cuentas. Ellos sólo cumplen su cometido. Para eso les pagan.
También deduce que puede tratarse de una cosa: alguien que busca adueñarse de la plaza ha decidido mandar un mensaje tajante a su cuñado Rodolfo, y el hilo siempre se rompe por lo más delgado. Entonces, él deberá ser expulsado del mundo de los vivos, y de un modo ejemplar. Si no fuera así, ya lo hubieran balaceado.
Entonces piensa: podría tratarse de una pesadilla. Sí, una pesadilla, por fuerza tiene que ser una pesadilla. Ahora me hundiré lentamente en esa añosa pileta de aguas turbias. Luego despertaré en mi casa. Piensa, estoy loco, el tiempo no puede haberse detenido; si yo sucumbiera se acabaría el mundo, se rompería el equilibrio de las cosas. Piensa en la infernal labor de los sicarios; en el oscuro poder que pueden ejercer unos cuantos. Piensa en lo frágil que es la vida. ¿Dónde está la verdad? ¿Dónde está la justicia divina? Se echa a llorar, condolido de su desgracia. En ese instante, se odia rencorosamente. Odia su ambición, su estúpido afán de juntar un millón de dólares. Se odia porque, teniéndola tan cerca, no pensó nunca en algo tan abstracto como la muerte.
La oscuridad crece deprisa; envuelve el espacio detrás de sus ojos hasta invadir por completo su mente. No ve, pero sabe que allá afuera, Culiacán palpita exactamente como siempre, ningún cataclismo ha sobrevenido. La noche calurosa de árboles inmóviles precipita a la gente hacia las paradas de los camiones urbanos; quizás ya exprima una tenue llovizna oblicua. Algo le punza en la cintura y le recobra la realidad: la batiente del depósito donde se guarda el gato hidráulico o la llanta de repuesto, o alguien dejó olvidado un recipiente metálico. Una gota resbala lentamente desde la oreja izquierda hacia su mejilla, ¿sudor, sangre?
¡Ave María! En unas horas podría estar muerto. No me arredraría morir de una enfermedad terminal como el cáncer, o víctima de un paro cardiaco. Pero morir de un balazo en la sien, o yugulado como una res, eso es algo que no me cabe en la cabeza. ¿Y por qué oscuros caminos llegué hasta la cajuela de este carro? Si uno lograra cerrar los ojos a la realidad y pudiera borrar el registro de las cosas que pasan. Si uno consiguiera recordar y pudiera evadirse, y soñara por un largo rato.
Cuando salió del pueblo para lo de la universidad, hará la friolera de quince años, pensaba que sería magistrado. Discutiría asuntos importantes con el secretario de la sala. A ver señor fulano de tal, ¿a éste cuántos años de sentencia? Por robo, al desdichado le daría al menos dos o tres años. Bueno, pero antes habría que ver lo de las atenuantes. Vamos a ver. ¿El acusado es pobre? ¿El infeliz robó por hambre? O sería un gran escritor. Por ejemplo, apropiándose de una ficción de Borges, hilvanaría esa idea en la que se invierte el tiempo, se recuerda el porvenir y se ignora, o apenas se presiente, el pasado. Quizá aquel poema del Simurg, el remoto rey de los pájaros, empapado de cierta ambientación local tendría grandes posibilidades. ¿Y por qué no como Juan José Arreola? Y escribiría cuentos hermosos con los que disfrazaría la realidad, girándolos como en Las mil y una noches. Algo así pensaba mientras permanecía sentado en un rincón del salón de clase, tratando de pasar inadvertido. Y es que en aquel entonces le avergonzaba que los maestros le preguntaran: ¿Javier, de qué pueblo eres? Sin indagar antes si era de Culiacán. También le mortificaba que Yolanda le viera los zapatos rotos y sus camisas casi diluidas por el uso continuo.
Casi todos los días, al salir de la Universidad, Javier y Yolanda se iban caminando hasta la biblioteca de Difocur, ya para entregar o para pedir prestado un libro, pues los unía el amor por la lectura. Se detenían con frecuencia a contemplar los viejos caserones abandonados invadidos de humedad, de guijarros cubiertos de musgo y grama; con sus patios espesos de sombra de las buganvilias. Y esas imágenes a Javier lo entristecían. Sabía que en esas casas vivieron hombres honorables que le dieron al valle de Culiacán un sentido, una costumbre, un modo de ser y de vivir honestamente. Y aunque no aprobaba que el ejército barriera con los habitantes de la sierra —de donde él y su madre salieron huyendo después de la trágica muerte de su padre en un lío de faldas—, intuía que alguna razón había para que infatigables helicópteros artillados sobrevolaran la sierra, echando defoliantes sobre los plantíos de cannabis y amapola. ¿Que Culiacán era un campo de batalla donde se combatía ferozmente? Bueno, es que el gobierno es corrupto y no deja a la gente trabajar en paz, decía Yolanda. Cada uno debe hacer lo que le dé la regalada gana, añadía. Y es que por todos era sabido que su hermano Rodolfo andaba metido en negocios turbios. Y de eso, ella hacía alarde. Rodolfo era su héroe, todo un personaje que conocía por su nombre a los ídolos de la juventud: los lugartenientes y capos de la droga. Como si fuera una gran cosa el que su hermano se relacionara y se hablara de tú con la gente ligada al narcotráfico. Y no había quien le metiera en la cabeza que en esa manera de pensar, en esa idealización de los villanos estaba la raíz del vicio de toda una raza.
En aquel tiempo, Culiacán era una ciudad gris y opaca a los ojos de Javier; demasiado grande y calurosa. Las calles tenían un cariz entenebrecido y violento por las continuas balaceras que armaban los narcotraficantes en su encarnizada disputa con el gobierno, y entre ellos mismos para hacerse del control de la plaza. Lejos habían quedado aquellos tiempos de paz, cuando don Lalo Fernández, la cabeza visible de los recolectores de goma, había logrado mantener la quietud propicia para los grandes negocios. Y es que la lucha emprendida por el ejército en contra de los cultivadores de mariguana y amapola sólo apaciguó los ánimos por un tiempo muy corto y provocó que surgiera otra camada de jóvenes violentos formados en las comunidades rurales. Ahí donde prevalecía la ley del más fuerte y se mataba por una mala mirada.
Si uno consiguiera divagar y pudiera evadirse; si se pudiera urdir en el tiempo para rehacer, como en un cuento, toda una vida.
¡OH!, BELLA YOLANDA
En la ciudad del dios Coltzin había una vez un joven estudiante de ojos negros llamado Javier. Era pobre y vivía con su madre en una humilde casa, y soñaba con llegar a ser magistrado o un grande de las letras.
Cierto día, al salir de su casa observó que de una hermosa mansión asomaba una muchacha esbelta como una vara, de ojos claros y rostro luminoso, de pechos erguidos como granadas. Entonces admiró su hermosura, su belleza, la armonía de sus formas, y sintió un gran amor por ella.
A la mañana siguiente pasó por ahí nuevamente con la intención de verle y desearle los buenos días. Pero la muchacha, al ver su modesta vestimenta, lo rechazó con una amable sonrisa. Apenas se acercó él, le preguntó: ¿De qué lejano lugar vienes y qué es lo que vendes, humilde forastero? Javier se marchó de ahí llorando lleno de angustia.
A la sazón, Javier comprendió que la bella joven era de alto linaje y que mientras viviera en la pobreza no podría aspirar a conquistarla. Pero su corazón ardía en llamas. Enfermo de amor no estudiaba, no comía, no saboreaba el sueño. Su madre lo descubrió desde antes de que se lo contara, porque el joven se pasaba las noches en vela dando vueltas en la cama, perdió el habla. Tú sabes muy bien que somos pobres, le dijo. Esa mujer aguarda riquezas, jamás dejaría su medio de vida.
Oídas las palabras de su madre, y al hallar en ellas mucha sabiduría, Javier se levantó y salió. Vendió la casa y rentó otra. Y con el dinero obtenido compró muchas riquezas, las embarcó y partió en busca de su fortuna.
Y allá va Javier, en una larga travesía, con el estandarte del amor enarbolado. Con el viento a favor, el destino lo llevó a una ciudad de altas casas. Desembarcó con supremo sigilo su valiosa carga, pues venderla en ese país estaba prohibido. Así que primero fue y rentó una bodega, y cuando por fin logró almacenar su riqueza se le llenó el corazón de alegría.
Una vez instalado, se dirigió al mercado y vendió todo a precio cuadruplicado. Cuando juntó una gran suma regresó con su madre y compró una casa enorme y lujosa.
Pues total que, conociendo el camino, se dedicó a enviar más embarques valiéndose de socios y amigos. Y llevó una vida tranquila y feliz.
Pasaron los meses, y al cabo del tiempo soñó con aquella hermosa muchacha. Comprendió que su amor fue lo que le indujo a lograr su fortuna, y sintiendo un gran impulso se dirigió al mercado a comprar obsequios preciosos para halagar a su amada. Su madre le preguntó la razón de que comprara tantas cosas bellas. Madre, he decidido casarme con el amor de mi vida: aquella hermosa jovencita que despertó mi ambición, contestó Javier. Bien, pero antes quiero que sepas una cosa, le advirtió su madre. Esa mujer es hermana de Rodolfo, el rey de los contrabandistas.
Tras oír a su madre, Javier se atavió como un príncipe, tomó los hermosos presentes y fue a la fastuosa mansión en donde vivía la muchacha en compañía de su hermano. Llamó y le atendió un sirviente que lo llevó ante Rodolfo, quien le interrogó sobre los presentes que traía. Confesó que estaba enamorado de su hermana, y que para pedir su mano y ganar su amor eran tan hermosos regalos.
El rey de los contrabandistas, antes de mandar llamar a su hermana, le hizo jurar obediencia. Soy tu esclavo y tu siervo, replicó Javier. Estoy vencido pues mi cuerpo ha caído enfermo de amor por ella, añadió.
Al presentarse ante ellos la hermosa Yolanda —que así se llamaba la muchacha—, sus ojos no vieron nunca una visión tan deslumbrante. Javier sintió que sus ojos se nublaban al maravillarse ante tanta belleza, su corazón latía con fuerza y sus entrañas se encogían. Hubiera querido lanzar un grito de alegría pero supo contenerse. La había vuelto a ver en sueños pero nada era comparable a tenerla ante sí.
¡Oh!, hermosa Yolanda. Tú, que me impulsaste a buscar la riqueza sin siquiera saberlo. Tú, de rostro gracioso, que me has hecho arriesgar la vida y me enseñaste a distinguir lo abundante de lo escaso, ten compasión de este enamorado.
Tras oírlo terminar sus palabras y ver la aprobación en los ojos de su hermano, Yolanda le cogió la mano, la estrechó, y le dijo entonces: ¡Sí, sea! Que el destino nos lleve a buen fin.
Al cabo de un mes se casaron. Y vivieron felices en la abundancia.
Javier no ha rebasado los cuarenta años. No tiene hijos. Y fuera de la relación tan estrecha que mantiene con su madre, la unión con su esposa Yolanda es el eje de su vida. Pero sus recuerdos parecen ahora los fragmentos despedazados de un sueño; imágenes fugaces que destellan en un cerebro exacerbado por la cercanía de la muerte. ¿Adónde irán a parar todos esos momentos después de que se ha muerto? ¿Dónde quedará todo aquello que se ha vivido? Los años de su infancia y adolescencia en el pueblo; su juventud en Culiacán, donde dejó inconclusa su carrera de abogado (pues abandonó los estudios cuando le entró la urgencia por hacerse de un patrimonio para casarse, y terminó manejando la fachada legal de los negocios de su cuñado Rodolfo). ¿La muerte será como hundirse en una pileta de aguas turbias como en sus pesadillas de la adolescencia?
El calor comienza a hacerse insoportable en el interior de la cajuela. El sudor cubre su frente y se extiende a los ojos obligándole a mantenerlos cerrados. Debido a la humedad, la cinta canela se despegó de sus labios. Su lengua percibe entonces una combinación de sudor, sangre y lagrimas. Al moverse, el objeto punzante situado bajo su cintura se le encaja dolorosamente. Van a alta velocidad. Reconoce los baches y saca cuentas. Vamos rumbo a la salida sur. Quizás al Salado o a la Laguna Colorada.
Algo debe, habrá pensado más de alguno de los que presenciaron la escena cuando fue violentamente arrancado del interior de su vehículo. Eran las diez o las diez y media. La noche aún era joven para Javier. Aunque no lo era tanto para aquellos rezagados que a esa hora trajinaban por las calles del centro: albañiles renegridos de sol, correosos y famélicos despoblando las cantinas; plomeros, cajeras de supermercado, jóvenes universitarios del turno nocturno. Todos ellos, precipitándose hacia las paradas de los camiones urbanos con el propósito de no perder la última salida, parecían los encargados de entregar la plaza a los predadores nocturnos: a las prostitutas y a sus clientes, los borrachos insomnes empachados de coca; a los rateros y a sus compinches los puchadores de grifa; a la horda de pordioseros andrajosos que aprovechaban la noche para pepenar en los depósitos de basura del mercado Garmendia. Iba dueño de la calle, manejando distraído su camioneta Lobo del año, el brazo recargado en el marco de la ventanilla abierta, el estéreo a todo volumen con la música de la banda y su cuartito de Pacífico helada en el portacerveza.
La perspectiva de no ser visto por los transeúntes lo desanimó a subir las ventanillas ahumadas para encender el aire acondicionado. Avanzó a lo largo de la calle, esquivando el tropel de gente apresurada.
La camioneta avanzó por el centro. En una esquina, Javier descubrió a la hija de don Goño, el de la tienda. ¡María Purísima! La minifalda de la pobre gorda no deja nada a la imaginación. Pobre, parece suripanta. ¿Qué será peor? Quisiera saber. ¿Gorda pobre o prieto feo? Feo, pobre y gordo ha de ser. Eso debe de ser lo peor. Como ese gordo prieto que estaba sirviendo ayer en la cantina. Eran nalgas postizas lo que traía. Ha de ser muy dura esa vida. Trabajar de mesero. Aguantar tanto borracho. Y luego sudar la gota gorda para mantener el vicio de algún vividor.
¡Cristo vive! Arrepiéntanse pecadores. En la esquina, en la parada del camión, un hombre rezaba acompañándose de una maltrecha grabadora. Lo vio. De su cuello colgaba una extraña maraña de escapularios. Daba gracias a todo pulmón. Baboso. ¿Quisiera saber qué es lo que agradece? De seguro su miserable vida. Tres mujeres de aspecto indigente, Biblia en mano, faldas largas, pelo encanecido, le consolaban ante la indiferencia de la gente. Pasó lentamente y levantó la mano. Ellos levantaron los ojos. Y con todo, hay algo luminoso dentro de esas miradas oscuras. Por sus frutos los conoceréis. ¿No dan ellos mejores frutos que muchos de los que nos decimos católicos? Pero haberse visto. A estas horas. Alguien tendría que protestar por tanta infamia. ¿Quién les meterá ideas en la cabeza? Un vividor debe de haber detrás de ellos. No, no se mueven solos. Alguno picándoles el amor propio. Un muchacho moreno pidió a otro, ¿un cigarro? Quizás una moneda para pagar el camión porque se está despidiendo. Una bella presencia caminaba sobre la banqueta. ¡Mamacita! ¿Me sonrió? La siguió con la mirada. La cintura desnuda, el ombligo al aire le impidió recibir completa la invitación de esa sonrisa. Se perdió entre los frentes de las tiendas. Ahí estaba el vidente. Invariable en su jaguayana y bermudas, adelantaba su barba gris contemplando absorto esa otra belleza que desfilaba. Ido de la cabeza. Conseguía espacios en revistas. Literato o algo así. Todos terminan locos.
Desde la esquina, frente al banco, los remates en los aparadores. Bajísimos pagos casi regalados. Dos sombrerudos con sus botas de falsa piel de avestruz relucían sus calvas. Están de moda. Está de moda raparse para parecer narco, como el cantante ese. Hay que ser güey para creérselo. No saben cómo está el bisnes. ¿Cómo se dice? Bu-si-ness, con doble ese, creo.
Atrás quedó el mercado. Siguió avanzando a lo largo de la calle Rubí. Dio vuelta en el bulevar Madero hacia el lado de la Obregón. Dos borrachos pasaron tambaleándose.
De repente, un automóvil Neón blanco sin placas lo rebasó y le tapó el paso. Al frenar bruscamente, la camioneta se fue derrapando hasta detenerse con un golpe leve en la defensa del auto imprudente. Javier observó una extraña calcomanía en el vidrio trasero. «Shit happens.» ¿Quién nos meterá todas esas cosas en la cabeza? Que necedad la de imitar a los gringos. Sentirnos parte de su estúpida cultura. También pensó en bajarse a reprender al conductor idiota. Pero un segundo vehículo lo sorprendió con un empujón que terminó encajonándolo contra el auto parado delante. Al verse atascado, Javier quedó desconcertado por unos segundos. Y un sujeto corpulento, seguramente salido desde atrás, revólver en mano se encargó de sacarlo de su letargo; abrió la puerta de golpe y le dio un cachazo en la oreja izquierda.
—¡Bájate hijo e la...!
Instantes después eran tres los que se aglomeraban a su lado jaloneándolo. Y un cuarto individuo abrió la puerta izquierda —que estaba sin seguro—, ágilmente se introdujo en la camioneta y de una patada lo empujó hacia fuera. Los otros tres, sosteniéndolo de las extremidades, lo llevaron hacia el Neón blanco que ya estaba con la cajuela abierta y lo lanzaron dentro del reducido espacio como a un fardo. Y en el trayecto todavía se dieron el gusto de patearle las costillas como para dejar en claro de qué lado estaba la fuerza.
Esa mala costumbre de no poner los seguros. Y no haber tenido una reacción rápida al advertir lo extraño del hecho de que un desconocido te obstruya el paso. Si hubiera estado más alerta ahora estaría huyendo por las calles o parado en una esquina reponiéndose del susto. Pero es que la comodidad y la buena vida lo vuelven a uno tan confiado.
En la cajuela, ya convertido en bulto, en cuestión de segundos los sicarios le ligaron las extremidades y le amordazaron con cinta canela. La puerta se cerró con un ruido atronador, y Javier sintió que una cortina caía, que muy poco restaba de este mundo: entraba en escena en el primer acto de su muerte.
Quedó hecho un ovillo en la oscuridad del portaequipaje. Pensó: Mi cara podría estar descolorida y plomiza, podría tener ojeras oscuras. Pensó: Cuando la ministerial llegue a recoger mi camioneta nadie habrá visto ni oído nada.
Ahora sus manos atadas a la altura de los glúteos empiezan a cosquillearle anunciando el instante previo en que se entumirá toda la extensión de sus brazos. La sensación se intensifica en los pulgares que sacude violentamente tratando de irrigarlos con el movimiento. Además, tiene las rodillas algo encogidas en una posición difícil y el ángulo de sus hombros está en desacuerdo con la posición de su espalda.
Se endereza suavemente, intentando que su movimiento pase desapercibido a los que van en los asientos traseros del carro. Pero el codo izquierdo queda rozando el recipiente metálico.
Pero está vivo, ¿y no dice el dicho que mientras hay vida hay esperanza? La cabeza le da de golpe en el techo de la cajuela, y con la humedad en su oreja, ahí donde le dieron el cachazo con el arma, viene la certidumbre de que ahora dejan el asfalto y toman un camino de terracería. Alcanza a oír, como en sordina, que en el estéreo del auto suena un corrido de los Tigres del Norte.
Gasolina. Huele a gasolina. La oscuridad, el traqueteo y el entumecimiento de sus miembros parece que no es lo peor. ¿Para qué quieren la gasolina? El guiso. La palabra irrumpe —aterradora— en su cabeza. Sí, ahora lo recuerda. Los meten en un tambo y los bañan con gasolina. Muerte terrible.
Ellos son crueles, siniestros y de sangre fría. Así decía la nota del diario norteamericano que reprodujo la prensa local. Se acuerda. Un video enviado al diario muestra a cuatro presuntos miembros del cártel del Golfo. En la imagen aparecen los cuatro individuos ensangrentados y con señales de torturas. Los tienen sentados en el suelo de lo que parece ser la sala de una casa abandonada, las manos atadas, atrás de ellos una cortina formada con bolsas negras de basura.
Y acicateados por varios interrogadores que no se ven, narran fríamente como hacían valer los designios de la organización narcotraficante: los enemigos son secuestrados, torturados y asesinados con un disparo a la cabeza y sus cuerpos quemados hasta ser convertidos en cenizas.
Cómo no va a recordarlo. Buscó el video en Internet. Después de las confesiones, se observa una mano cubierta con un guante negro que empuña una pistola de nueve milímetros y dispara un balazo en la cabeza de uno de ellos. Y en la versión sin editar que fue difundida por el Universal, el video muestra el momento en que después del balazo en la sien, los ojos del individuo se convierten de pronto en dos charcos oscuros, y el cuerpo laxo, se va recostando de espalda hasta quedar tendido sin vida. La imagen final es un largo hilo de sangre que escurre por uno de los oídos del asesinado.
Javier trata de apartar de su mente esos pensamientos. Quiere, de algún modo, escapar de esa verdad dolorosa en donde, confinado en la cajuela de un auto, aguarda a la muerte como algo tangible e inevitable. Cavila en lo que será de su madre, de su esposa Yolanda, seguramente a estas horas ya están dormidas.
Por Dios, qué noche tan extraña. Cierra los ojos, aprieta los párpados aunque la oscuridad ya es total, y un recuerdo vertiginoso penetra en la eternidad de ese instante insondable. Recuerda que allá por los años de su infancia en el pueblo, cada vez que llovía, su madre cubría con sábanas los espejos de la casa porque los reflejos atraían a las centellas. Entonces, él se la pasaba sentado en su cuarto, tiritando de miedo. Contemplando el bastidor envuelto en la sábana, imaginaba una caja mortuoria cubierta de blanco; imaginaba un pórtico cerrado, una suerte de panteón donde moraban las almas de los muertos. Por ejemplo, la de aquel muchacho que mataron en un día domingo. Lo vio dos veces después de muerto. La primera vez fue cuando lo acomodaron debajo del cobertizo de la tienda de abarrotes, su rostro estaba lívido. Y ese día lluvioso cuando todos se fueron a enterrarlo, él se quedó encerrado en su cuarto, solo frente al espejo envuelto. En un extraño impulso, se bajó de la cama y levantó un borde de la sábana para asomarse dentro del espejo empañado. La tierra color castaño, húmeda, comenzó a verse en el agujero. Todo lo descubrió por breves instantes: del otro lado moran ellos; todo lo que ha muerto está ahí. El muchacho, pálido y marchito, apoyado sobre un montón de tierra acariciaba su corona de flores. Los enterradores no lo veían, se ponían sus sombreros y se llevaban las palas llenas de tierra al hombro para retirarse. El muchacho, viéndolos alejarse, colocó una flor en su mano libre y les dio las gracias en silencio. Entonces decidió levantar por completo esa sábana, y pasaría incólume hacia la inmortalidad, como una sombra. Pero en aquel momento retumbó un trueno. Y fue más grande el miedo.
Se han detenido. Escucha los cuatro portazos. Qué raro. Clarito escuchó el estruendo de los disparos. Y no vio, más bien sintió cómo las balas penetraban en la carrocería. Pero en el interior de la cajuela, por alguna extraña razón, todo perece haberse detenido. El mundo ahora está quieto y mudo como la gota que perdura inmóvil en su mejilla. El universo físico se desdobla.
Acaba de salir de clases. En el Culiacán gris y opaco de su juventud, Javier se encuentra solo, suspendido ante una vieja casona abandonada. Al fondo, las sombras se esparcen en el húmedo patio cubierto de guijarros musgosos. Se introduce lentamente hacia el fondo del fresco patio y se recarga en la pared, bajo la sombra de una buganvilia. Un pichón vuela desde una ventana cubierta de hiedra perdiéndose en el cielo.
De repente, un golpe de realidad lo deslumbra. Sus sentidos parecen más fuertes. Fibras, el aire se compone de finas y perceptibles fibras. Hay olores de todos lados. Y es una gota de rocío la que espera caer desde su mejilla izquierda.
Con angustia, con alivio comprende que realmente está sobre un montículo de terrones húmedos; que no está soñando. Por eso en su ánimo converge la sorpresa, el miedo y la alegría.
Copyright © | Moisés Sandoval Calderón, 2007 |
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Fecha de publicación | Abril 2008 |
Colección | El tiempo recuperado |
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