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Una historia de barrio

Bob T. Morrison
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaHostafrancs, Barcelona

Tengo trece años y la policía quiere interrogarme de nuevo en relación con la niña asesinada. Llamaron ayer mientras cenábamos: atendió papá. Mamá se levantó, retiró los platos de la mesa y fue a la cocina a gimotear. Hace unos días que llora por cualquier tontería; le saltan las lágrimas a borbotones. No sé cómo puede resistirlo, ¡llorar con este calor! Cuando papá volvió, pinchó una patata cocida y la masticó con calma. Al cabo de un rato, me dijo que el comisario Barrios deseaba que fuese a la Jefatura a firmar la declaración. Mamá debió de oírlo, porque empezó a hipar. Vimos la tele en silencio.

Al ser sábado no tenía mucho por hacer y el calor era insoportable. Abrí el balcón: el aire estaba muerto y caliente, como si una burbuja de bochorno hubiese estallado sobre el barrio desparramando una pegajosa calima. Bajo un cielo blanquecino de polución y una atmósfera cargada por el olor dulzón de las verduras del mercado, un arco iris de ropa tendida en precarios patios, marañas de cables, antenas, ventanucos de lavabos o cocinas, desagües ajados, tejados de uralita, fachadas con grandes cercos de humedad, macetas con flores atrofiadas y el zureo constante de las palomas en las cornisas, completaban el paisaje.

Mamá se empeñó en que usara la ropa de los domingos: una camisa blanca de mangas cortas, pantalones azules y zapatos de charol. Me sentía ridículo, pero no protesté. No quería oír una nueva retahíla sobre la buena impresión que debía causar y otras zarandajas.

Salí de casa. En la calle estaba René, el dueño de la tienda de pesca, trasteando el motor de una roñosa DKW, con los bajos rojos de óxido. Sacó la cabeza de debajo del capó y logró enderezarse llevándose las manos a los riñones: tenía el rostro de color ceniza y el pelo entrecano, revuelto como un estropajo usado. Llevaba un grasiento mono de faena de lienzo azul. Sonrió y echó el cuello hacia atrás. Me hizo un gesto con la mano a modo de saludo, que devolví, y luego miré para otro lado. Me extrañó no ver a los chiquillos correteando de aquí para allá pateando un balón, mamás vociferando desde las ventanas, apoyadas en el quicio de la puerta o baldeando la acera con agua jabonosa, vestidas con anchas y floreadas batas, con el pelo caracoleado por los rulos. Ahora sólo había coches aparcados y gatos. Más gatos que coches y un calor que se adhería a la piel.

René chistó entre dientes y levantó la mano por encima del hombro, gesticulando para que me acercara. Lo hice de mala gana: no deseaba hablar con nadie. Crucé la calle y volteé el auto. Junto a una de las ruedas vi extendida una manta hecha trizas, repleta de piezas herrumbrosas.

—¿Sabes si tu padre tiene una llave de tubo del doce? —preguntó y continuó limpiando una pieza cilíndrica con limas en los cantos. Con la uña arrancó un grumo de grasa seca y marcó el artilugio con tiza, dejándolo sobre la manta, al lado de una tuerca muy gruesa.

Levanté los hombros y quedé pensativo, mirando el motor. Aquel amasijo de arandelas, piñones, manguitos, bielas y cojinetes no tenía sentido para mí.

—Igual que ésa pero más grande —dijo sujetando una cánula ante mis narices—. Necesito desmontar el cárter —añadió, señalando las tripas del motor.

Eché un vistazo cual si fuera un auténtico experto, mientras René hablaba no sé qué del cigüeñal y la junta de la culata. Balanceé la cabeza y fruncí el ceño, como si supiera de qué iba todo aquello. En el barrio todo el mundo es muy mañoso con los motores y los hombres siempre andan hablando de cilindros, rectificadores, coronas, platinos. Para según qué cosas soy muy torpe y la mecánica no es mi fuerte.

Le dije que hablaría con papá en cuanto volviese del trabajo. Quedó satisfecho y conversamos acerca del calor. Odio hablar del tiempo cuando no sé qué decir.

—Es triste que haya sucedido una cosa así —afirmó de pronto, pasándose el brazo por la frente. Tenía el rostro surcado de arrugas y unos ojos oscuros que me miraban con poca simpatía.

Asentí con lentitud y me mordí el labio inferior, como si estuviera meditando. Sabía que hablaba de la chica que habían encontrado muerta en el interior de la vieja fábrica de porcelana. Desde unos días atrás, era el único tema en el barrio.

—Qué pena —añadió—, ¿tú no viste nada? Fuiste el último que... —y chasqueó la lengua.

Tuve la impresión de que esperaba que dijese algo. Quería oírlo de mis labios, conocer mis sentimientos respecto a la tragedia. Según la policía, yo era la última persona que la vio con vida.

Dije que tenía que ir a cumplir con un recado y le di la espalda. Presentí que estaba observándome. Presuroso, cambié de acera y giré a la derecha. No sabía adónde ir. Todo estaba demasiado cerca. Vivimos amontonados. Pasé frente a la parroquia, la pollería, el colmado, un Rápido, la mercería, el 1X2 y, llegué a la esquina del mercado, en donde los camiones estacionaban en doble y triple fila. Unos hombres fornidos envueltos en batas blancas y con la cabeza cubierta por una caperuza del mismo color, descargaban enormes piezas de vaca separadas en canal y con el tronco vacío, dejando a la vista las sanguinolentas costillas. Torcí a la izquierda y bajé por una callejuela en forma de embudo, deteniéndome ante los amarillentos escaparates.

Disponía de mucho tiempo. En esa parte de la ciudad no hay parques, ni columpios, ni toboganes, ni jardines, ni siquiera semáforos. Sólo fachadas de un color gris sucio, repletas de parches de hormigón y grandes redondeles de humedad. Por las ventanas abiertas escuchaba la misma emisora de radio y olía a la misma comida. Retrocedí. El camión de los cárnicos se puso en marcha despidiendo un fuerte olor a gasolina; sentí un mareo. Tenía los nervios desquiciados. Apoyé la mano en la pared y doblé el cuerpo: vomité bilis. Respiré hondo y lento por la boca, aguantando el aire en los pulmones y expulsándolo por la nariz. Bajé hasta la carbonera, crucé la carretera por el paso elevado y subí la empinadísima calle México hasta una explanada de tierra roja y ocre, con cúmulos de hojas secas y socavones como cráteres, rodeada de moribundos plataneros y farolas rotas a pedradas. De algunos pequeños parterres mustios repletos de maleza, de forma octagonal, sobresalían unas palmeras agonizantes. Era un enorme paisaje lunar que un concejal optimista decidió convertir en un parque, aunque el tiempo lo transformó en un enorme barrizal. Me senté en uno de los pocos bancos que aún quedaban en pie, cerca de la medianera de revoque resquebrajado que rodeaba la antigua fábrica. La monumental puerta de medio arco estaba cerrada por una verja de barrotes gruesos terminados en punta, asemejándose a un conjunto de lanzas. La policía había tendido por el perímetro retazos de cinta amarilla que colgaba del enrejado con las palabras policía no pasar, impresas en negro. Apoyé los codos sobre las rodillas y cubrí mi cara con ambas manos; luego las retiré despacio, dejando resbalar los dedos por mis mejillas.

—Cuéntamelo todo, muchacho —trató de convencerme el comisario Barrios.

El sol rebotaba en la tapia como un pelotazo. Una altísima chimenea partía en dos el horizonte.

El despacho del comisario Barrios estaba en el primer piso de la alcaldía, un mamotreto de edificio de grandes arcos con un vestíbulo grande y oscuro y una escalinata de peldaños ajados con una barandilla de hierro forjado. La oficina era un mugriento cuartucho pintado de verde macilento con una estantería atestada de carpetas, una mesa grande y roñosa, repleta de envoltorios de pastelitos azucarados y vasos de plástico con restos de café. Un viejo ventilador de aspas mantenía el polvo suspendido en el aire. En una esquina, una desastrada bandera de España rendía honores a una descomunal foto de Franco y un crucifijo del mismo tamaño. Olía a moho y a meado de gato, como si poco antes de que yo entrara hubiese vomitado alguien. Estaba muy nervioso: cosas así acojonan a cualquiera. Mis padres estaban presentes, sentados en un rincón.

El comisario Barrios es un tipo grandote, con el pelo cortado al cepillo, cara oronda y barriga pronunciada, con enormes bolsas bajo los ojos y una papada que parece la prolongación de sus mejillas. Vestía una americana de color castaño con cercos oscuros en las axilas, camisa blanca arrugada y una horrorosa corbata a rayas, con el nudo flojo. Del bolsillo de la pechera sacó unas gafas de medio arco, les echó el aliento y las limpió a conciencia. Las acomodó sobre su nariz, abrió un cartapacio y hojeó unos papeles.

Durante el interrogatorio —él lo llama entrevista quitándole hierro al asunto— se comporta como un auténtico pelmazo. Repite una y otra vez las mismas preguntas, de diferente forma, como si deseara desviar mi atención para que cometiera alguna incoherencia. Otras veces intenta hacerse el simpático para que confíe en él y me mortifica con preguntas sobre la escuela, los estudios, si tengo novia, si me gusta jugar a esto o aquello, y acerca de mis padres. A papá y a mamá les daría un ataque si empezara a contar su vida privada. A veces estoy tentado con dar la lata.

Suelo responder moviendo la cabeza, levantando los hombros o con simples monosílabos al tiempo que entorno los ojos mirando el techo y respiro hondo, fingiendo que estoy considerando los hechos. Lo aprendí de una película que echaron hace tiempo en el cine. No recuerdo el título, pero trata de un hombre que es acusado del asesinato de su mujer. Él lo niega y alega que estaba solo, no sé dónde. La cuestión es que lo detienen, lo juzgan, lo condenan y lo fríen en la silla eléctrica. Al final de la película descubren que era inocente y que el asesino es el juez que tenía un asunto con la mujer. Eso sí que es una putada.

—Repasemos los hechos otra vez —dice, alzando la regordeta mano moteada de manchas de vejez.

Eso jode mucho. Repetir las cosas porque sí, sin ningún sentido. No soy nada hablador. De pequeño las palabras barbotaban en mi paladar y tenía que esforzarme mucho en llevar una conversación coherente. Aún ahora, leer en voz alta es un suplicio. Una vez, los profesores llamaron a mis padres para una reunión. Supongo que pensarían que era retrasado o algo parecido, como si para ser inteligente uno tuviera que ser un rapsoda. La cuestión es que me llevaron al médico para someterme a un montón de pruebas. Lo pasé muy mal. Recibí pinchazos por todos lados. Traté de vomitar sobre el doctor, pero el muy cabrón se apartó a tiempo. Era uno de esos tíos campechanos que despedía gracia por todos lados, aunque cuando estuve dos minutos a solas con él pude darme cuenta de que era un lerdo de padre y señor mío. No lo soportaba. En fin, tras cientos de idas y venidas del hospital y un montón de tiempo perdido en salas de espera, llegaron a la conclusión de que soy disléxico. ¡Me sacaron diez litros de sangre para decirme eso! Los ojos de mi madre se convirtieron en dos grifos cuando el doctor le dio la noticia. También yo pensé que iba a morirme hasta que nos explicó qué era eso.

La verdad es que tampoco hay mucho por decir: odio hablar de mí. Si tuviera la oportunidad me haría pasar por sordomudo y quien desease decirme algo tendría que escribirlo en un papel y enseñármelo; ¡uf!, cansa hablar. Además, el comisario no cree ni una palabra de lo que digo. Lo comprendo. Mi cara genera desconfianza y dureza. Tengo la mandíbula cuadrada, con el hueso muy marcado en la piel y la barbilla partida en dos. Esto provoca un aspecto huraño y, desde el primer momento, el comisario Barrios receló de mí. El pobre no es ninguna lumbrera y, a veces, como una nueva táctica psicológica, abalanza el cuerpo apoyando los codos sobre la mesa, frunce el ceño y se queda mirándome un largo rato con aquellos ojos congestionados, hundidos en los abultados párpados y la cara marcada por una mezcolanza de tonalidades rojas y negras.

—Tú fuiste el último en verla —aseguró mientras miles de venitas le aparecían hinchadas alrededor de la nariz. Si uno lo piensa un poco, el pobre da bastante asco.

—Veamos —continúa entrelazando los dedos—: ¿dónde viste a Sara la última vez?

Es una de sus preguntas favoritas y quiere que lo cuente de nuevo. Estoy un poco harto y lo hago notar resoplando. Además, me interrumpe sin tregua para hacerme preguntas contradictorias, o que no vienen al caso. Supongo que son tretas aprendidas en la academia de policía para intentar confundirme. Los polis mienten más que Pinocho.

—¿No notaste nada extraño? —preguntó, abriendo y cerrando un cajón.

Negué con la cabeza.

—Vivíais cerca —afirmó.

Aspiró la saliva entre los dientes mirándome con rabia: los ojos le brillaban febriles.

El tío lograba ponerme enfermo.

Sí. La conocía. Su nombre era Sara Ibáñez, tenía dos años menos que yo y vivía en el barrio. Tenía el pelo largo y negro, la cara limpia y los ojos tranquilos. Sonreía a menudo, echando el cuello para atrás y enseñando los dientes en forma de corazón mientras que la blusa perfilaba unas tetas pesadas y tersas. Estaba muy desarrollada para su edad. A veces volvíamos juntos de la escuela. La última vez que la vi fue la tarde del martes. Nos encontramos en el vestíbulo del instituto. Comentó que se había torcido un tobillo, que le dolía a horrores y no asistiría a clase de gimnasia. Quiso saber si la esperaría. Le miré descaradamente el escote y dudé un instante: tenía clase de religión con el padre Fabregat y había hecho novillos la última semana. Estaba seguro de que a Dios no le importaría que lo cambiara por un par de tetas; además, la auténtica absolución ha de venir de los hombres. La redención de Dios la puedo conseguir segundos antes de mi muerte... o eso dice papá.

Acepté y ella desapareció por el pasillo. Tomé asiento en un banco de metal, frente a la secretaría y eché un vistazo al reloj: eran las cinco y diez. No tardó en volver. En la calle hacía fresco y el sol no atisbaba por ningún lado. De su cartera sacó un jersey azul y lo puso sobre sus hombros. Dimos una vuelta por el barrio y, al llegar a la altura de los billares dijo:

—Te invito a una partida de futbolín —y echó a correr.

Era un local grande y ancho que olía a humo. Al fondo, las mesas de paño verde estaban iluminadas por fluorescentes cubiertos por capirotes, que colgaban del techo con largas cadenas.

—¿Os vio alguien? —siguió preguntando el comisario Barrios, sacándome de mis recuerdos.

Fingí pensar y balanceé la cabeza, negando. Alrededor de las mesas de billar sólo había unos viejos en mangas de camisa, sentados en sillas muy altas de madera, envueltos en una nube blanca de tabaco y con las manos en los bolsillos, sacándolas sólo para dejar un fajo de billetes en los pasamanos de la banda. Dos hombres, taco en mano, vestidos con un chaleco de sastre y el ceño fruncido, volteaban una y otra vez la mesa sin sacar el ojo de la bola roja.

Sara dejó la cartera junto a la pared, rebuscó con nerviosismo en los bolsillos de la falda y sacó una moneda: la puso en la ranura y pulsó el botón. Durante unos segundos escuchamos un tintinear y un golpe, seco como un hachazo. Las bolas se deslizaron con estrépito. Las contamos: eran nueve. Cogió una, dobló la muñeca, la golpeó dos veces contra el borde de la madera y la lanzó con fuerza al centro.

—¿A qué hora salisteis de los billares? —preguntó el comisario Barrios y, de entre una pila de papeles, extrajo uno y lo leyó en silencio, arrugando los pliegues de la frente, como si le costase un notable esfuerzo entender lo que estaba escrito.

Me mordí el labio inferior.

—No tenía ni idea de la hora; el cielo era una bóveda oscura como la pizarra. Bajamos la calle hasta la carbonera y nos desviamos por el atajo, un sendero guijarroso y repleto de socavones que desembocaba en una plaza de tierra roja y ocre, rodeada de moribundos plataneros. La acompañé hasta la esquina, donde la medianera se convierte en una reja alta, de trefilado grueso y entrecruzado. Sara vivía al otro extremo de la calle, detrás de las torres de regulación de agua, en una casa grande y gris, de cornisa sinuosa y balcones ondulados con barandas de hierro forjado. Esa fue la última vez que la vi.

Me levanté del banco empapado en sudor. Ahora todo parecía muy lejos, como una turbia visión, una sucesión de imágenes confusas carentes de toda lógica. Eché un vistazo al reloj. Aún tenía tiempo. Intenté serenarme. Sólo debía firmar una declaración pasada a máquina. Original y dos copias. Un mero trámite.

Me acerqué hasta la verja que franqueaba la entrada. La vieja fábrica de porcelana era un extenso recinto delimitado por un muro y reforzado por una especie de enrejado. Constaba de un destartalado edificio central de ladrillo, con grandes ventanas verticales, los cristales rotos y los travesaños hechos añicos y, en cuyos extremos, había cuerpos bajos destinados a oficinas. Los alrededores estaban ocupados por series de naves adosadas medio derruidas, separadas por calles sin adoquinar, con raíles semienterrados y parte de un antiguo tendido eléctrico, piezas de vagonetas, herrumbrosos carteles indicativos con las palabras refractario, secadero, laminador, rotuladas a mano; montañas de viejos neumáticos, voladizos para la descarga, restos de neveras, somieres y sofás desvencijados, estufas de petróleo, porta-carriles elevados, tazas de váter, paraguas con las varillas rotas y la tela rasgada, contenedores y toda clase de hierros oxidados. Era un gran almacén de chatarra. Al fondo, una especie de almenas escalonadas de planta cuadrada y terminadas en pináculos, donde estaban los reguladores de agua. Los chavales acostumbrábamos a reunirnos en una de las dependencias anexas al pabellón de máquinas, una enorme sala de bóvedas en forma de campana sostenidas por pilares de hierro.

Me consagraba en cuerpo y alma a beber cerveza o lo que cayera en mis manos, a fumar Celtas Cortos y a oír a los chicos mayores charlar sobre culos, descomunales tetas con pezones como naranjas, de capullos rojos y calientes, de correrse en la boca, de coños de niñas y de ancianas, de putas y de camioneros, de amas de casa y repartidores de butano, de cómo ganar dinero fácil. Yo escuchaba muchas cosas sin comprender, intentando acumular un sinfín de historias que algún día iba a poner en práctica. A veces, alguien traía algún calendario de chicas en ropa interior, o en traje de baño, o con la camiseta mojada y, durante horas, admirábamos las sinuosas curvas que dejaban transparentar bajo la tela. Las mirábamos y las remirábamos hasta sentirnos lo suficientemente excitados para masturbarnos contra la pared, donde un moho verdoso se alimentaba con nuestro semen. No sé cómo apareció aquella revista: tenía las tapas desgajadas y las grapas del lomo estaban muy abiertas; las fotografías eran de colores muy brillantes y nítidos, sobre un papel satinado. La foto central abarcaba dos páginas: se veía a una chica negra, desnuda, sentada de cuclillas, con el pelo teñido de rubio y la cabeza echada hacia atrás. Su lengua asomaba de entre unos labios carnosos y rojos; sus ojos eran grandes y me miraban con picardía. Tenía las uñas largas y sus dedos delgados y largos estaban apenas flexionados, agarrando una polla tan tiesa como el mástil de una bandera. Había muchas fotos. Mujeres con uniformes de colegiala, de enfermera, de soldado o de monja, en las posiciones más variadas: acostadas boca arriba con las piernas abiertas y flexionadas, tendidas de costado, a cuatro patas, arrodilladas y chupando una gruesa picha, o dispuestas a ser folladas o, por lo menos, era lo que decían los chicos mayores.

Ahora había montones de flores rojas y amarillas pudriéndose bajo el sol, en el mismo lugar donde encontraron el cadáver de Sara. Lo halló un obrero que volvía a casa tras el cambio de turno. Se detuvo a fumar un cigarrillo y vio un jersey azul, muy nuevo. Pensó que era de la talla de su hija, entró por uno de los boquetes de la tapia y, al llegar junto a la prenda, vio un bulto. Primero pensó que era un maniquí. Después ya no. Y el barrio se llenó de rumores.

Pensé en volver a casa y cambiarme de zapatos. Deseché la idea. René estaría trasteando la cochambrosa DKW. No quería hablar con nadie, ni siquiera deseaba ser visto. Rodeé la fábrica: no había ni un alma. Respiré hondo: el aire estaba caliente y lleno de polvo. «Un mero trámite y a casa» —repetía para mis adentros. Ya estaba dicho todo. No había más. Los periódicos publicaron diversas noticias sobre el caso. El encuentro del cadáver, las investigaciones de la policía, la autopsia que confirmaba la ausencia de violación a pesar de los notables indicios oculares, y el golpe en la sien que le produjo un derrame cerebral.

La revista Hola circuló de mano en mano entre las mujeres que cotorreaban alrededor del mercado, entre cacerolas, pastillas de jabón Lagarto, ropa interior, sartenes, recipientes de porcelana, ristras de ajos, cuchillos, tijeras Palmera y no sé cuántas cosas más. Habían publicado montones de fotos retrospectivas: Sara montada en un caballito de cartón, en un columpio, al borde de una piscina, soplando las velas de su quinto cumpleaños, en la playa con un traje de baño azul. Por lo poco que pude leer, el artículo estaba sobrecargado de dramatismo y sensiblería: una patética entrevista a los padres, tíos, amigos, vecinos, los cuales repetían una y otra vez los tediosos retazos de recuerdos: la buena niña que era, obediente en casa y estudiosa en la escuela, que ayudaba en las tareas del hogar, sacaba buenas notas, muy responsable para su edad, un futuro truncado y todas esas tonterías que se dicen cuando uno ha muerto.

En las fotografías aparecía su habitación: era pequeña, limpia, funcional y ordenada. Sobre la cama —bien tendida— un enorme oso de peluche de color castaño miraba al vacío. De la pared pintada de un rosa pálido colgaba un anaquel con soportes, donde se apilaba una pequeña enciclopedia escolar, dos muñecas, un despertador, un espejito y otros cachivaches por el estilo. En el extremo opuesto, un escritorio de tapa de enrollar, cerrado, y una silla con el respaldo curvo. También un pequeño chifonier y un armario de teca, con altillos. Y, mientras tanto, los polis andaban por todos lados. Era algo que podía respirarse enseguida en el barrio. Un nerviosismo de cuchicheos entre desconocidos, de miradas suspicaces y movimientos cautelosos de gente que parece estar esperando a alguien... por más que no espera a nadie.

La enterramos; lo hicimos un poco entre todos. Era domingo y abarrotamos la iglesia. Mamá también fue y lloró a placer. Los chicos entramos en la parroquia y nos dispersamos entre los bancos, con la cabeza gacha, mirándonos la punta de los zapatos. Los padres de Sara estaban en el primer banco. Él era alto y delgado, sin labios y estaba muy serio. La madre tenía los ojos hinchados y rojos. Lloraba de manera exagerada y, en su mano derecha, estrujaba un pañuelo, a la altura de los labios. Tenía un cierto parecido con mamá. Durante un largo rato sólo hubo murmullos y toses. Salió un cura muy elegante, con una capa bordada en oro y un sombrero alto, como el de los cocineros. A paso lento, apoyándose en un espigado bastón, llegó hasta el púlpito, abrió un libro, se mojó el pulgar, pasó las hojas, y nos lanzó una retahíla sobre la joven vida que había sido segada, pero que Dios recogería en su seno y todas esas zarandajas. De eso casi hacía una semana.

Encontré al comisario Barrios en el vestíbulo de la alcaldía. Vestía pantalones grises e iba en mangas de camisa. Al verme se quedó muy quieto, con los brazos separados del cuerpo como si fuera a pegar un puñetazo. Llevó la mano al bolsillo y sacó un paquete arrugado de cigarrillos. Le dije que iba a firmar la declaración que mis padres y un abogaducho habían leído antes, tal y como quedamos. Rascó un fósforo y encendió el pitillo. Cabeceó un par de veces, para darse tiempo a pensar. Sacó dos chorros de humo blanco por la nariz y subimos al despacho. Fui guiado por un pasillo lateral, estrecho, de paredes grises y descascarilladas que olía a rancio. A ambos lados tenía puertas de cristales biselados. Podía escuchar las máquinas de escribir y gritos severos, dando órdenes. Me asaltaron un montón de dudas. Pensé que podría haberme tendido una trampa y que iba a encerrarme en un calabozo. Al fin y al cabo, siempre sospecharon de mí. Llegamos a una especie de mostrador en donde permanecía acodado un policía de uniforme. Era flaco e iba sin afeitar, con el pelo pringado de brillantina. No cesaba de masticar un mondadientes. El comisario Barrios señalo una banqueta, indicándome que lo esperara allí. Eso hice. Tenía los zapatos llenos de polvo rojizo. Intenté no pensar en nada. Desabroché un botón de la camisa y me pasé la mano por el cuello: sudaba a chorros.

El policía llegó hasta el mostrador con los papeles y me hizo una seña. Puso el dedo índice al pie de la página y apoyó un bolígrafo.

—Si quieres puedes leerlo —dijo el comisario Barrios, con un susurro entrecortado.

Negué con la cabeza: ya lo había visto mi papá. Estaba incómodo y quería largarme lo antes posible. Firmé los dichosos papeles y respiré hondo. El aire tenía sabor a humedad. Aquello era una forma de decir adiós. «Apenas cinco minutos, un mero trámite burocrático», volví a repetirme.

Tuve la sensación de que el comisario Barrios no me quitaba el ojo de encima, como si estudiara milimétricamente cada uno de mis gestos. El policía de uniforme cogió las hojas y las alineó dándoles unos golpecitos. Las grapó y las dejó sobre la mesa, junto a la máquina de escribir.

—En el caso de que recuerdes alguna otra cosa, vienes y lo añadimos —dijo el comisario. Dio una calada, tiró el cigarrillo al suelo, y lo aplastó con la punta del zapato.

Recorrimos de nuevo el pasillo hasta el vestíbulo. Por un momento temí que fuera una estratagema para darme de nuevo la tabarra con las mismas preguntas; sin embargo, permaneció en silencio.

En la calle, la luz era muy blanca.

Deambulé por las callejuelas. Odiaba no tener a dónde ir. Hice un alto ante el escaparate de la tienda de animales. Tenían peceras de los más variados tamaños, con todo tipo de pececillos: planos y delgados con franjas negras, alargados y rojos, o amarillos con pequeñas manchas azules; algunos eran feísimos, con el vientre hinchado y la cabeza chata. En el otro lado de la vidriera, una enorme pajarera de madera contenía cientos de pájaros revoloteando, o sujetos a las perchas. Los había con la cabeza naranja o gris y el pecho amarillo o rojo, con bandas blancas y rojas, de pico largo, cónico o curvado, de colas largas o cortas de color negro o verde. Sujetos a los barrotes estaban los comederos junto con trozos de lechuga, manzana y huesos de sepia. La tarde del martes, cuando Sara y yo salimos de los billares, también nos detuvimos en la pajarería.

—¡Mira! ¡Mira! Un jilguero —dijo Sara excitadísima tirándome de la manga y señalándome un pajarillo que revoloteaba de percha en percha con un vuelo repentino.

Sonreí. Era incapaz de distinguir un pájaro de otro.

—Aquel que está cabeza abajo es un verderón —y continuó, señalando con el dedo a la derecha— aquéllos son trompeteros, el de más abajo es un bengalí rojo y el que está...

—Parece que te gustan los pájaros —le contesté, y miré hacia la pecera. Dos peces completamente negros devoraban a uno más pequeño, de color azul.

Sara pegó la cabeza al cristal para mirar a un pajarito que saltaba de percha en percha emitiendo silbidos y gorgoteos; al verla, giró el cuello a uno y otro lado e hinchó el plumaje.

—Yo sé dónde hay huevos —dije tan de sopetón que quedé sorprendido de mí mismo.

—¿Huevos? ¿Dónde?

—En la vieja fábrica. La última vez creí ver huevos.

—¿Huevos? —repitió y arrugó la frente. Daba gracia verla— ¿Cómo son?

Levanté los hombros.

—Pequeños —al momento reconsideré mi estupidez.

—¿Son blancos o tienen manchas?

—Creo que tienen unas manchas grises, no lo sé seguro —y empezamos a andar por las callejuelas aburridas que iban a morir a la autovía.

—Mi padre no permite que yo vaya a jugar a la fábrica —comentó, y durante un rato quedó en silencio. Estaba confundida y no sabía qué hacer.

—Si quieres puedo acompañarte.

—¿No se lo dirás a nadie?

—No tengo por qué hacerlo —levanté la cabeza y respiré hondo. El cielo era de color pardo.

—Entonces, vale. Iré si me los enseñas.

Llegamos a la carbonera y empezamos a subir por el guijarroso terraplén, que no era más que una acequia de alcantarillado. Ella no dejaba de preguntar.

—¿De qué es el nido?

No respondí. Resbalé con una mierda de perro y por poco me rompo la crisma.

—¿Qué te ocurre? —preguntó cuando estuvo a mi altura.

—He tropezado con una piedra. ¿Siempre hablas tanto?

—¿Es de barro o de ramas?

—¿El qué?

—El nido, bobo —gritó.

—De ramas —contesté dubitativo.

Pareció desilusionarse. Cruzamos la explanada de tierra roja y ocre. Al llegar a la tapia aparté la maleza, dejando limpio un hueco lo bastante ancho.

—Tú no dijiste que teníamos que entrar —expresó, pasándose la muñeca por la nariz.

—¿Quieres o no quieres ver el nido? —grité furioso.

Me empezaba a hartar tanta mojigatería y tantas preguntas tontas. Fui un poco brusco, lo reconozco. Rosa quedó paralizada, torció las comisuras de los labios, puso cara de compungida y empezó a llorar. Me acerqué a ella y la abracé. Sentí un puñetazo en el pecho y la sangre que se aceleraba.

—Vamos, deja de llorar y te enseñaré el nido —le susurré al oído. La apreté contra mi pecho.

—No puedo respirar —se quejó, revolviéndose entre mis brazos. La solté, aunque mantuve mi mano sobre su hombro. Su pelo olía a colonia.

—Yo pasaré primero —dije agachándome y gateando hacia el interior.

La zona estaba sumida en una lóbrega penumbra. Era un espacio irreal, envuelto por un aire chato y opresivo impregnado de humedad. Al poco rato nuestros ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad. Me cogió con fuerza de la mano y empezamos a andar por el centro de las calles, evitando los raíles semienterrados.

—¿Dónde está el nido? —preguntó impaciente.

—Cerca —respondí de inmediato.

Dimos una vuelta hasta la segunda calle y giramos a la derecha. Sara me dio una lección sobre los tipos de huevos: redondos, ovalados, oblongos. Hablaba para superar el miedo. Luego caminamos un buen rato en silencio. Yo trataba de exprimirme el cerebro pensando algún tema de conversación, pero estaba en baja forma. Tarareé una canción y comenté lo oscuro que estaba todo. Le hablaba en susurros. No tenía la mínima idea de lo que iba a suceder. Las cosas llegan cuando tienen que llegar. De pronto se detuvo.

—¿Qué te ocurre? —pregunté. La luz difusa y cetrina de una farola llenaba el espacio de sombras.

—Quiero volver —indicó, arrugando la nariz. Por un momento temí que volviera a echarse a llorar—. Aquí no hay árboles.

—¿Y qué? —pregunté, levantando los hombros. Puse mi mejor cara.

—Los nidos están en los árboles —aseguró hipando dos veces—. Aquí no hay árboles —su voz denotaba decepción.

—No todos los pájaros usan los árboles—dije autoritariamente—. Las golondrinas, no. Si quieres puedes volver —dije, y le di la espalda.

Sara empezó a andar a pasos cortos y dimos la vuelta al pabellón de máquinas hasta una pequeña nave de ladrillo.

—¡Mira! —grité—. ¡Es aquí! —y entré. Fue como caer por un embudo negro. La atmósfera era muy espesa y gris. Escuché sus pasos a mi espalda.

—No veo nada.

—Ten cuidado —musité, extendiendo el brazo. Me cogió la mano. La suya estaba caliente. Se puso junto a mí.

—¿Dónde están los huevos? —respiró fuerte por la nariz para evitar que le cayeran los mocos.

—Pobre niña tonta —murmuré. Luego forcé una sonrisa y le puse las manos sobre los hombros.

—¡Déjame! —aulló— ¡Me has mentido! ¡Me has mentido! —gritaba y lloraba al mismo tiempo—. Se lo diré a mi madre y ella le contará a la tuya y...

Traté de calmarla. De todas formas, ella tenía demasiado miedo para empezar a correr por todo el recinto en busca de la salida. Sabía que no había vuelta atrás.

—Le contaré a mi madre... —repitió vociferando.

La agarré del pelo y tiré de él con fuerza, hasta que el dolor la puso de rodillas. Con la mano derecha desabroché mi bragueta, aparté los calzoncillos y saqué la picha: estaba erecta, dura, roja.

—¡Chúpamela! ¡Chúpamela como una puta negra!

La agarré por el cogote intentando acercar sus labios a mi capullo. Giró la cara y lo rozó con su mejilla. No hizo falta más. Un chorro de leche bañó su cara y el placer huyó por mis extremidades. Se puso histérica e intentó arañarme. No sabía qué hacer y durante unos segundos lo vi todo rojo. Cogí una piedra y la golpeé: la sangre brotó a borbotones. Ella quedó tendida en el suelo, con la cabeza apoyada sobre su hombro. La cogí por el escote del vestido e intenté ponerla en pie, pero los botones de la blusa no resistieron y cayó a plomo contra la pared, donde recibió otro golpe en la cabeza. Vi aquellas tetas deseadas, carnes de claridad y sombra, perfiladas por el contraluz de la penumbra, encerradas por el sostén. Parecía un títere. Me asusté. La cogí por los sobacos y la arrastré hasta la puerta del anexo. No recuerdo mucho más. Levanté el jersey, le limpié la cara y lo tiré. En esos momentos no pensé en nada... todo estaba demasiado oscuro. Estaba furioso conmigo mismo. ¡Qué experiencia tan patética! Crucé corriendo el recinto hasta el boquete, salí al parque y seguí por una de las callejuelas. No quería ser visto por nadie. Tenía la camisa salpicada de sangre, los pantalones manchados de barro y las manos pringosas de mi propio semen.

Llegué a la gasolinera y pude asearme un poco en la fuente. Luego me senté junto a uno de los dispensadores, que tenía la manguera enredada a una gruesa cadena. Inventaría alguna excusa. Algo así como que un compañero de clase se golpeó la nariz y empezó a sangrar a chorros. Mamá lo creería. Tal vez no dijera nada e intentara lavar las ropas yo mismo. No parecía difícil. De momento las escondería en algún lugar donde no las pudiesen encontrar. Sentía que estaba dentro del mundo y, a la vez, al margen del mismo; lo más molesto, era aquella sensación de irrealidad que invadía a oleadas mis pensamientos. Después ya me encargaría de eso.

Aquella noche cené poco y fui directo a la cama. Tardé en dormirme y, cuando lo hice, tuve un sueño agitado por la presencia de unos labios rojos y una carnosa lengua que surgía de la cara de Sara.

Lo único que me preocupa ahora es ese estudio que quiere hacerme el comisario... nunca me gustaron los pinchazos de las inyecciones.

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Fecha de publicaciónSeptiembre 2008
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