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El nombre y el destino

Carlos Almira Picazo
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLa calle en tinieblas

No me avergüenza decirlo: mi nombre es Fidel Castro, y soy vendedor representante de artículos de ferretería y fontanería.

He sufrido mucho por culpa de este nombre; de chico, en la escuela; después, con las mujeres, a las que tras muchas desilusiones, creía haber renunciado definitivamente hasta que conocí a Lucía; y por último, entre mis compañeros y mis clientes. Ignoro por qué mi padre me llamó así, porque murió poco después de nacer yo. Cuando he interrogado a mi madre al respecto, siempre me ha respondido encogiéndose de hombros, con una sonrisa de bondad:

—¿Qué más da cómo te llames? Haz algo importante, eso es todo.

Eso es todo. Es fácil decirlo.

En cuanto a mi oficio, supongo que es como en casi todos los casos, un fruto de la casualidad y el carácter: siempre fui un hombre práctico, y, modestia aparte, bastante persuasivo. Aparte del nombre, la naturaleza y la vida no me han dotado de las cualidades especiales, extraordinarias, en que confiaba misteriosamente mi madre (o a las que, simplemente, aludía para darme ánimos, porque era la bondad personificada, en estado puro). Tuve pues que poner lo que la naturaleza me había negado, y hacerme en primer lugar, fuerte: siendo bajo y de piernas más bien cortas, tuve que aprender a empinarme con ayuda de la voz; más enclenque que rechoncho, debí superar a los nadadores y a los políticos, que se hacen escuchar como si se dirigiesen siempre a un inmenso auditorio; por último, con una cara tan poco agraciada como la mía, he tenido que dominar el arte de hacer garabitos con los ojos, guiñar con desparpajo, transmitir confianza y complicidad con una simple sonrisa a tiempo. Todo para vender tuercas, grifos y tuberías.

¿Qué tiene de malo, por otra parte, este oficio? La gente piensa que estos artículos caen del cielo. Pero cuando se estropean descubre con fastidio (nunca con admiración), lo importantes que son. Hay tantos prejuicios en nuestra sociedad como en cualquier otra, pero resulta asombrosa la poca importancia que se da a los tornillos, los grifos, los pernos, o las tuberías, auténticas arterias de nuestras ciudades. Me gustaría ver la cara que pone más de uno si un día, de repente, no funcionaran. Sin ir más lejos, hace poco he leído que en una ciudad de Siberia un invierno las tuberías se congelaron, reventaron, y miles de personas estuvieron a punto de morir. Pero no hace falta ponderar ni defender tanto lo que es evidente.

Es probable que, de haber tenido otro nombre, yo hubiese seguido estudiando, hasta terminar al menos el bachillerato, porque tengo buena cabeza y me gusta leer: capto las situaciones con rapidez, en todos sus matices; comprendo enseguida lo que es conveniente y lo que no; y, a pesar de arrastrar de la mañana a la noche un maletón que es casi un baúl, cargado de catálogos y muestras, porque la empresa me obliga, podría llevarlo todo muy bien en la mollera, poseo una sólida memoria; o en todo caso, usar un maletín como el que suelen lucir los médicos y los abogados: pues, como digo, me sé prácticamente de memoria todos los precios y las referencias de mis artículos. En una cosa al menos, tenía razón mi madre: si yo hubiera sido menos susceptible, menos orgulloso, y hubiera ignorado las burlas de mis compañeros y de algunos profesores, mi vida hubiera seguido un rumbo bien distinto.

He de insistir en que no me avergüenzo en absoluto de mi trabajo, que considero más importante que muchos otros (como por ejemplo, defender a criminales) mejor considerados por la sociedad.

Además, de poco me sirvió, como he dicho al principio, escapar a las burlas del colegio para caer en las de la calle. Equivocarse es más humano que acertar. He de reconocer, con todo, que de haberme podido esconder, enterrarme bajo tierra, o emparedarme, lo hubiera hecho en más de una ocasión, aunque enseguida me hubiese arrepentido, pues los demás no valen más que yo por llamarse de otro modo o tener otros oficios.

Así que, poco a poco, he ido aceptándome tal y como soy, con mis virtudes y mis defectos; y asumiendo la vida que he escogido (o que me ha escogido a mí), como ha ido viniendo; y puedo decir que incluso, en algunos momentos, tras una venta afortunada o difícil, o cuando he viajado a algún lugar nuevo o importante, me he sentido incluso feliz y realizado, hasta el extremo de preguntarme si no serán en realidad los otros los que se han equivocado de vida y de oficio, y no yo: una vez, en un tren, en pleno bamboleo y estruendo del vagón, me atreví a proclamarlo en voz alta: ¡Fidel Raúl Castro, vendedor representante de artículos de ferretería y fontanería! El pasillo estaba lleno a rebosar, rebullía de pasajeros, pues nos acercábamos a la estación, pero de haber podido, hubiese bajado incluso la ventanilla para gritarlo al aire. Pero tampoco conviene exagerar.

Aunque dejé la escuela, no dejé de formarme por mi cuenta. Soy un autodidacta. ¿Acaso no me he leído, no me he estudiado, todos y cada uno de los folletos que llevo encima, incluso los de la competencia? Aparte del periódico, los carteles que pululan por doquier con los anuncios más extravagantes, las noticias radiadas, y las conversaciones, y en general todo lo que me rodea, siempre llevo encima algún librito con el que no sólo me entretengo en los trenes y las pensiones cuando estoy fuera, entre plato y plato del menú; o tumbado a la luz de la lámpara en mi cuarto; o sencillamente en un parque un domingo cualquiera; soy de los que procura instruirse con todas las opiniones, sin prejuicios: igual me da un libro de astronomía que una novela de amor. Pienso que un hombre (y por supuesto una mujer), debe formarse una opinión del mundo en el que vive, aunque sólo sea para hacerse respetar. Yo, por ejemplo, estoy convencido de que muchas cosas podrían, y deberían mejorarse: que debería restablecerse la autoridad de los padres, y los maestros; restaurarse el sentido común y la sana religión, libre de supercherías; en suma, establecerse un orden justo donde hubiese una autoridad clara, y donde cada uno ocupase el lugar que le corresponde por sus méritos y sus capacidades.

Usted me ve, por ejemplo, arrastrando mi maletón de tienda en tienda, de calle en calle, y piensa que tengo la cabeza vacía; ¡pero tengo mi mundo interior, rico, pletórico, como un jardín escondido tras espesos muros! ¿Y de qué me sirve?

Creo que, por mí mismo, no soy tímido. Algo retraído tal vez. Me minusvaloré demasiado pronto, eso es todo. Antes de levantar la mano en la escuela, o de rellenar un examen, me convencía de que no valía la pena, de que yo no valía para eso, que en realidad no valía nada: ¿para qué vas a esforzarte por sobresalir, qué pretendes demostrar? Me quedaba inerme, como paralizado. Más tarde, cuando me gustaba una chica, me armaba de valor para acercarme y hablarle; de pronto sentía que cargaba con una joroba invisible, como un dromedario; que bizqueaba; que arrastraba un pie deforme; que iba a tartamudear y a escupir; en suma, llevaba impreso en la frente, en letras de fuego, mi dichoso nombre: Fidel Raúl Castro Guevara. Cuando volvía a mirar ante mí, la chica ya se había ido. Un rumor, una risita malévola, imprecisa, me envolvía.

Me pregunto por qué mi padre me puso este nombre. Cuando mi madre murió, poco después de hacerme yo representante, se llevó el secreto con ella. De mi padre sólo conocí fotografías; enigmáticos recortes de prensa; quinielas y boletos de lotería sin premiar; algún objeto misterioso, hermético, hostil; cartas de noviazgo; y facturas del agua, la luz, el alquiler, el teléfono, que siguieron viniendo a su nombre hasta bien entrada mi infancia. Muchas veces entonces, con la fantasía y el rencor de los niños, me lo imaginé agazapado en los rincones de nuestra casa, o en el ropero de mi madre, riéndose de mí, rencoroso como todos los muertos con los que vivimos, celebrando con regocijo cada uno de mis fracasos y caídas.

Mi padre era muy de derechas. Hace años, sin embargo, que superé este rencor, y sencillamente ya no pienso en él. A mi madre, en cambio, la quería y la quiero todavía como si viviera. Ella fue mi tabla de salvación desde que nací, mi único refugio seguro; y todavía hoy, hasta hace poco, cuando mi cuarto de solterón se me echaba encima y escapaba a vagabundear por las calles, hurgaba en su recuerdo cálido y benévolo. A ella le debo la confianza en mí mismo, el considerarme una persona normal y corriente, o incluso un poco por encima de la media común; el no ver en cada rostro, detrás de cada frase, una risa, una burla disimulada; y el tratarme, en suma, con la misma consideración y respeto que exijo y espero de los demás, porque yo lo doy a todo el mundo por el mero hecho de ser personas.

Durante muchos meses, ya en mi nuevo apartamento del centro, estuve al borde de la depresión, e incluso a veces del suicidio. Me refugié en el trabajo y la lectura. Coqueteé con la bebida y con los somníferos. Como hombre culto, aunque autodidacta, no puedo creer en milagros ni en supersticiones; pero no se me escapa que mi madre, o una especie de espíritu, de energía benévola que brota, que emana de ella, desde allá, no sólo me ha seguido cuidando, guiando y protegiendo durante estos últimos meses de mi vida de soltero, sino que me ha encaminado a donde estoy. Porque ahora soy un hombre feliz.

En el buzón, y en la puerta de nuestro piso, campea el nombre de mi mujer, y el mío, en letras bien grandes: Celia Rodríguez Bermejo, y Fidel Raúl Castro Guevara. Y la semana pasada me hice imprimir nuevas tarjetas comerciales, que rezan sin tapujos: Fidel Raúl Castro Guevara, Representante Comercial.

Aquella tarde, como todas las tardes desde que me había mudado al centro, para huir del recuerdo de mi madre, en parte también para ajustar mi presupuesto a mi nueva situación, me detuve ante una tienda-galería de arte moderno, que entonces como ahora, pertenecía a mi mujer, y cuyos escaparates daban justo al lado de mi oscuro portal.

Ya, antes incluso de ver nada, si es que allí había algo que ver, me irritaba el contraste entre la luz alegre que se desparramaba sobre la acera desde aquel establecimiento, por lo demás absurdo, y la lobreguez y penumbra de mi portal, donde además sabía que el ascensor, caprichoso y decrépito, me obligaría una vez más a arrastrarme hasta mi piso, ahogándome, cargado con aquel maletón; donde el hedor del patio tapiado, levantado, cubierto de tendederos, me recibiría mezclado con la vaharada aceitosa, pringosa, de las cocinas, como todas las noches; al igual que el sonido de las voces y los televisores, dando idénticos programas; y donde mi buzón, atiborrado de prospectos y facturas, me evocaría una vez más mi aislamiento, mi posición en el mundo, y la burla permanente de éste (eso si conseguía encontrarlo y abrirlo, con la ayuda del mechero, quemándome los dedos, en la densa oscuridad del cuartucho). En fin, ya antes de bajar del autobús, de cruzar la acera, odiaba aquella sala intensamente iluminada, ostentosa, chillona, siempre atestada de gente de otros barrios o incluso extranjeros, cuyas voces y aspecto colorido, por no decir extravagante, tan de acuerdo con el «arte» que allí se exponía y vendía, me parecían insultantes, presuntuosos, y fuera completamente de lugar. Para colmo solía invadir la acera procedente del tal establecimiento, una música semejante a la que acostumbra acompañar algunos desfiles de alta costura, a la vez suave, como amortiguada, estridente e inarmónica.

Me acercaba, pues, con precaución como a un precipicio. ¿Por qué iba? ¿Por qué revolotea la mariposa alrededor del fuego? Tal vez precisamente porque lo detestaba, o porque lo temía; porque necesitaba desahogarme, y demostrarme a mí mismo de paso, que yo no sólo entendía y entiendo de Arte, de Arte con mayúsculas, sino que poseo buen gusto e incluso un criterio, y que siempre he antepuesto la Belleza a la vulgaridad de la vida, a las que mi oficio parece haberme abocado.

En suma, solía plantarme durante cinco o seis minutos, ni uno más ni uno menos, ante aquel escaparate, estorbando sin preocuparme lo más mínimo, el paso de la estrecha acera. Durante ese tiempo permanecía inmóvil y como alelado, completamente embelesado, como en otro mundo; en realidad miraba sin ver, insultaba sin pronunciar una palabra (apenas moviendo los labios y quizás los ojos, saltones e irritados, como ciertas personas cuando leen o rezan). De pronto, como si alguien me sacudiera suavemente por la espalda, me tomara por el brazo, me arrancaba de mi sopor una especie de escalofrío; entonces me subía las solapas, ya bastante ajadas, del abrigo; y como en sueños, recogía mecánicamente mi maletón de la acera sucia, con frecuencia mojada; y me iba despacio, indeciso aún, hacia mi portal, donde desaparecía.

Solía ocupar el centro del expositor una réplica en miniatura de la estatua o el lienzo que protagonizaba la exposición, que se renovaba semanalmente. Aquellos asnos, el vaso en una mano y el cigarrillo en la otra, la barbilla propulsada hacia delante, entornaban los ojos, ponderaban, o se detenían a mirar y remirar en silencio, como si reflexionasen profundamente, las aristas y los colores, dispuestos o arrojados como aposta, sin ton ni son: ya se tratara de una pobre mujer a la que le faltaban los brazos o la cabeza, o ambas cosas a la vez, confeccionada con una mezcla de cartón, plástico, y basura reciclada; de un extraño animal, dudosamente antropomórfico; o de un trasero enorme, semejante a un huevo frito o un gran girasol, estampado en una tela sucia, pletórico, a punto de aventar una ventosidad capaz de hacer temblar y saltar en añicos los cristales.

Yo no daba crédito a lo que veía. Jamás entré, hasta aquel día; ni me asomaba a la puerta que, con el trasiego, solía quedar siempre entreabierta o abierta del todo a la calle: permanecía allí clavado, en mi puesto, como si algún peligro, confuso, apenas presentido, me acechara dentro. Permanecía, como digo, cinco o seis minutos exactos, y al cabo me alejaba sin volverme, hacia el portal.

Corroboraba una vez más hasta qué disparates, absurdos, caemos invariablemente cuando prescindimos del sentido común. Antes de dormirme, solía repasar entre las anécdotas del día, recurrentes, aquellos instantes recientes, como si de una afrenta se tratara, expresamente urdida contra mí, una afrenta necesaria y casi querida.

Hasta que un día la cara de Celia emergió de súbito, y me descubrió desde el otro lado del cristal:

—¡Entra!

—Gracias.

De nada me iba a servir una disculpa. Además, aquel día la sala estaba casi desierta. Incluso había menos luz. En aquella penumbra, las esculturas y los cuadros distribuidos al azar por el suelo, los escasos muebles, las paredes, parecían reposar, tomarse una tregua, e incluso resultaban interesantes. Una exótica planta flanqueaba lánguidamente la puerta. Entré, pues, sin saber por qué, tras Celia, que de pronto parecía risueña y burlona.

—Estamos preparando una exposición —me anunció.

—Qué bien.

—¿No quiere nada? —añadió al cabo de unos segundos de silencio.

Aquel cambio al «usted» me hirió, sin saber por qué.

—Por favor, puede tutearme —me aturullé; al fin solté mi maletón en el suelo enmoquetado y dije:— Me llamo Fidel Raúl...

—Celia Rodríguez Bermejo —soltó una risita, y me extendió su pequeña mano.

—Estupendo.

—¿El qué es estupendo?

Aparté el maletón, que de pronto me estorbaba, y procuré fijarme en un cuadro horrible, que ocupaba casi toda una pared.

—¿Le gusta el arte? —rió, sin apartar la vista del maletón.

—No sé, tengo que irme.

—¿Qué lleva ahí, un cadáver?

—Lo siento —dije—, se me hace tarde.

—No se vaya, por favor, estoy sola.

La razón era simple y contundente, con cierta malicia.

La mujer, casi una muchacha, era bonita: vestía con gusto; tenía una cara ovalada, clásica; los ojos grandes; la frente estrecha, y lánguida; la expresión era ensoñada; bajo el vestido se adivinaba un cuerpo bien torneado.

—Está bien.

—¿Qué está bien?

—Perdone.

—¡Vamos entonces!

Sin más ceremonia, me cogió del brazo. Abandoné el maletón y la seguí a la trastienda, aún más desordenada. Sobre una especie de cómoda o mesa baja lucía un infiernillo portátil, sucio de haberse derramado recientemente una cafetera; aquí y allá, relumbraban botellas sin abrir o sin reponer; pastas olvidadas en platos cubiertos por una fina pátina de polvo, miguillas y ceniza de cigarrillos.

—Perdone si le he molestado.

—¿Por qué?

Un casco de pelo negro como el ébano le partía en sendas mitades, perfectamente simétricas, la frente de madonna.

—¿Sabe que lo conozco desde hace tiempo?

De pronto, involuntariamente, comencé a buscar mi maletón. Celia sonrió.

—Voy a echar la llave.

—No sé.

Al instante volvió al diván desvencijado, exhumado de algún inconfesable guardamuebles. Las dos o tres sillas de anea estaban ocupadas por bultos. Me senté, pues, junto a ella.

—Yo no le gusto —sentenció.

—¿Por qué dice eso?

—Si no, hubiera entrado hace tiempo.

—No la vi, no te vi.

—Salud.

—Salud.

—Sea sincero, todo esto —señaló vagamente la penumbra—, le desagrada.

—Puede que sea demasiado moderno... para mí.

—¡No! Da Vinci; Degas; incluso Picasso, eran modernos; ¿qué edad tiene?

—Cuarenta y dos.

Entonces, sin venir a cuento, me estampó un beso en la frente.

—Debía haber entrado.

—Lo siento.

—A mí tampoco me gusta todo lo que vendo, ¿sabe?

—Claro.

—¿Qué vende usted?

—Artículos de fontanería.

Se rió.

—Estoy harta.

—Y yo —dije sin saber qué añadir.

Olía a almendras y a alguna flor desconocida.

Encendió otro cigarrillo.

—¿Verá algún día mis cuadros?

—¡Claro!

Encendí otro cigarrillo.

—Dígame lo que hace... aparte de vender esos artículos.

—Nada, viajo...

—Seguro que hace algo.

—Yo...

—Vendrá a verlos —decidió.

—Con mucho gusto.

De repente, sonó el timbre. Celia se llevó el dedo índice, adornado con una sortija en forma de serpiente, a los labios: chissst.

Apagó la luz.

La oscuridad nos abrazó.

Los días siguientes estuve de viaje, probando artículos nuevos. Quería renovarme. De repente me habían entrado ganas de renovarme.

Me compré un traje nuevo, nada ostentoso, sencillo; un juego de corbatas discretas, más estrechas que las que suelo usar; pantalones a juego; un par de zapatos de puntera; algunas camisas, etc.

Todo eso lo hice aprovechando los viajes.

También decidí que debía rebajar de peso; renové clientes; y amplié mi catálogo.

Cuando bajaba del tren o del autobús, de un salto, ya no arrastraba penosamente mi maletón. Me había comprado una bolsa de cuero, más moderna, con bonitos remaches de cobre en las esquinas. También me suscribí a una Enciclopedia de Los Países y Culturas del Mundo, por fascículos.

Ya no me fijaba sólo en la gente, ni en las líneas de autobuses y metro, ni en el aspecto de los negocios a los que me disponía a entrar, con paso firme y elástico, alisándome el cabello que ahora llevaba siempre cuidadosamente peinado; me detenía por ejemplo, en una plaza pintoresca; o ante una iglesia antigua, como para estudiarla; visité algunos museos; incluso subí en un barco antiguo, que hacía allí su singladura.

Si mi madre me hubiese visto entonces.

Aquélla era la mejor época para viajar: no sólo para vender; el invierno retrocedía; los campos verdeaban en las ventanillas de los trenes; una especie de ligereza, bajo el azul impoluto, parecía mover personas y cosas. Cantaba.

Al fin, como si regresara de dar la vuelta al mundo, me planté un día ante el escaparate de Celia.

Me bastó un minuto para darme cuenta de que había cambiado. El local estaba atestado como siempre, en plena exposición, pero los visitantes ya no me parecían superfluos y ridículos; sino incluso interesantes; en vez de alardear y hacer aspavientos, recorrían gravemente las obras, las examinaban en silencio; y éstas parecían dejarse mirar, con orgullo y sencillez, dispuestas en orden en el local discretamente iluminado.

Entre ellas había, además, obras de arte.

Ya tenía un pie dentro cuando me detuvo un pensamiento: no había visto ni hablado con Celia en muchos días. ¿Por qué no esperar? Así, le daría una sorpresa.

¡Era una idea excelente!

Retrocedí. Mi bolsa, flamante y cómoda, contrapesó hacia la acera y en un santiamén, estuve en el portal.

Mis viejos muebles me recibieron recelosos. El espejo, donde mi madre, desde tiempo inmemorial, se ahuecaba el pelo tintado de rubio, centelleó en sus aguas turbias, escéptico ante aquel rostro rejuvenecido. Mientras me preparaba el baño, las sales, la bolsa de agua caliente (las noches aún eran frescas), y me afeitaba muy despacio, canturreando, tomaba decisiones importantes.

Eché un último vistazo al patio, a la calle en tinieblas, donde apenas parpadeaba el escaparate de Celia, como una lámpara en la noche.

Al día siguiente me tomé la tarde libre para darle la sorpresa.

Apenas había levantado la persiana cuando aparecí. Celia emergió del fondo de la tienda:

—¡Raúl!

Nos besamos en las mejillas y entramos del brazo, como viejos conocidos. Luego ella volvió a echar la persiana. La tienda estaba llena de cajas, de bultos. La ayudaría a desempaquetar. Esa misma tarde daba una nueva exposición, ya había repartido las invitaciones y puesto el anuncio en el periódico.

Pero antes nos tomamos el café. Hablamos. Yo le regalé una figurita, una minucia. Ella me besó y me tomó las manos:

—¡Me alegra que hayas venido!

Sin más preámbulos, la tomé por la cintura y la besé.

—¿Y el maletón? —dijo apartándose un poco.

—Jubilado.

Volví a estrecharla.

—Déjame que te vea.

Se apartó unos pasos. Volvió a cogerme las manos, satisfecha:

—¡Las cinco y media! —exclamó.

Nos pusimos inmediatamente a desembalar y a colocar cosas.

Era una exposición de relojes y objetos antiguos.

—Esto está muy cambiado —dije.

—Sí.

Al poco, empezaron a llegar los primeros invitados. Celia me miraba. De repente, me vi vendiendo relojes y antigüedades; y hablando como un experto de Versalles y del arte rococó. Al fin y al cabo, yo era vendedor. En cuanto me aturullaba, aparecía ella.

Yo también la miraba: parecía más suave, reposada, y elegante que la primera vez.

Después de la exposición subimos a mi apartamento.

—¡Esto se parece más a ti! —rió.

—¡Está hecho un desastre!

—¡Me encantan, los desastres!

Pero poco a poco, su mano delicada se dejó sentir en aquella madriguera de lobos. Al cabo, nos mudamos a una casa más amplia, que decoró a su gusto.

Yo volvía a pasar casi todo el tiempo fuera.

No obstante, ahora era frecuente que saliese a vender mis viejos artículos por la mañana, y dedicase las tardes a la tienda donde, al menos una vez al mes, dábamos una exposición. Celia se cansó muy pronto de las antigüedades, y volvió a frecuentar sus antiguos clientes, sus amistades: la tienda estaba llena a rebosar de arte vanguardista. Pero ahora no me importaba: yo la amaba, y los negocios iban viento en popa; satisfacía así mis aspiraciones de hombre y de vendedor.

Dos meses después, nos casamos.

En cierto modo, volví a sentirme libre para desplegar mis antiguas aficiones: aunque nuestra casa se volvió extraña para mí, incluso hostil: los antiguos muebles desaparecieron, incluidos el espejo de mi madre, y la cama de cabecero de bronce; las paredes se poblaron de máscaras africanas y abanicos estrambóticos; pero tenía mi rincón y, sobre todo, con mi profesión, podía viajar a mi gusto; volvía a disfrutar de los viajes, y la vida como antaño.

Ahora especialmente, me agradaba el tren: las estaciones con sus grandes relojes y su ajetreo, su bullicio; la primera impresión de una ciudad nueva al abandonar el andén, semejante al mascarón de un teatro de variedades; los olores indefinibles; los ríos misteriosos; los árboles plácidos de los paseos inéditos. Durante los primeros meses de mi matrimonio, ahora puedo decirlo, viví una especie de Renacimiento personal.

No me importaba abrir el armario y encontrar ropa extraña (aunque perfectamente ajustada a mis tallas y a los imperativos de la estación, impecable y ordenada): chaquetas beiges, o grises; pantalones de boca estrecha; corbatas delgadísimas, de tonos perla o cereza; zapatos de puntera cuadrada, más elegantes que cómodos; y hasta una gabardina amarilla, a juego con un paraguas decorado rabiosamente al collage. A decir verdad, no me preocupaba en absoluto: me vestía en la oscuridad, sin elegir las prendas, al buen tuntún, procurando no despertar a Celia, que de todas formas tiene el sueño profundo; y rápidamente, me deslizaba hacia las escaleras, sin encender ni el infiernillo, ni la luz del vestíbulo, hacia la calle, que me recibía con las primeras luces.

Como en los viejos tiempos, ocupaba un rincón en la barra de la terminal de autobuses o la estación, junto a mi maletón (la bolsa la «perdí», harto de ella, en cierta callejuela); sorbía tranquilamente mi café, con un buen chorreón de coñac, repasando los resultados deportivos de la semana, o las noticias locales; al fin, pagaba y ocupaba resueltamente mi asiento, junto a la ventanilla, que desempañaba con el brazo.

A veces mi mente retrocedía, se quedaba atrás, como asustada, con una vaga e injustificada sensación de culpa: me imaginaba a Celia despeinada, llena de sueño; acaba de levantarse; resuena el estrépito de los grifos del agua caliente, fría; los armaritos del baño; la ducha; ya silba la cafetera; del patio sube un silencio opresivo, algún ruido que otro; los tejados se extienden monótonos e indescifrables ante el balcón invadido de helechos; se hace tarde; Celia engulle su desayuno, masticando aún se precipita en el ascensor, en equilibrio sobre sus tacones; balancea el bolso enorme, como un bolso de playa, decorado con girasoles y pájaros exóticos, tucanes o cacatúas; en fin, levanta la persiana; desaparece en la tienda.

Mi pensamiento se detiene aquí.

Hace tiempo que decidimos dedicarnos cada uno a sus asuntos: lo mío no es el arte; Celia carece de un sentido práctico de la vida. ¿Por qué atormentarse fingiendo lo que uno no es?

De cuando en cuando, en la oscuridad tibia de las noches, nos abrazamos. Pienso que nos hemos acostumbrado tanto, pese a ser tan diferentes, que ya no podríamos vivir el uno sin el otro.

Tal vez lo que nos mantiene unidos, aparte de la costumbre, son precisamente nuestras diferencias, y nuestras disputas.

Los seres humanos no deberían marcarse grandes metas.

De vez en cuando, en las tardes libres, o las mañanas muertas de los domingos que no subo al cementerio a ver a mi madre (Celia detesta los cementerios, y jamás habla de su familia), aún hojeo con un resto de curiosidad, ¿de infancia?, los tomos estropeados de mi Enciclopedia sobre los Pueblos y las Culturas del Mundo. Pero enseguida empiezo a bostezar y vuelvo a mi diario. No soy Leonardo Da Vinci (aunque sé perfectamente quién fue Leonardo Da Vinci).

Por su parte, los días que no abre la tienda, Celia desaparece casi toda la jornada. En realidad, no hay ningún misterio: no soporta estar en casa; ni ella me dice adónde va ni yo se lo pregunto. En este sentido, llevamos vidas separadas, y nos ahorramos muchos conflictos inútiles.

¡Bastante tenemos con los de cada día!

Pienso: si mi padre hubiese previsto todo esto, ¿me hubiera llamado Fidel Raúl Castro Guevara? ¡Cómo me hubiese gustado conocerle, al muy cabrón!

Por desgracia, mi madre ya no está para responderme.

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Fecha de publicaciónDiciembre 2008
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