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Portada Biblioteca Relatos cortos El tiempo recuperado

No te olvides de mí

Pilar Romano
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Ya no quedan niñas que jueguen con una muñeca «Marilú», eran otros tiempos. En mi infancia nunca tuve una, aunque lo soñara y aunque fuera el tiempo. Mi vecina María Rosa sí: le llegó en una caja, sobre sus zapatos, una mañana de Reyes. Y la muñeca pasó a llamarse Grisel; la bautizó así su padre, por el tango de Mariano Mores.

Desde aquel día de Reyes dejé de sentir pena por la sordera de María Rosa, sordera que le había impedido también aprender a hablar; al fin y al cabo, ella tenía ahora una muñeca «Marilú».

En el camino que iba desde mi realidad a la fantasía, la frontera era Grisel.

Nuestras casas eran linderas y había aprendido a jugar con la chica sordomuda en medio del silencio. Es que los niños tienen un libro de sabiduría hundido en algún sitio secreto. La mamá de María Rosa nos había enseñado a armar flores de papel y con ellas nos parecía incendiar las tardes, aun las tardes de lluvia. «¿Verá ella los mismos colores que veo yo?», solía preguntarme, imaginando que todos sus sentidos podían estar alterados. Es que mi amiga mezclaba los colores casi con furia, como queriendo acercarse con esa explosión al riesgo de una aventura.

Con la llegada de Grisel dejamos las flores de papel y nos aferramos a la muñeca como se aferra al árbol la última hoja. Jugábamos en el jardín del frente de la casa, con un fondo de ventanas siempre a punto de abrirse para mostrar la mirada de la señora Ana, la mamá de María Rosa, seguida de alguna recomendación acerca de no hacer esto o lo otro, o del aviso de que era la hora de tomar algún medicamento. En realidad, la chica no era solamente sordomuda, tenía una salud endeble, a los diez años parecía de siete. Pero seguramente, entre el silencio y los jarabes, su imaginación se ensanchaba y se la notaba conforme, como alguien que tiene las cosas necesarias al alcance de su mano, en medio de un baldío desolado.

El más abrumado por la condición de la niña parecía ser su padre. Contaba Doña Ana que no quiso tener otro hijo después que supieron del problema de María Rosa. El hombre, que tenía una pequeña imprenta a dos cuadras de la casa, se refugiaba en el tango. Trabajaba y descansaba escuchando siempre esa música.

En el barrio decían que por las noches deambulaba entre los pocos árboles frutales que había detrás de la vivienda y parecía celebrar algo así como ceremonias secretas, moviéndose con ritmo misterioso, con los ojos cerrados, mientras emitía una especie de suave ronroneo. Decían que recurría a extrañas invocaciones para lograr la curación de su hija. Ahora pienso que lo que hacía el hombre era bailar un tango. ¿No es el tango una ceremonia, una invocación en medio de «un suave murmullo que es como un cantar»? ¿No hay acaso misterio y olvido en el tango?

Por las tardes iba yo a la casa de mi amiga y por señas le preguntaba si Grisel quería tomar el té, si la llevaríamos al médico o iríamos de compras con ella. Doña Ana confeccionaba vestidos para la muñeca, creo que uno por semana, abrigados, frescos, sencillos, de fiesta. Cuando tenía uno nuevo, me decía en tono de complicidad que lo había colocado en tal o cual arbusto o rincón; yo debía guiar a mi amiga hasta allí, como al descuido, en un supuesto tour de compras, para volver entusiasmadas a lo que era «nuestra casa» debajo de un árbol de paraíso, vestir a la muñeca con su nuevo atuendo y salir a la vereda a que la viera todo el barrio. Lo que a mí me fascinaba era tomar a Grisel en brazos, recostarla y mirar cómo bajaba con lentitud los párpados, bordeados de pestañas extrañamente rígidas. Me parecían ésos unos ojos mágicos, como los de Olimpia, la muñeca de la ópera de Hoffmann.

En la mañana de un día feriado, debido a una fecha patria, encontré a Grisel parada sobre su asiento y con un delantal blanco de colegiala, sosteniendo una banderita argentina, desmesurada para el tamaño de la muñeca, con la varilla frágil que hacía de asta sujeta entre los dedos de un a mano. Demostré mi sorpresa ante esta escena y me senté en el silloncito que me correspondía, pero mi amiga me hizo señas inexcusables que indicaban que me pusiera de pie. Lo hice y María Rosa abría y cerraba la boca, como si cantara, mirándome y señalando la bandera de Grisel. Sentía que mi amiga esperaba que yo hiciera algo parecido. Desde algún lugar, desde ese libro sabio de los niños quizá, me llegó la certeza de que quería que cantara el Himno Nacional. Doña Ana solía llevarla a las fiestas escolares y allí la niña habría intuido que cuando había banderas, la gente, de pie y moviendo los labios de una manera diferente, soltaba algo que ella sentía que era solemne, pero que nunca sabría que era canto. El caso es que la entendí y, mirando al sol que seguía subiendo por detrás de los árboles, empecé a entonar el himno. Lo canté completo, parada junto a la muñeca, mientras mi amiga movía los labios con total seriedad; pero ella no podía cantar ni la muñeca poner en alto la bandera. Pude haber entonado cualquier cosa, pero sentí que ni María Rosa ni Grisel merecían un engaño. En el transcurso de lo vivido habré cantado nuestro himno cientos de veces, en distintos ámbitos, pero el que recuerdo con nitidez es aquél, en el jardín de mi amiga sordomuda.

Un poco antes de los diez años dejé de creer en los Reyes Magos y un poco después de los trece nos mudamos de casa. En un principio iba, al menos una vez al mes, a visitar a nuestros antiguos vecinos y jugaba un rato con María Rosa, pero ya no era lo mismo. Yo crecía y mi amiga no. Curiosamente, en mi nueva casa me preguntaba de vez en cuando qué sería de Grisel, mientras iba dejando de recordar a la chica. Y con el tiempo hasta la muñeca dejó de aparecer en mis pensamientos, al menos conscientemente.

Vinieron otros sueños, otras preocupaciones, otros requerimientos. Por ejemplo, cómo haría para pagar el alquiler del departamento, ahora que mi compañera se había vuelto a su ciudad. Debía conseguir con urgencia otra inquilina. Iba en el taxi en busca de soluciones, cuando escuché en la radio del vehículo «... no te olvides de mí, de tu Grisel...». Era el tango de Mores. «Las muñecas abandonadas deben tomarse venganza», pensé y me invadió una rara inquietud. Le dije al conductor que cambiaba de destino y le indiqué la dirección de María Rosa.

Al llegar tuve clara conciencia de que el tiempo había pasado y sentí casi miedo. Estaba Doña Ana, definitivamente sola, sentada en su sillón hamaca, con la mirada clara de siempre. Y Grisel sobre el bargueño, sin uno de sus meñiques, con una rodilla raspada, casi rota y, por alguna razón o sin razón, con su delantal blanco, sosteniendo obstinadamente la ahora descolorida banderita. Hablamos de María Rosa y de los viejos vecinos, tomamos un té, lagrimeamos, nos reímos. Y salí con Grisel y sus vestidos, envuelto todo en una mantilla.

Algo en la palidez rígida del rostro de la muñeca me había parecido un reproche. Quizá por eso fui a una de esas casas en las que restauran muñecas antiguas. El hombre me ofreció comprarla por una suma que no imaginé que podía costar Grisel. Pero recordé lo de las muñecas abandonadas y el silencio sin fin de María Rosa y no la vendí. «Ya que va a conservarla, tengo aquí una camita y una cómoda, de los juegos de muebles que fabricaban para estas muñecas, ¿recuerda?», me dijo el dueño del taller.

Es así que tengo ahora una nueva compañera de departamento: Grisel, en la cama especial en la que nunca antes había dormido, ocupando oronda la habitación vacía. A los pies, por alguna razón o sin razón, sigue la banderita.

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Copyright ©Pilar Romano, 2008
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Fecha de publicaciónDiciembre 2008
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