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Ósmosis

Daniel Rueda Garrido
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Tu presencia está conmigo fuera y dentro,
es mi vida misma y no es mi vida,
así como una hoja y otra hoja
son la apariencia del viento que las lleva.
Luis Cernuda, Los placeres prohibidos

Sabías que tenía que suceder, y no alcanzo a comprender por qué nunca me lo advertiste. Tú entendías más que yo de estas cosas. Quizá, también a ti te sorprendiera, no pretendo cargarte con la culpa de lo ocurrido, pero es todo tan diferente ahora y añoro tanto los años que hemos pasado juntos...; no sé, no puedo hacerme una idea del tipo de magia o acaso ley natural que ha alterado de este modo nuestra idiosincrasia.

Desde el principio tuve la sensación de que me escogiste de entre todos los hombres de tu entorno llevada por algún oscuro propósito. Yo apenas hice nada más que dejarme seducir por ti. Recuerdo que lo nuestro comenzó el día que me invitaste a aquel teatro en el que actuaba aquella gente de la coral, y aunque, ciertamente, resultó que eras aficionada a aquel tipo de espectáculos, entonces me pareció que sólo era un pretexto para que nuestros cuerpos se solazaran en el conocimiento mutuo.

Sentías por mí una atracción irrefrenable, es cierto, y diría, incluso, que obsesiva; a tal extremo llegaba que pronto comenzaste a imitar mi forma de hablar, poco después tomaste mi manía de morderme el labio cuando estoy inquieto y el gesto de llevarme los brazos en cruz a la cabeza cuando pienso. Éstas eran cosas, no obstante, que podían suceder, no les di la mayor importancia. Sin embargo, no podía dejar de sentir que se me estaba robando una parte de mí. Alguna que otra vez me habías dicho que si fueras hombre vestirías como yo, y te dejarías bigote como yo; todo lo que yo hacía despertaba tu interés y era digno de tu aprobación. Por las mañanas, mirabas desde la cama con embelesamiento a través de la puerta entreabierta del cuarto de baño, y mientras me afeitaba veía tus ojos espías reflejados en la luna del lavabo.

Era normal, pensaba por aquel entonces, a mí también me atraían los hábitos, las razones y las misteriosas incongruencias femeninas. Disfrutaba contemplando cómo te pintabas las uñas de los pies, el modo particular en que te subías el sujetador o disminuías la presión de sus tiras, y la magia de tus extravagancias cotidianas. En la oficina, también me fijaba en los comportamientos que tenían mis compañeras, su constante cuidado por el peinado, el retocarse el carmín de los labios, el andar equilibrado sobre sus tacones...

Aquella afición que yo tenía por sana y natural comenzó a exacerbarse y a llevarme por caminos inusuales que dieron conmigo en el afán de probarme algunos de tus vestidos, sobre todo aquél negro de lycra que tan bien hacía resaltar tu silueta esbelta y proporcionada. Sentí un cierto erotismo cuando cogí aquel vestido por primera vez; sin embargo, no era el tipo de excitación que yo había experimentado, tiempo atrás, repasando con mis manos las sensuales curvas con que tu cuerpo dotaba a aquel trozo de tela que te cubría.

Pocos días después, no sé muy bien por qué, llevado de aquella extraña pasión por emularte, hice que me depilaran todo el cuerpo. Nunca había sentido la molestia de los vellos de las piernas o del pecho hasta que me vi en el espejo con aquel vestido negro. Era de risa, yo que nunca había compartido la afición, tan de moda, de rasurar el cuerpo del hombre, por no sé qué impulso irracional llegué a desearlo con pasión inaplazable. Y tendrías que verme, allí, a la semana siguiente, posando delante de mi ridículo reflejo con la piel blanca y brillante bajo aquella prenda negra, dando un paso más hacia ti, hacia aquello que tú representabas para mí.

Como yo perseguía ocultamente aquellos propósitos inocuos de tomar la medida a tu feminidad, nunca me alarmé por los pequeños cambios que ibas adoptando y las nuevas manías que ibas adquiriendo, incluso cuando éstas me eran tan singularmente familiares. Te cortaste el pelo que días antes caía homogéneo y sedoso por tus hombros, y comenzaste a usar gafas, como yo, pero sin que tu vista las necesitara; un día me pediste prestada mi pipa de fumar para ver qué tal se te daba, y al día siguiente vi sobre el aparador una pipa negra con un diseño brocado que no era la mía. Yo, por mi parte, sentí la atracción de los espectáculos líricos, y me hice asiduo del Teatro Central, disfrutando, como sólo tú lo harías, de cada concierto y de cada pieza musical.

Tendrías que haberme dicho cuál era el final de aquel proceso, yo sabía que aquellas conductas y aquellas sensaciones no podían acabar bien. Pensé que me estaba afeminando y que inevitablemente tendría que reconocer mi inclinación homosexual, al menos para acallar las habladurías que se estaban levantando a mi alrededor. Pero no era cierto, a mí no me gustaban los hombres, sólo me gustabas tú, tú eras lo único que amaba y lo único que quería poseer, al tiempo que tú eras la que se apoderaba de mí.

Nuestros amigos comunes no podían dejar de señalar aquellas progresivas coincidencias entre nosotros. Entonces discutíamos durante horas sobre los caracteres propios de cada género. Tú me defendías ante ellos sugiriendo que yo estaba encontrando el camino de una sensibilidad negada para el resto de los hombres, lo cual hacía emerger las quejas y reproches de la parte masculina de la reunión. Yo me revelaba ante todo esto, y lo pagaba contigo, no era justo, pero no podía hacer nada para remediarlo. Me volvía histérico, la sangre se concentraba en mis venas y éstas se tensaban en mi cuello cuando quería hacer contra a las burlas; sentía el corazón que me golpeaba incesantemente en el pecho como a un adolescente; tú, en cambio, permanecías silenciosa, digna, con la mirada sarcástica que habías aprendido de mí.

No obstante, recuerdo con añoranza el tiempo que duró aquella pesadilla hasta comenzar esta otra en que vivo ahora. Las noches que nos quedábamos en casa y nos relajábamos después de hacer el amor, tú me hablabas de historias de andróginos, o de gentes que se amaron hasta la simbiosis perfecta, trasmutándose uno en otro hasta llegar a ser uno solo. Yo asentía moviendo la cabeza o fijaba la mirada en un punto imaginario para simular una falsa atención a tus palabras. Qué me importaban a mí ejemplos de amantes mitológicos sacados de los libros que leías; sin embargo, por una cierta volubilidad, me confortaban y me sobrecogían de placer por el mero hecho de escucharlas de tu boca.

Yo te quería tener sólo para mí, pero no como hoy te tengo. Te deseaba y hubiera dado cualquier cosa para que nunca te fueras de mi lado, bien lo sabes; hoy este sentimiento es imposible, hoy mire donde mire te veo, te veo por todas partes, pero tú ya no estás. Sabías que llegaría este momento; más aún, estabas esperándolo febrilmente desde hacía mucho. El momento en que te adueñarías de mí para siempre, te llevarías contigo mi cara, mis manos, mis labios, mis arrugas, mis canas, mis gustos y aficiones... mi amor.

Tenía que suceder..., y sucedió aquella noche nefasta. ¡Ah! ¡Recuerdos que apenas son míos! Cuando desperté, exhausto de placer y cansancio, tras haber hecho el amor contigo durante toda la noche, abrí los ojos y me hallé bajo un cuerpo robusto, cuyas manos tan familiares me tenían asido por los hombros, la escasa luz del alba que penetraba en finos haces a través de la cortina ni siquiera me fue necesaria para reconocer que aquel rostro que descansaba sobre mi pecho era el mío, que aquellas manos eran las mías, y aquél era el cuerpo con que tanto esmero había tratado de asemejar al tuyo. El cansancio me impedía llegar a conclusiones certeras, y mis ojos, aún soñolientos, pudieron ver aquellas manos tersas y cuidadas en que culminaban mis brazos, y aquellos brazos, en otro tiempo tan sensuales para mí, que ahora se prolongaban desde mi propio cuerpo; mi pecho, mi sexo..., nada de lo que podía ver desde mi posición me pertenecía. Sin embargo, todo eso lo había amado hasta la locura, hasta la locura de apropiármelo.

¡Ay, amor! ¡Calla! Tienes razón. Debí hablarte del proceso que se cumpliría. Me fui de tu lado y te quedaste conmigo, me fui para ser tú mismo lejos de ti, lejos de mí. ¡Sí!, has llegado a ser la mujer que yo era. Observabas con detenimiento mis maneras y las cadencias de mis movimientos, tomaste vestidos de mi armario, y sé que soñabas con poderlos llevar en mi cuerpo. Te abrasaste en mí como yo en ti. Tanto fue lo que me amaste y tanta la fascinación que desperté en ti que de poco a poco dejaste de ser aquel que eras, el hombre que yo deseaba ser desde un principio, y te acercabas a la perfección del amor: amar absolutamente a costa de uno mismo; así, como no podía ser de otro modo, acabamos tú en mí y yo en ti, deseosos aún cada uno del otro. ¡Burla de la pasión desmedida! Y ahora nadie nos creería si lo contásemos.

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Copyright ©Daniel Rueda Garrido, 2008
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Fecha de publicaciónEnero 2009
Colección RSSFabulaciones
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