Nada más bajar en la estación de Austerlitz con aquel tropel de niños, sentí que me golpeaba un presentimiento. No sólo quedé aturdido por el gentío, las luces, las voces, los policías, los carritos de las maletas, y en fin, todo lo que salió a nuestro encuentro en cuanto abrimos la portezuela del vagón, sino que tuve un mal presentimiento, como si fuera a ocurrir un accidente o algo malo. Inmediatamente reuní a los chicos, unos diez o doce, los conté, les advertí unas pocas instrucciones, los amenacé con tal benevolencia que yo mismo me sonrojaba ante mis palabras, y me hice conducir fuera de la estación por un mozo, hasta una parada de autobús. Al salir del hangar sentí la misma impresión, si cabe más aguda aún, de alerta y de alarma. Pero enseguida la belleza de París, sus monumentos, sus árboles, sus calles inmensas, más grandes que mi pueblo, y toda aquella gente afanándose en las bocas del metro, en las calzadas, en las terrazas, en los autos, por todas partes, eclipsaron aquella impresión, aunque sin llegar a ahogarla por completo.
Con ayuda del conductor del autobús y de un pasajero, casualmente español (¿o argentino?), encontramos al fin nuestro hotel, el Astoria, al fondo de una calle cerca de los Capuchinos, en la orilla izquierda del Sena. Dormimos toda la mañana, hasta la hora de comer, y dedicamos la tarde a pasear. Por la noche cenamos en un restaurante de españoles, también próximo, y nos retiramos pronto y en orden. Al día siguiente debíamos estar a las nueve en la entrada de El Louvre, y luego hacer la ruta turística habitual que incluía, entre otros, la Torre Eiffel, Notre Dame, el barrio de los Estudiantes (no el Moulin Rouge ni el quartier de los bateleros, por supuesto), y el bosque de Bolonia. Yo les había prometido a los chicos que, si se portaban bien, aquella tarde iríamos al Circo Ruso que se anunciaba a bombo y platillo por todas partes por esos días. Con este señuelo conseguí que se comportaran medianamente. Y entramos en fila en El Louvre.
Nada más entrar nos quedamos pasmados ante la Victoria de Samotracia que preside la gran escalinata de la puerta principal. Volví a tener el mismo presentimiento de la víspera. ¿Por qué, qué era, qué significaba? Perdóneme su Eminencia si parezco interesado en intrigarlo, como si redactara un folletín de aventuras, pero es que al escribirlo ahora vuelvo a sentir el mismo escalofrío de entonces, como si no hubiesen pasado los años. En fin, sea como fuere, intenté sobreponerme, y comenzamos a atravesar las distintas salas, con paso apresurado.
Imagínese yo, que no entiendo nada de arte, y que no sé francés, y por lo tanto ni siquiera podía contratar los servicios de un guía, rodeado de chicos soñolientos, despertándose, deseosos de correr por París como lobos. Pasé, pues, lo más rápido que pude, deteniéndome sólo y por apuro ante las obras más famosas, como La Gioconda o la Venus de Milo, que dicho sea de paso, me hizo sonrojarme y arrancó algunas risitas mal contenidas a los niños. Ya íbamos a salir por el extremo opuesto, con el tiempo justo para desayunar rápidamente en cualquier parte, antes de visitar Notre Dame y encaminarnos a los Campos Elíseos, cuando me topé casi de bruces con un grupo que nos cerraba el paso, parado ante una exposición itinerante dedicada a la conquista de Inglaterra.
El grupo, compacto y heterogéneo, de curiosos se arremolinaba ante algo. Sentí curiosidad y ordené a los chicos que me esperaran en la escalinata de la puerta. Luego me abrí paso como pude hasta aquello que atraía como un imán su atención. E inmediatamente quedé deslumbrado ante el Tapiz de Bayeux.
Su Eminencia habrá oído hablar muchas veces de él, y tal vez incluso lo haya visto con sus propios ojos; le resultará quizás extraño pero disculpable que un pobre cura de aldea se sobresaltara hasta el punto de quedar prendado, suspendido, y como fuera del tiempo y del espacio, como en otro mundo, ante aquella maravilla. No era sin embargo el tema lo que me fascinaba, le confieso que yo nunca había leído ni oído hablar antes de aquella ocasión de la batalla de Hasting ni de Guillermo el Conquistador. No era, pues, el tema lo que me fascinaba sino el tapiz en sí mismo. ¿Cómo explicarlo? De pronto aquella inquietud que había sentido desde nuestra llegada a París se aclaraba y como que se concentraba en aquel objeto. Yo seguía sin saber a qué obedecía, pero ahora sentía que sí, podía sentir que el misterio de aquella aprensión, de aquel presentimiento, estaba allí, ante mis ojos, contenido de alguna forma en el tapiz.
Permanecí, pues, mucho tiempo, sin conciencia de ello, como alelado ante aquella visión. Y de pronto, sin saber cómo, me vi acercando la mano al intrincado laberinto de hilos que compone la tela. Por supuesto, no podía tocarse, y un guardia me llamó de inmediato la atención. Aparte, nos separaba del tapiz el típico cordón rojo que se estilaba en aquellos tiempos, más ingenuos y pacíficos que los nuestros. El gesto del guardia me sacudió como a quien ha estado en trance y se despierta de golpe, tras una sesión de hipnotismo. Entonces comprendí. Todo se me aclaró de súbito.
El alboroto de los chicos me hizo correr, de momento, a las escaleras, pero aquella misma noche puse por escrito todo, ¡lo escribí todo! como cuando uno despierta después de un sueño extraordinario, con una idea muy importante, con la sensación aún fresca y vívida, estampada, impresa en su mente aún, de una visión que está, no obstante, a punto de deshilacharse y resbalar al olvido para siempre, y corre a escribirlo como si de ello dependiera todo su destino. Hasta pasada la medianoche estuve escribiendo, pues, en un cuaderno todas las reflexiones e intuiciones despertadas en mí, y me tracé un plan de trabajo que habría de abarcar no días, ni meses, sino años, el resto de mi vida, como así ha sido.
Pocos días después volvimos de París sin más incidentes dignos de mención.
Su Eminencia se sonreirá, tal vez, escéptico, ante esta extravagante relación de mi viaje a París. Digo mi viaje porque, desde ese momento, he estado completamente solo en mis impresiones, embebido en mi descubrimiento como en un juego emocionante pero incomunicable. Pues bien, es fácil de explicar: una simple asociación de ideas, o si se quiere de imágenes, como he sabido mucho después, fue lo que me llevó a la conclusión feliz, en la estación de Austerlitz, en el momento en que nos disponíamos a bajar del vagón, de que Dios existe. Lo vi tan claro como si en ese momento se me hubiese aparecido a la luz del día.
Antes de saltar yo al andén, molido por el viaje nocturno, vi de pronto ante mí las cabezas de los muchachos iguales, removiéndose casi idénticas una junto a la otra, sobre sus hombros enclenques. Entonces no recapacité más. Pero después, ya en nuestro hotel, reconocí en algunas de las caras de los chicos a antiguos alumnos que yo había tenido en cursos anteriores. Al principio no presté mayor atención, todos los niños se parecen al fin y al cabo, en algo a menudo indefinible. Pero después de ver el Tapiz de Bayeux, volví a mirarlos, a examinarlos bajo otra luz, y descubrí algo sorprendente: dos de mis alumnos eran casi idénticos a otros dos que yo había tenido hacía algunos años. Entiéndaseme: no se parecían, eran los mismos. Es decir, no me recordaban por sus rasgos físicos a aquellos otros niños, ni siquiera por su expresión, su actitud, sus gestos o su forma de vestir, aunque en todo esto el parecido también era sorprendente, sino que había algo más, algo más profundo, importante y escurridizo, como si estuvieran repetidos en aquéllos. ¿Y el tapiz? Al ver el Tapiz de Bayeux con sus hermosos hilos entretejidos en aquella batalla, se me ocurrió que aquellos cuatro chicos eran como otros tantos hilos, separados entre sí tan sólo por las circunstancias, que ocupaban tiempos y espacios diferentes, pero en el fondo eran idénticos en el sentido de estar entretejiendo el mismo dibujo, disparejos, idénticos, pero alejados, formando un dibujo no visible racionalmente, inabordable desde nuestra posición humana, como para una mosca posada en el mantel es inabordable el dibujo de éste. ¡Pero el dibujo está ahí, o mejor dicho, somos nosotros, existe! ¡Todo se reduce a desvelarlo!, ¿pero cómo?, se me aclaró, ¿qué clase de dibujo formamos y cómo llegar a él? Sea como fuere, ese dibujo, o su dibujante, es Dios. Dios, pues, existe. Más aún, es fácil demostrarlo. A eso dedicaría, he dedicado, toda mi vida. Las consecuencias son terribles.
Regresamos, pues, en pleno verano. Aprovechando las vacaciones, recorrí todas las escuelas donde recordaba haber enseñado en los últimos veinte años. Algunas ya ni existían, habían sido destruidas por la guerra; otras habían sido convertidas en casas, almacenes, establos; pero otras seguían funcionando. En todo caso, lo que me interesaban no eran los lugares sino los archivos: información y fotografías de todos los alumnos que habían pasado por mis manos. Me inventé la historia (una pequeña mentira piadosa, Su Eminencia, por un buen fin) de que estaba investigando las vidas de mis ex alumnos, sus prácticas religiosas y sus hábitos morales, y al cabo de dos meses reuní una cincuentena de antiguos expedientes, que incluían fundamentalmente domicilios, notas y fotografías. Inmediatamente me encerré en mi habitación pretextando rezar, y con manos temblorosas comencé a examinar en primer lugar las fotografías. La habitación era pequeña, así que aparté la cama y los muebles y dispuse todas las fotografías en el suelo. Enseguida me di cuenta de que mi labor iba a ser más ardua y difícil de lo que yo había supuesto: además de ser malas, muchas de aquellas fotografías borrosas de por sí estaban deterioradas hasta el punto de hacer a sus protagonistas casi irreconocibles.
Tendría, pues, que trabajar de día, con buena luz. A la mañana siguiente volví a extender las fotografías, esta vez sobre la mesa bajo la ventana, en grupos de diez. Ayudado con una gruesa lupa, fui separando y uniendo, buscando parecidos, rastreando aquellas caras infantiles. Es una forma de hablar, porque en realidad sólo encontré dos caras casi idénticas, pero este hallazgo fue lo suficientemente extraordinario e importante para justificar todo el esfuerzo. Guardé el resto para cotejarlas más adelante con otras nuevas y, de momento, me lancé literalmente sobre aquel descubrimiento insólito.
Los dos alumnos en cuestión a los que pertenecían las imágenes se llevaban más de quince años y vivían (al menos en aquellas fechas de sus expedientes), en pueblos distintos, lo bastante alejados entre sí para aquella época como para suponer que no se conocían, que lo más probable era que no se hubiesen tropezado nunca el uno con el otro. Con todo, el parecido de sus facciones, de su expresión, y de ese algo indefinible que yo al menos, no sé cómo nombrar, era más que extraordinario. La sorpresa mayúscula me la llevé enseguida, cuando comprobé que ambos se llamaban Marcelino. No obstante decidí, con un criterio riguroso, científico, que no podía conformarme con aquellas coincidencias, ni con simples conjeturas, y seguí indagando en aquellos dos casos. Mi idea inicial era comprobar una sola vez que mi teoría podía funcionar y comprobarse con hechos, aunque sólo fuera en un caso, lo que es por definición insuficiente; pero después iría ampliando mis datos y comprobaciones, ensancharía la base estadística de mi descubrimiento, hasta que el número de ejemplos fuese lo suficientemente amplio como para permitirme sacar alguna conclusión provisional.
Los primeros resultados fueron decepcionantes: aparte de las caras y los nombres, aquellos dos ex alumnos no coincidían en nada más. ¿Era suficiente? No podía saberlo. Me daba cuenta, conforme avanzaba, de que era más fácil tener una intuición que demostrarla con hechos. Por supuesto, seguí adelante sin desmayo. Empezó el siguiente curso, y gracias a la influencia de la marquesa me permitieron seguir en aquella escuela donde, aparte de estar cómodo, podía ir casi todas las semanas a Granada, a los archivos de los Institutos y los Colegios Mayores, donde estaba la información de mis ex alumnos que habían seguido estudiando en la capital. También gracias a la influencia de la marquesa pude examinar otras fuentes más reservadas, en sótanos y casas recónditas, que por discreción y compromiso prefiero callar.
No obstante, pasaban los meses y yo no obtenía resultados. Mis compañeros y el director de la escuela mudaron su curiosidad y su intriga inicial por una amabilidad burlona, corrosiva, que no obstante me dejaba indiferente. Hacia finales de curso decidí desistir, consolándome con la idea de que aquella búsqueda estéril sólo me había robado unos pocos meses, que de todas formas hubiese ocupado en cosas seguramente menos útiles aún. En todo caso la causa lo merecía. Con todo, no podía pasarme el resto de mi vida dándome cabezazos contra un muro. El que yo no hubiese encontrado nada no significaba que mi intuición hubiese fallado, sino sencillamente que yo no era la persona adecuada, capaz, no tenía los medios ni la preparación suficientes o adecuados para comprobarla. Demostrar científicamente la existencia de Dios no es algo baladí, es un asunto de envergadura, sobre todo para un cura de pueblo. Convendrá su Eminencia en que al menos, en esto, yo era razonable.
Había guardado todo mi material en un pequeño armario, regalo de la marquesa, e interrumpido mis viajes semanales a Granada y a los otros pueblos. Una mañana estaba tumbado en mi cama escuchando con pereza los ruidos que llegaban de la calle, cuando se me ocurrió esto: para buscar dos hilos del mismo color en una maraña tal vez lo mejor no sea desenredarlos; tal vez había fallado el método; en vez de intentar extraerlos del ovillo y separarlos de todos los demás, ¿por qué no introducir más hilos, otros nuevos? Por ejemplo, si busco dos hilos rojos, puedo introducir media docena de hilos nuevos, también rojos, y luego intentar recuperarlos junto a los que buscaba, por una especie de precipitación química. Me levanté de un salto. Hasta entonces me había limitado a indagar entre mis ex alumnos. Pero tenía en mi poder dos hilos idénticos: las fotos y los nombres de aquellos dos niños de que he hablado, que había separado del resto a la espera de nuevas coincidencias. Corrí, pues, al armario, donde guardaba mis cajas de zapatos con las fotografías y los papeles, e introduje las dos fotografías y los dos expedientes mencionados, como un prestidigitador introduciría dos cartas para perderlas en la baraja en su juego de manos. Cerré la puerta y vacié todas las cajas en el suelo.
Al cabo de una hora había encontrado nuevas coincidencias: todas las fotografías y expedientes, salvo aquellos dos, seguían siendo distintos en el conjunto de sus detalles y tomados de dos en dos, pero bastaba con que un apellido coincidiese para crear una cadena de aparentes casualidades, múltiples. Me explico: A y B se apellidan Pérez, algo muy común y corriente; pero he aquí que B tiene gafas, como C; C viste del mismo modo que D, quien a su vez, tiene un padre mecánico, que ha nacido en Astorga, ¡como el padre de A! ¿Se da cuenta su Eminencia de la extrema importancia de tal descubrimiento? Si dicho método funcionaba, como en efecto comprobé tras una actividad febril, en los meses siguientes, eso significaba que no dos, ni cuatro, ni ocho de mis ex alumnos, ¡sino todos ellos!, estaban relacionados entre sí de una forma escondida y misteriosa, enmarañados como los hilos del famoso Tapiz de Bayeux. Dicho de otro modo, que sus personas y sus vidas, y las de sus antepasados y sus descendientes, aparentemente ajenas entre sí, formaban en realidad una única trabazón, un abigarrado tapiz que recorrería el tiempo y el espacio humanos, y tal vez el de todas las cosas, desde el principio de los tiempos. No quiero perderme en especulaciones, pero su Eminencia comprenderá mi agitación, mi extraordinario nerviosismo de aquellos días, y mi imposibilidad de permanecer impasible, indiferente ante este hallazgo. Una de mis mayores torturas consistió precisamente en no poder comunicarme con nadie ni revelar mi supuesto descubrimiento, pues enseguida me hubiesen tomado por loco, apartado de mis clases y la escuela, y arrebatado toda posibilidad de proseguir mis investigaciones. Oculté, pues, como pude el origen de mi entusiasmo, viví en una especie de fulgor interno, continuo e incomunicable, como en un fuego interior y fabuloso que me devoraba y me consumía.
Al cabo de un año había reunido tantos datos que, desbordado, deslumbrado por la infinita malla de coincidencias, ya no sabía cómo continuar, y yo mismo me perdía en aquel dibujo inextricable. Por otra parte, muy pronto se me presentó la dificultad de extraer alguna conclusión inteligible de todas aquellas coincidencias. Mi objetivo último, ambicioso, tal vez irrealizable, era hacerme con un número limitado de casos, una idea de conjunto. Dicho de otra forma para que se me entienda, vislumbrar desde lo alto un trozo, aunque fuese minúsculo, del abigarrado y rebelde dibujo del tapiz. En otras palabras, ver el dibujo de Dios, aunque fuese en una minúscula porción.
Entretanto, hacía tiempo que yo ya no era el hombre bonachón, jovial, y alegre de antes. Una especie de ansiedad me consumía: dormía poco, rehuía a la gente, comía lo justo para mantenerme en pie, y aceptaba beber un vaso de vino y charlar al caer la tarde o en las pesadas sobremesas de los domingos, sólo a regañadientes. Mis compañeros y conocidos se percataban de que algo me ocurría e intentaban sonsacarme, mal disimulando su regocijo, porque yo había sido hasta entonces, al menos aparentemente, feliz. Al no dar con mi secreto decidían que no había tal, que no había ninguna razón para mi estado de ánimo, y hablaban en voz baja, interrumpiéndose en cuanto yo aparecía, lo que ocurría rara vez fuera de las horas habituales, pues yo ahora vivía encerrado en mi cuarto día y noche, completamente entregado a mi búsqueda, cada día ahora más fructífera. Como digo, sólo una vez a la semana tomaba mi cartera, mis papeles, y me iba sin decir a nadie adónde ni a qué. Incluso la marquesa, que tanto me había favorecido y que aún me ayudaba, tuvo que conformarse con vagas palabras, con mi silencio.
Al cabo de un año, pensando que tal vez yo estaba enfermo por exceso de trabajo, consumido por el insomnio, me dieron un permiso de seis meses. Corrí a ver a mi benefactora y le supliqué que me ayudase a volver a París. ¿A París?, ¿no se habrá metido en algún lío de faldas?, bromeó ella. ¡Ande, ande allá, pero con la condición de que en cuanto vuelva viene corriendo a contármelo! Así se lo prometí sin pensar ni en lo que decía. Al cabo de una semana bajaba de nuevo de un vagón de segunda clase en la estación de Austerlitz, esta vez sin el menor presentimiento. Me alojé en el mismo hotelito, donde mis archivos y mis cartapacios sorprendieron al conserje y a los empleados. Un cura solo, cargado de baúles, que pasa todo el día fuera y no habla con nadie, ¿no era para sospechar?
Además de recabar información (fotos y expedientes académicos de muchachos franceses cuyas edades coincidiesen a grandes rasgos con mis muestras, y que me facilitaban amablemente los jesuitas franceses, antaño proscritos), y aparte de estudiarla y contrastarla, me pasaba el día vagabundeando sin rumbo, entrando en oscuras iglesias al fondo de callejones aún más oscuros; registrando bocas de metro multitudinarias; visitando museos que apenas si veía, que atravesaba como sonámbulo; asomándome a los innumerables puentes del Sena, como un suicida en potencia; sumergiéndome en la anónima y cambiante multitud. Era el principio del invierno y aquel año, cada mañana amanecía con una ligera nevada que luego derivaba en agua nieve, embarrando las calles. Tuve que comprarme alguna ropa de abrigo, de saldo, pues mi estancia se prolongaba aparentemente sin objeto. Ni yo mismo sabía cuánto tiempo iba a permanecer aún allí, ni por qué prolongaba mi visita, como si no me concerniera en absoluto a mí decidirlo. La marquesa, supongo que descontando mi cordura y mi sentido común, me había otorgado plena libertad en esto. Pero yo esperaba, ¿qué esperaba? Y los días transcurrían adentrándose poco a poco en el invierno, cada vez más cortos, fríos y oscuros.
El Tapiz de Bayeux, por supuesto, ya no estaba expuesto en el Louvre, pero como si mi inconsciente se negara a aceptarlo, a asumir este hecho, mis piernas me encaminaban una y otra vez hasta allí. El portero engalonado de la puerta principal, que ya me conocía, me recibía risueño: «Bonjour le pére, allez-vous regarder les femmes?» A fuerza de escucharlo y de deambular por París, acabé entendiendo y chapurreando algo de francés.
Así pasaron ¡seis meses! Mi permiso se acabó. Debía volver, volvía con las manos vacías. Como digo, yo era el primero en ignorar lo que esperaba encontrar allí, aparte de los datos de que he hablado (y que me corroboraban una vez más coincidencias asombrosas, que ahora podía afirmar que traspasaban fronteras y países, y que no menciono por no ser excesivamente prolijo y porque los adjunto con las demás pruebas documentales en otro paquete, aparte de esta carta ya demasiado larga). Yo esperaba algo, y la víspera de mi marcha sucedió al fin.
Estaba contemplando el Sena como cada tarde: flotaban algunos carámbanos entre la nieve ligera y pegajosa, que revoloteaba y se deshacía en las hondas oscuras; un ramalazo azul, otro rojo, otro amarillo, se sucedían y se solapaban entre sí: los reflejos de las barcazas sobrecargadas de turistas y domingueros; el humo; los tejados; las farolas recién iluminadas, entre los árboles, formaban un tapiz movedizo y tembloroso en el agua. ¡El dichoso tapiz otra vez! Pero entonces se me iluminó una idea, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Sin abotonarme el abrigo, con la bufanda suelta descabalada en el cuello, las gafas (que ahora usaba) turbias, borrosas, en la punta de la nariz helada, en fin, hecho un desastre, sin mirar ni a izquierda ni a derecha, me alejé a toda prisa hacia el hotel. Al día siguiente, ya en el tren, caí rendido después de una noche de insomnio y exaltación, y desperté en España.
Había encontrado la forma de representar aquellas coincidencias, de convertir aquella masa informe de datos, de hitos, de aparentes casualidades, en un dibujo, el único dibujo posible, el único que podía corresponder a cada cadena recurrente de sucesos. Por ende, un dibujo a todo color.
El procedimiento, que he perfeccionado y refinado a lo largo de estos años, era extraordinariamente sencillo: supongamos que Felipe, Tomás, Paco y Mauricio han nacido el mismo día y casi a la misma hora; que el primero además tiene un padre mecánico como el último; el segundo ha emprendido la carrera de medicina, sin éxito, como el tercero, y ha acabado emigrando, por ejemplo a París, como el último, etc. ¿Cómo podemos convertir en un dibujo coherente todas estas coincidencias? Naturalmente, una premisa básica es que todos estos sujetos no se conocen, han nacido y viven en lugares distintos, incluso en países diferentes (también pueden encontrarse coincidencias asombrosas entre personas que han nacido en diferentes épocas). Aún así, las coincidencias, en una aparente y ceñida maraña de casualidades, los entrelazan como una red invisible. ¿Cómo dibujarlo, cómo hacer visible esta casualidad?
Lo que se me ocurrió mientras miraba el agua del Sena fue lo siguiente: imaginemos que cada cadena de coincidencias tiene un color, dentro de una determinada gama: por ejemplo, todo lo que se refiera a Felipe o a Mauricio lo representaremos en la gama de azules; todo lo que tenga que ver con la profesión en la de rojos; los estudios en amarillo; las enfermedades en negro, etc.; entonces, en vez de escribirlo con palabras, cada vez que aparezca la variable en cuestión pondremos siempre el color elegido por convención; en cuanto al dibujo, situaremos siempre a nuestra izquierda los sucesos más antiguos, e iremos así, de izquierda a derecha, desde el pasado más remoto hasta el presente más inmediato a nosotros, en el mismo sentido de nuestra escritura, para trazar las líneas del dibujo en cuestión. ¡Ya tenemos, pues, el color y el dibujo que buscábamos! ¡He aquí los datos fríos, informes, mudos, convertidos en una imagen, que al fin podemos captar con un golpe de vista! Todo se reduce entonces a recopilar la mayor cantidad de datos posible, imaginando que cada cadena de variables coincidentes forma un único hilo, que podemos seguir, rastrear del pasado al futuro, siguiendo la respectiva cadena de coincidencias, hasta reconstruir, junto a los otros hilos, el vasto y abigarrado tapiz que intuíamos y buscábamos.
Naturalmente, el método es más fácil de explicar que de llevar a la práctica. Para empezar, por pocas variables que manejemos, el número de hilos tenderá siempre a ser infinito. En último extremo, el tapiz abarca todo el Universo, incluye todo el tiempo y todo el espacio que ha sido, es y será, con todos los seres que lo pueblan desde la Eternidad; desborda, en suma, nuestra capacidad de comprensión. Tal es Dios. Por otra parte, cuanto mayor sea el número de datos, de hilos que manejemos, más preciso y definido será el dibujo, el color, el trozo de tapiz que vislumbremos, y viceversa. Así, si nuestros datos son muy escasos o pobres, tendremos una imagen incompleta, borrosa, truncada, que no nos dirá nada; a la inversa: si pudiéramos trasladar a nuestro dibujo todos los datos del Universo, tendríamos el dibujo completo y acabado del Mundo, con todo su sentido. En una palabra, tendríamos a Dios.
Que esto sea imposible no restaba en absoluto verdad ni eficacia a mi descubrimiento. También la Ciencia, cualquier Ciencia, se apoya en último extremo en un horizonte inalcanzable. Yo no estaba loco. Aspiraba a ver sólo un pedacito del dibujo del tapiz, el suficiente para hacerme una idea del diseño general. Aspiraba a atisbarlo, a descorrer un instante el velo, como la mosca que revolotea un momento sobre el mantel donde estaba posada y donde está dibujado quizás también su destino. Comprendí que, al igual que hay una gravedad de los cuerpos, hay una gravedad del espíritu. Y las dificultades se multiplicaban con cada hallazgo.
Por ejemplo, el dibujo variaría según el criterio con que agrupase los datos. Cada serie de categorías distinta daría lugar a un dibujo diferente. Como el movimiento del agua del Sena alteraba y formaba a su capricho un reflejo u otro. ¡El dibujo no era pues fijo, al menos hasta donde podía alcanzarlo nuestra inteligencia, sino movedizo, cambiante, o dicho de otra forma, también dependía de nuestra inteligencia, de nuestra posición, y nuestro ojo, como el reflejo de las riberas del Sena dependía también del movimiento, la luz, etc, de dichas riberas! Con todo, el dibujo existía, de eso estaba convencido (ahora lo sé positivamente).
Por último, yo necesitaba una superficie enorme para representar una minúscula, infinitesimal, borrosa, porción de la trama del tapiz. Me mudé a un cuarto mucho mayor y prescindí de todos los muebles excepto de la cama, una silla y una mesa, para disponer del suelo libre (mis superiores pensaron que sufría una crisis de ascetismo). Debía emplear además las horas de la noche, silenciosas y discretas. Y me entregué a mi labor.
Al mismo tiempo que iba trasladando a la tela (al final opté por un lienzo basto, blanco, como los que usan en su sayal los Dominicos) todos mis datos, recopilaba más información: amplié el abanico no sólo a otros países, sino a otras generaciones; incluí personajes del pasado, famosos del presente, recién nacidos, gente insignificante y anónima, de todas clases, edades y condiciones; la telaraña era ya tan tupida que daba vértigo mirarla, y con todo resultaba cada vez más confusa, seguía siendo ridícula, minúscula, y el dibujo que producía apenas podía vislumbrarse como un galimatías, un garabato absurdo.
Poco a poco, sin embargo, empecé a ver, a vislumbrar algo. Como si de pronto quisiera aclararse, emerger una imagen de aquel fondo enrevesado de trazos y colores. Al principio dudé, lo achaqué a la casualidad, a nuestra disposición innata a ver en todo un sentido, pero muy pronto aquello se hizo tan claro y evidente que ya no pude seguir negándolo ni rechazándolo. ¡Aquello no había salido de mis manos sino de los datos fríos, ajenos a mi voluntad, y a mi creatividad, a mi paciencia de amanuense! Y aquello era monstruoso.
Su Eminencia me ahorrará el describírselo. Le adjunto las fotografías con todos los datos de este informe. No me siento capaz de volver a contemplarlo, e intento sin resultado, olvidarlo cada día. Le aconsejo a Su Eminencia que lo contemple con precaución, y sólo el tiempo imprescindible, y que luego lo destruya. No puede hacer bien a nadie.
A mí me ha quebrantado la salud y los nervios, me ha llevado al borde de la locura. Le ruego que me perdone por habérselo enviado. He creído, creo que ésta era mi última obligación como cristiano.
Quizás la culpa es mía: podía haber seleccionado las variables de otro modo, haber trazado las líneas con otro criterio, y el dibujo resultante hubiera sido sin duda muy distinto. Sospecho, sin embargo, que en cualquier caso hubiera sido —es— monstruoso.
Tal vez mi pueblo, con sus montes pelados, su gente sencilla, sus animales, me devuelva la paz que he menospreciado por una quimera. Me temo que la muerte no sea el fin.
Quede Su Eminencia con Dios, con su Dios. Su humilde ex párroco, Agustín Portocarrero.
Copyright © | Carlos Almira Picazo, 2008 |
---|---|
Por el mismo autor |
|
Fecha de publicación | Febrero 2009 |
Colección | Fabulaciones |
Permalink | https://badosa.com/n315 |
Fabuloso relato que te atrapa como un hilo para meterte dentro del tapiz. Casi podemos descubrir el mapa de Dios. A la inversa que el hilo de Ariadna, el relato te va atrapando poco a poco en el laberinto, hasta llegar a ese monstruo inextricable de relaciones que parece estallar en tu propia mente. La tarea exorbitante y vida desencajada del protagonista me ha llegado a atrapar de tal forma, que al final también he sentido el alivio que produce el descanso del pueblo y de la gente sencilla. Felicidades, Carlos
Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:
Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)
Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).
Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.
Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías
Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.
Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.
Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.