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Patada al tablero

Orlando Mazeyra Guillén
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaArequipa, Perú

Al llegar a mi casa, y precisamente en el momento de abrir la puerta, me vi salir muy apresurada. Intrigada, decidí seguirme. Estaba cruzando el óvalo de Vallecito, casi corriendo; me pude notar alegre, con una sonrisa abierta. ¿Qué había sucedido? Cualquiera que haya pasado por el inenarrable espanto de seguirse a sí misma podrá vislumbrar mi horror al corroborar que no estaba haciendo otra cosa que dirigirme a la casa de Marcela. No era posible: yo acababa de volver de allí, cuando, minutos atrás pasé, con miedo a que me descubrieran, la carta por debajo de la puerta.

Ahora que me veía abrazando alborozada a Marcela y a ella, exultante, sosteniendo la carta con inusual delectación supe que estaba hurgando en el futuro. ¡Qué hermoso! Me vi caminando con ella y sentarnos en una de las bancas del óvalo para releer juntas esa explosiva misiva que nos había cambiado para siempre:

He decidido conocerte. No, no es una apuesta casual o el resultado de un arrebato sin asidero. Ahora, cuando me doy cuenta de que cada suspiro o construcción vocal me conduce hacia ti, es que me apresuro en sacudirme de la timidez imperante para soltar, con muchos esfuerzos, esta suerte de confesión inesperada que seguramente no alcanzará para robarte un beso o siquiera una sonrisa de ésas que sabes regalar a los chicos apuestos que merodean la Escuela de Filosofía sólo por echarte un vistazo.

Conocer a alguien no es asunto de mutuo consenso ni tampoco tiene que ver con la afinidad o el grado de madurez de las partes involucradas. Hay un algo que todos ignoramos, pero que guarda celosamente el ingrediente fundamental para acceder a ese mundo henchido de vericuetos y oasis peligrosos que se llama alma.

¿Qué te puedo adelantar sin apremiarte ni estimular tu espanto? Que sé besar, te lo aseguro sin un rescoldo de vanidad. Soy, también, comprensivo, pero no pasivo. Sé escuchar y me agrada que me escuchen. Me gusta ir al cine de vez en cuando, la música trova y el jazz son algunas de mis debilidades, y soy fanático de los libros de Virginia Woolf. Dejé la marihuana y ahora sólo bebo cuando la ocasión lo amerita. Cuando me ducho sueño con compartir ese espacio privado contigo. Tal vez esta última resulte siendo una confesión, digamos, impropia para una chica de tu catadura, pero se me hace tan necesaria como un mordisco en ese cuello que he dibujado con testarudez hasta en la planta de mis zapatos.

¿Que por qué no me atrevo a firmar la carta? Porque es la primera y última que te haré llegar. Así me vacuno contra el rechazo o el deleznable compromiso formal que vendría de tu parte. Sabes de lo que hablo: decirme que quieres ser mi amiga y dejarme enmarrocado en ese infame casillero que no apetezco. Saber quién eres tú y, además, saborear tu ignorancia en cuanto a mí me otorga una ventaja propicia, seductora como tu figura. No gano nada importante, es verdad. Es más: pierdo todo. Tíldame de cobarde si te atreves o rompe esta carta, haz lo que estimes más conveniente. Cualquier camino será el mejor. Y también el peor.

Te anticipo que cualquier cosa que hagas o profieras no alcanzará para estar en esta piel adolorida que es la mía. Estoy harto de todo; pero si de algo estoy hasta la coronilla es de enlodarme en esta asquerosa artimaña de alterar mi género gracias a las licencias del recurso epistolar, que hace del sexo un dato inverificable, para poder encarar a las personas que me gustan. ¿Me dejé entender o te tengo que aclarar enfáticamente que hombre no soy ni por asomo?

Sí: mi mamá, los psicoanalistas, las terapias y las pastillas han fracasado porque mi corazón es más fuerte. Uno no elige el sexo y tampoco viene de fábrica, es un proceso de autodescubrimiento que cuesta mucho como me cuestan a mí estas líneas que quisiera que alcancen para tocarte y aferrarte a mi cuerpo.

Estoy enamorada de ti, Marcela, ¿me entiendes o quieres que busque en un hombre algo que sólo tú me puedes dar? Yo acabo de volver a patear el tablero... ¿Tú te atreverías a hacerlo por primera vez?

Dejé a ambas besándose en el parque y decidí volver a casa. Soñando con recibir la llamada de Marcela, ¿acaso ya estaría leyendo mi carta? Todo parece un juego de espejos, un mosaico de ensueños o un descarnado viaje de los sentidos y, no sé a cuenta de qué, en mi mente resuena esa melodía de Calamaro que nunca como hoy me parece perversamente certera: «Una carta te di, que nunca escribí, que nadie leyó. Hoy diez años después, todo sigue igual, nunca te llegó... Dentro del corazón al día de hoy no queda lugar: si perdí la razón no fue por amor, fue por soledad.»

Esta ciudad que alguna vez me pareció un mundo, ahora me sabe a villorrio: Arequipa cabe en mi mano, es tan chiquita que se me escurre entre los dedos: ¿cuántos están en condición de comprender a las mentes libres que todos los días, y contra viento y marea, pateamos el tablero y esperamos que nadie nos señale con el dedo?

Descuida, Marcela, seguiré al pie del teléfono esperando tu llamada, que es la llamada de NADIE.

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Copyright ©Orlando Mazeyra Guillén, 2008
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Fecha de publicaciónMarzo 2009
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