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El zanjón

Nolberto Malacalza
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[Greene Co., Ga., eroded farm land]  (LOC)

Saliendo de la ciudad hacia el norte, sobre la mano del río, los camiones de la empresa recolectora de residuos se mueven como moscas sobre las pústulas del basural. El límite sur del predio es una cuneta de bordes verdosos, de casi tres metros de ancho, con su sangraza marrón estancada. De vez en cuando los desniveles y la lluvia se encargan de desbordar algo de podredumbre en el río, sin que esto parezca importarle a nadie.

Sobre la otra costa de esa herida fea del terreno, merodean los habitantes de la basura. Allí se levantan algunos ranchos construidos con desperdicios, entre los que se puede ver —algo apartado de los demás y casi sobre la zanja— el del paraguayo Acuña, más conocido aquí como «el Palanga». Después de un lío con sus papeles, cuando cayó en la redada por el piquete salvaje del puente, se refugió en esa mugre para que la policía dejara de molestarlo. Y ya que estaba, cuando el ladeado Benegas quedó preso, se hizo dueño de su rancho con mujer y todo. Y todo quería decir los perros y una hija de catorce también. Desde entonces, y no sin recelo, algunos vecinos comenzaron a mencionar al lugar como lo del Palanga. Es que aún siendo tan poca la gente del rancherío, no faltaba quien tuviera ganas de echarle mano para cobrarse alguna deslealtad y de paso la usurpación, ya que el ladeado era un vecino respetuoso de los códigos. Tanto, que se había comido una sentencia de dieciocho meses por no comprometer a un compañero.

El sol ya dibujaba un arco iris brillante y fugaz sobre el agua empetrolada del zanjón, cuando el Palanga llegó de la ciudad con algo que se había encontrado por ahí.

—Tomá, para vos y la gurisa —le dijo a la mujer, quien a esa hora ya estaba levantada, aunque sin terminar de vestirse.

—Pero éstas son pinturas finas —comentó sorprendida la concubina—. ¿Vos estás diciendo que las encontraste en una bolsa de basura? ¿En esta cantidad, una caja de esmaltes entera, sin abrir? No te creo. Ah, que el que busca encuentra. Eso es lo que siempre decís. A ver si de paso, cuando voy a la Unidad Tres, tengo que llevarte cigarrillos a vos también —le increpó la mujer.

—Vos fumá —replicó el Palanga. Tal era su dicho para imponer silencio. Ella dejó de hablar y se dio vuelta hacia la cama todavía caliente, sentándose allí porque el rancho no tenía casi otra comodidad. Al hacerlo, la enagua se le subió a media pierna. El paraguayo se tendió junto a su compañera y mandó a la muchacha a buscar agua del grifo. Del grifo que está como a cuatro cuadras, porque el agua del que está cerca no sirve para tomar.

La concubina está pensando ahora que le conviene cerrar el pico. En los catorce meses que lleva con él ya tiene varios juegos de sábanas, un ikebana que no sabe dónde poner, cuatro cacerolas de aluminio de esas que se guardan una dentro de otra (ahora el Palanga le susurra algo al oído) y —entre varias cosas más— dos espejos colgados sobre la pared. Uno mediano, que ha de ser de camión o colectivo, y otro más chico, de auto, que a ella no le gusta porque es bombé y le deforma la cara pero a la nena sí, a la nena le encanta pasarse horas haciendo muecas frente al espejito. La mujer exagera un par de gemidos y sigue pensando. Casi a diario cuentan con alguna bolsa de alfajores, o chocolate, o alguna caja de hamburguesas. Entonces recuerda que el ladeado, sin ser mal tipo, en varios años no había traído casi nada. Y no le había dejado nada, salvo una cocina vieja, de la basura, y el pistolón que se agenció en una trifulca y que ella aprendió a manejar por insistencia de su compañero, aunque nunca estuvo convencida de para qué. En cambio, su nuevo hombre, muy práctico, supo hasta colgarse de la línea de iluminación que está enfrente, en el basural, atravesando el zanjón con un cable forrado. Y un mes atrás se había «encontrado» un televisor de catorce pulgadas, algo maltrecho pero en funcionamiento. (A esta altura la mujer ya gime sin exageraciones.) El Palanga es hábil, piensa ella. Y también ducho en la cama, como termina de demostrarlo una vez más. Entonces para qué tanta pregunta.

—Me hace falta un corpiño —dijo después la mujer—. No, para mí no. Es para la Cacha. Esta opa ya tiene todo lo que hay que tener adelante, pero abajo de los pelos no tiene ni ocho años. Los camioneros de la empresa le tiran caramelos para que se desprenda la blusa y les muestre, y ella contenta. Menos mal que está el zanjón, que si no ya me la hubieran llenado.

«Es cierto, no me había dado cuenta. Menudita y sin embargo ya pecha fuerte», pensó el Palanga, pero no dijo nada.

—Un día de éstos le consigo —comentó como al descuido, y puso la pava sobre el fuego.

Con el mate en una mano encendió el televisor y se sentó sobre la cama, esperando la hora de comer, antes de la siesta larga. Pero se veía sólo un canal y no había películas de acción, como las que a él le gustaban. Entonces se quedó viendo algunas rodadas de jinetes en un festival de Jesús María, aunque rodada fue la que sufrió él, cuando quiso orientar la antena improvisada sobre unos tirantes añadidos y enclenques. «Le faltan riendas, voy a tener que conseguir alambre», se dijo. Y lo consiguió esa misma noche. En realidad casi todo lo conseguía, salvo dinero. Ya hacía tiempo que la gente no dejaba la ventana abierta y la plata encima de cualquier mueble, y no se quería meter en la cuestión del asalto. No era su oficio. Él andaba siempre con cuchillo, sí, pero como defensa. Sin embargo la suerte se acordó esta vez de los pobres y —como caída desde arriba— llegó la solución. A la mujer le dieron trabajo para cuidar de noche, de viernes a domingo, a un viejo enfermo. Él seguiría con lo suyo, cuando mucho se entretendría con alguna copa si sobraban monedas, y a la mañana temprano regresarían los dos para dormir juntos. Menos mal —se dijeron— que después que se van los camiones nadie se acerca a los ranchos porque si no la Cacha, al quedar sola, sería pan comido.

El segundo sábado, a las dos de la madrugada el Palanga ya estaba de vuelta. Venía alegre, un poco a los tumbos y canturreando alguna cosa en guaraní. Encendió el televisor y justo pasaban una película de acción, con música de suspenso y alguien entrando por la ventana, revólver en mano. Despertó a la muchacha y le dijo:

—Tomá, Cacha, lo que querías.

—¿Eeeh?

—Esto. ¿No te hacía falta un corpiño? —le contestó, mirando de costado la película y tambaleándose un poco mientras le ofrecía la prenda.

—Ah, sí —dijo la chica, incorporándose en el camastro y tapándose los senos con la sábana—. Déjelo por ahí.

—Cómo que lo deje por ahí. ¿No te lo vas a poner? Ah, no querés que te vea. Que te da cosa. Qué bien. A los camioneros les mostrás por caramelos pero a mí, que te traigo de todo, que te trato mejor que el fregado de tu padre, no. Bueno, no me mostrés si no querés —concluyó, como resignado. «Total qué, gurisa flaca», se dijo, y siguió mirando la película.

El que había entrado por la ventana termina de comprobar que la mujer que ocupa la habitación está dormida. Pero la caña no, la caña que tiene adentro el Palanga no duerme ni se resigna, le invade las manos, una mano pone el televisor a todo volumen y después va hacia el cuchillo, la otra destapa a la chica, la hoja plateada manda muy cerca del cuello, la mano cómplice tapa la boca y la caña se hace cuerpo en el Palanga para la consumación. La mujer del dormitorio despierta y quiere gritar y el asaltante, sorprendido, está a punto de apretar el gatillo, en tanto la música presagia el desenlace. Entonces una puerta se abre y el tiro escapa de la pocilga y suena largo, rebotando en los montones de basura y tierra, mientras la cabeza del Palanga empieza a drenar una sangre espesa y brillante, como la del zanjón cuando sale el sol.

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Copyright ©Nolberto Malacalza, 2007
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2009
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