Julio, el hombre de los ojos de animal perdido, ha regresado al tablao. Lleva anillo de casado como los amantes de las antiguas coplas. Mariano Reyes se ha acercado a Lena para explicarle que ese Julio y su esposa dirigen un importante negocio de asesoría de empresas. Le cuenta que tiene la sospecha de que el dueño del inmueble está en tratos con una constructora. Que si no se actúa a tiempo de nada servirán los cuarenta años que lleva el tablao abierto ni se puede defender ante un juez la idea de que esta cueva debe de ser respetada no sólo porque su origen se pierde en el tiempo sino porque es la morada de un duende.
Lena le escucha y no hace preguntas. Le parece imposible que el emblemático local de Los Reyes desaparezca. Si una constructora destruyera la vieja cueva que late en el corazón de Madrid sería lo mismo que borrar un trozo de la historia, de esa historia que no se escribió y que, justo por eso, es trágico perderla. Pero Lena no puede compartir en lo más profundo la desazón de Mariano porque ella, a su vez, intenta encontrar un remedio a su propio declive. Está segura de que abandonará el mundo del espectáculo mucho antes de que ese fantasma de destrucción que ve Mariano se acerque. Antes de que eso ocurra, ella habrá tenido que sobreponerse al derrumbe de su juventud. No es el momento de hablarle a Mariano de sí misma. De contarle lo del hormigueo de las rodillas. Cada vez está más segura de que el momento de dedicarse exclusivamente a la enseñanza está próximo. Su cuerpo se está cansando. Exactamente igual le sucedió al Gitano. Lena se pregunta por la verdadera causa que lo alejó de Madrid. Le parece imposible que haya instalado su escuela en América por dinero. A la edad del Gitano pesan más otras cosas, lo sabe por ella misma. La partida del Gitano es el único dolor que Lena reconoce como propio. Lo demás son torturas, coacciones, tristezas impuestas desde fuera.
—¿Lena, me escuchas? ¿En qué estás pensando?
—Claro que te escucho, Mariano. Es que me he acordado del Gitano, nunca ha estado tanto tiempo sin dar noticias.
—Sabe Dios dónde andará ese briján. No pases cuidado por ese tirillas que allá donde ande se manejará, tiene la mejor mano izquierda que he conocido. ¿Te quieres creer que todo el mundo piensa que de verdad es gitano? ¿Te quieres creer también que lo quiero más que a ninguno de mis primos?
Lena ríe. Mariano carraspea y añade:
—Escucha, Lena, quería explicarte la razón por la que te presenté al Julio ese: él insistió. Yo quise ser amable, su empresa cuenta con abogados muy buenos que podrían manejarse con el dueño del inmueble. Pero ahora, entre nosotros, aparte de esto, no creo que ese hombre valga para ti. No es de nuestro mundo, no te entendería.
Lena lo mira boquiabierta. No le parece adecuado que Mariano se permita aconsejarla en terrenos tan íntimos.
—Si no quieres tener en cuenta mi consejo —añade Mariano— piensa al menos en esto: la esposa de ese hombre es una mujer de revista de muebles y tiene ojos de ardilla.
La elocuencia de Mariano está más en su gesto que en sus palabras.
—Anda Mariano, déjame de tonterías —contesta Lena definitivamente incómoda.
Mariano Reyes dice conciliador:
—Te estoy hablando como si fueras mi hija; tú mereces un hombre diferente, princesa.
—A mí los hombres no me complican la vida, Mariano, ni los diferentes ni los parecidos a otros.
—Un torero tendría que salirte a ti, chulita.
Lena ríe:
—Tampoco me dicen mucho los toreros, la verdadera bestia es invencible y va dentro.
—Eres tan orgullosa que no siendo demasiado guapa lo aparentas. Y los hombres tienen miedo de las mujeres demasiado guapas. Lena, lo tuyo es mala suerte, pues ni tienes lo uno ni tienes lo otro.
Lena ríe desconcertada.
Copyright © | Ana María Martín Herrera, 2009 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Noviembre 2009 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n327-03 |
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