Avanza el verano y Madrid empieza a resecarse. Hoy Julio no estaba tan contento como la última vez, en su gesto había dureza. Lena, al salir del cuarto de baño, lo ha sorprendido hurgando en el interior de su bolsa de deporte.
—¿Qué miras ahí? —le ha preguntado molesta.
Julio ha cerrado bruscamente la cremallera y después le ha dicho que para él no es fácil hacer equilibrios entre ella y su mujer. Lena ha tenido la sensación de que Julio estaba fingiendo. Su mujer se llama Delia y ha averiguado que frecuenta el local. Él lo ha justificado diciendo que va allí porque se encuentra con la afición más seria. Ha elogiado a Mariano Reyes y a Lena. Delia se ha empeñado en acompañarle una noche. Julio asegura que le intranquiliza presentarlas, pero, por otra parte, cree que si su mujer lo acompañara de vez en cuando vería su afición al local con naturalidad y le dejaría en paz. A Lena le resultan extraños los cálculos de Julio. Piensa que es una desgracia verse obligado a mentir. La vida de la gente no es como la de ella. Ella se siente superior. A pesar de esa melancolía que la envuelve a veces, está agradecida a la vida porque cuando todo parecía hundido tuvo la lucidez de entregar su alma a algo en lugar de a alguien. Las personas, las familias, terminan por desmembrarte de una forma o de otra. El baile, sin embargo, pide sacrificio pero devuelve el ciento por uno. Julio le ha preguntado, mirándola con asombro, si no tiene celos de Delia. Ella ha contestado que no, que no debe preocuparse por eso. Pero, lejos de tranquilizarle, su respuesta ha empeorado el humor de Julio. Lena le ha recriminado:
—Entonces, ¿qué preferirías? ¿verme sufrir?
Julio no ha acertado a responder. Ambos están desnudos, sentados en la cama.
Lena ha hecho la pregunta con hipocresía. No tiene ninguna intención de sufrir por Julio ni de mantener con él una relación diferente a la que existe. Ahora, al mirarlo, se da cuenta, sin embargo, de hasta qué punto se ha encariñado con él. Unos pocos días durmiendo juntos y viéndolo como a través de rayos X han tenido la virtud de atraparla. Lo mismo le ha ocurrido con el perro que duerme en el capó de los coches. Los animales perdidos tienen una especie de gancho fastidioso que Lena no sabe esquivar.
Julio sigue serio.
—Nunca me has hablado de tu infancia —dice—. A veces pienso que ocultas algún delito terrible.
Lena ha sentido un amargor en la boca. Disimula, ríe:
—No hay delitos; no hay drogas, ni atracos, ni trampas a Hacienda. ¿Te decepciono? —lo mira coqueta, invitándole a que abandone el gesto doliente.
—Pero tendrás familia —insiste Julio y en su tono hay resentimiento y un velado reproche—, tendrás anécdotas, historias, como todo el mundo.
Lena ahora siente aburrimiento. Desea gritarle que la deje en paz de tonterías. Julio está atacando por el flanco vulnerable. El animal perdido se ha dado cuenta de que Lena desea evitar la narración de sus recuerdos, y, justamente, mostrando abatimiento para que ella no pueda hacerle reproches, la empuja contra las cuerdas. ¿Por qué lo está haciendo? ¿Qué necesidad de fastidiar le lleva a meter el dedo en la llaga?
—¿Por qué te empeñas en que hable de algo si sospechas que me duele? —le pregunta.
—Tengo la sensación de que juegas conmigo —responde Julio, y, ahora, Lena juzga su tono sincero—. Cuando se ama no se toleran ciertas cosas. No soporto que Delia te sea indiferente.
A Lena le han conmovido estas palabras. Miente:
—No me es indiferente, Julio, pero no quiero crearte problemas ni creármelos yo. ¿De acuerdo?
—¿Te gustaría ser mi mujer?
La pregunta está a punto de sacar a Lena de sus casillas. No le gustaría ser la mujer de nadie, además, no es él el hombre soñado.
—Con lo que tengo me basta—. Lo ha dicho con más dureza de la que hubiera deseado. Lena tiene la sensación de que Julio está poniendo a prueba su paciencia.
Se produce de nuevo el silencio.
Ahora el gesto de Julio ha cambiado. No hay dolor en su mirada, más bien, sus ojos brillan metálicos.
—Y, aparte de todo —dice con una sonrisa que a Lena le parece despreciativa—, ¿tienes padres, historia, familia?
Lena no entiende por qué Julio sigue insistiendo. Le abraza para tranquilizarlo y contesta:
—Pues no. Te diré la verdad si prometes no asustarte. Yo no vengo de una familia, a mí no me parieron. En realidad soy... una replicante sin pasado. Me fabricaron para bailar, no puedo querer como vosotros los humanos. Eso es todo.
Julio la aparta:
—Han debido tratarte muy mal si no puedes hablar de ellos.
—¿De quienes?
—De tus padres, de tu familia.
Lena cede al impulso de contraatacar. Dice:
—Tampoco a ti te han tratado bien si no te han enseñado a vivir sin mentiras.
Julio vuelve la cara y aprieta los labios. Ahora es él el herido. El aire en la habitación se ha vuelto espeso.
—Julio, no te enfades —dice Lena—. Me he puesto nerviosa. No quiero recordar mi infancia, te lo he dicho. Y tú sigues insistiendo, como si me tomaras a broma.
Julio sabe que tiene razón. Lena le ha notado en la cara que se siente ridículo, por tanto, teme que su respuesta sea cruel. Le acaricia intentando calmarlo. Él no deja de apretar los labios, está furioso.
—Me marcho —dice poniéndose en pie.
Lena tiene un miedo irracional a quedarse sola y a no ser capaz de moverse porque el espacio la comprime. Sin darse cuenta se ha hecho dependiente del cariño de Julio. Ahora cree que no va a poder soportar el desánimo cuando él cierre la puerta y desaparezca. Angustias con máscaras irreconocibles danzan por la habitación y quieren ahogarla.
Julio está abotonándose la camisa cuando Lena se acerca y lo abraza. Él la aparta con un movimiento suave, pero indudable, de su brazo. Ella vuelve a abrazarlo y él la rechaza de nuevo. Ella se arrodilla y le abraza la cintura. Él lo permite. Lena le baja la cremallera del pantalón. Le acaricia los muslos y los testículos. Arrastra la lengua y los dientes por su miembro. Lo besa y lo chupa hasta que él cae desfondado.
—Qué bruja eres —murmura Julio.
Lena detecta en él un gesto nuevo, un filo de seguridad hasta este momento desconocido. La tristeza permanece en la habitación, sin embargo, se ha vuelto llevadera.
Se duermen abrazados y de pronto Lena abre los ojos sobresaltada. Un murciélago se ha colado por la ventana en plena noche y gira enloquecido bajo el techo de la habitación. Cree que está soñando, pero no.
Se adivina la desesperación del animal por librarse de la trampa. Se equivoca. Se estrella repetidas veces contra la hoja de cristal sin acertar a salir por el lugar que ha entrado. Los bárbaros impactos hacen que el pequeño cuerpecillo caiga al suelo. Trepa y revolotea aturdido por la pared hasta que consigue de nuevo arrancar el vuelo. Y otra vez el martirio de estrellarse contra el cristal. Julio también se ha despertado y lo sigue atónito con la mirada. Reacciona, coge la almohada y hace intención de golpearlo.
—¡Qué haces! —grita Lena—. ¡No le hagas daño!
Julio la mira perplejo. Se han puesto en pie, a los dos les preocupa que el ratoncillo desorientado se les estrelle en la cara. Lena se acerca cautelosamente a la ventana y la abre de par en par, el intruso consigue salir. La corriente hace que se eleve el visillo y a Lena se le antoja que es un gran pañuelo que despide al pirata insensato y le desea la mejor suerte.
Copyright © | Ana María Martín Herrera, 2009 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Mayo 2010 |
Colección | Narrativas globales |
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