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Fuera de compás

Capítulo 10

Mariposas negruzcas

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

El verano madrileño consume la vitalidad de las hierbas que han osado brotar entre las tapias o las losas de las aceras menos transitadas. Faltan pocos días para que en la escena del ciclo irrumpa agosto. La ciudad quedará sedienta, amarilla y despoblada. Lena ha terminado de bailar. Julio espera en la barra mientras ella se cambia, como todos los martes. Lena piensa que la relación entre ambos ha encontrado un equilibrio. Con un día a la semana obtiene la dosis de cariño precisa para no echar a un hombre en falta. Por un momento se avergüenza de pensar así. Si formulara esta idea en voz alta alguien podría pensar que es un monstruo de frialdad. Pero no lo es, se jura a sí misma, es justo al contrario. Si la miraran por dentro comprenderían que ella lucha por no disfrazar las emociones; debe mantenerse a flote sobre la barca de la cordura, aguantar en un mar oscuro y embravecido por miedos fantasmales, allí donde la arrojó la vida en un momento imposible de recuperar porque ya está fuera de la memoria.

Sale del camerino con ganas de besar a Julio y pasear de su brazo por las calles dormidas y recalentadas de Antón Martín. A pocos pasos de él gira la cabeza como si una mano invisible la hubiera obligado. Sabe que Fernando está cerca sin haberlo visto todavía. Escruta el local hasta que lo encuentra. Cada día más delgado, su mirada evoluciona por semanas hacia el fondo muerto de una existencia sin ilusiones. Se acerca y le pone la mano en el hombro.

—Necesitas dinero, supongo —le dice. Él asiente con la cabeza baja—. No creas que me sobra, Fernando.

—Ya imagino que el del palmito elegante te está sacando los hígados —dice Fernando señalando con la barbilla a Julio.

—No digas tonterías, hombre. Precisamente es un amigo que intenta proteger el local.

—Ya...

—¡Cómo si no me conocieras! —exclama Lena, poniendo fuerza en el tono para convencerle—. Escucha, tienes que arreglarte con trescientas. No puedo darte más.

La cantidad ofrecida ha disuelto la suspicacia de Fernando. La mira esbozando una sonrisa.

—Mañana le dejo un sobre al camarero.

—¡Me hace falta ahora, Lena! —el rostro de Fernando se ha vuelto a crispar.

—Ahora no están los bancos abiertos.

—Dame lo que lleves.

Lena abre la cartera y le entrega unos billetes. Fernando se aleja sin despedirse.

Lena teme darse la vuelta. Julio habrá visto todo y va a preguntar. Cuando por fin se atreve a mirar descubre que no está. El camarero le trasmite su recado: Hoy no podía quedarse.

Lena regresa a su casa como siempre, caminando entre las calles. Hoy la noche es demasiado calurosa y parece que las piernas se niegan a avanzar. Hay una invasión de mariposas negruzcas revoloteando torpemente en torno a las farolas. ¿Qué habrá pensado Julio al verla hablar con Fernando? Desea que transcurra rápida la noche porque espera que Julio llame por la mañana. Decide contarle todo. Dentro de su casa se siente intranquila, echa la doble cerradura de la puerta.

Se ha tendido en la cama, el sueño tardará en venir. Por la ventana abierta se cuelan revueltos con la noche los gritos lejanos, desordenados y dolientes, de una pelea conyugal. Lena se estremece al recordar el aspecto innoble que tiene ahora Fernando. No era así cuando ella lo conoció, tan joven. Delgado, eso sí, igual que ahora, y encorvado bajo el peso de su guitarra. La aparición de Fernando fue providencial. Llegó justo en aquel momento en que la esperanza se había hecho añicos. Lena había comprendido que a los veinte años una persona es vieja para aprender a bailar. Las reclusiones de su madre en el psiquiátrico se producían cada vez con más frecuencia. Ella deseaba intensamente que internaran a la loca porque durante esas temporadas una fría estabilidad entre su padre y ella reinaba en la casa. Temía siempre el regreso de su madre, idiotizada al principio, feroz y provocadora a las pocas semanas. Lena recuerda el escozor en la piel de la cabeza, abrasada bajo la taza de café hirviente que una tarde de crisis derramó sobre ella la mano huesuda de la loca. La loca, a la que tantas veces deseó ver muerta o encerrada para siempre y, sin embargo, nunca se ha atrevido a maldecir porque, a fin de cuentas, fue la madre que la trajo al mundo. Lena se esfuerza en compadecer a la loca. Tiene un miedo terrible, que no ha confesado nunca a nadie, a que la locura sea hereditaria. Sabe que los locos son inteligentes, su madre lo era, más incluso, tenía el poder de adivinar. Le gusta pensar que ella no es ni inteligente ni intuitiva porque así se siente a salvo. En ocasiones Lena se entretiene buscando las infinitas diferencias con su madre. Le parece imposible haberse generado en ese vientre. Imposible y doloroso. Pero aquella fantasía de ser una hija adoptada dejó de sujetarse enseguida. Qué más da quién te traiga al mundo, piensa hecha un ovillo sobre la cama, a fin de cuentas su madre era una persona enferma a la que no se puede juzgar.

Se arrastra hasta el sitio de la cama que suele ocupar Julio. También en Julio ha aparecido algo que recuerda a ese resquemor que ya desde el primer novio Lena parece provocar en los hombres; lo detectó el día que él se enfadó y quiso marcharse. Quizá es culpa de ella. O quizá es que las relaciones son para todo el mundo, aunque nadie lo cuente, un pulso de dependencia, cariño y mal trato en mayor o menor grado. Lena sabe ahora que su historia con Julio terminará igual que las otras, él abusará cada vez más a medida que descubra su indefensión y ella que, por más que lo intenta, no sabe demarcar su terreno entre los afectos, se sentirá desbordada hasta que un día decida no soportar más y arrancarlo de su lado. Anticiparse a lo que va a ocurrir la entristece. Hasta ahora Julio no le ha hecho ningún daño, al contrario, le ha prestado su cuerpo, su cariño y parte de su tiempo libre para que esta época de confusión y de negros presentimientos transcurra como empapada en cloroformo. Lena tiene la sensación de que el tiempo intenta recuperar su movimiento y caminar de nuevo hacia algo; lo de ahora no es firme, es otro el destino. La piel se le ha puesto de gallina. Lena sospecha que está descendiendo por un terraplén. Está viviendo el inicio de su declive aunque sólo a veces le llege la conciencia de esto. Vuelve a pensar en Julio y se abraza al almohadón. Ahora su imaginación la arrastra a ese mar tenebroso y agitado y se ve a sí misma bamboleada por el sucio oleaje y apoyada en una rama carcomida tratando de mantenerse a flote. Una sacudida dentro del cuerpo la hace incorporarse bruscamente cuando ya había encontrado el sueño. Se levanta a beber agua. Regresa y se tiende mirando hacia la ventana, busca las estrellas; parece que un avaro las hubiera salteado con codicia en el cielo de Antón Martín. Pero, al menos, dos se ven claramente.

La angustia ha pasado, ahora siente que su cuerpo pesa sobre tierra firme. Unos ojos desconocidos la están observando desde algún remoto lugar del universo. La mirada envuelve y acaricia y los pensamientos de Lena se diluyen en una indiferencia de puntas romas y blandas.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónJunio 2010
Colección RSSNarrativas globales
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