Lena no ha perdido la esperanza de que Julio llame hoy por teléfono. Si anteayer no pudo quedarse, tal vez fue porque su mujer retrasó el viaje. Quizá se quede esta noche. Se le ocurre que Julio ha podido dejar un mensaje en el contestador de casa. Sale ligera del estudio, ha olvidado ducharse. Atraviesa rápida las calles. El asfalto escupe el calor del infierno. El sudor seco le obstruye los poros. La piel está sedienta y la humedad del cuerpo no consigue invadirla. Ya en su casa comprueba que no tiene mensajes. Se deja caer en la mecedora. Hoy es un día triste. Se balancea, sube las piernas, se las abraza. Es un ovillo de carne, protegido en una cáscara de madera, flotando a la deriva sobre un mar turbio.
Suena el teléfono. Salta. Se golpea la espinilla con la esquina de la mesa. Levanta el auricular. Al otro lado la voz le hace olvidar por completo el silencio de Julio que tanto la ha atormentado a lo largo del día. Es el Gitano. Grita descentrada al escucharlo. El Gitano pasará por Madrid, podrán verse.
Mientras recuerda al Gitano se coloca maquinalmente frente al inmenso espejo ovalado del salón y marca con los pies y con los brazos movimientos lentos, limpios y exactos.
La tarde va oscureciéndose tras la ventana; el calor abrasa la ciudad. Antón Martín es un cuerpo gris y polvoriento con el corazón encerrado en el salón de la casa de una mujer que baila y piensa sola.
La proximidad del Gitano le lleva a recordar de nuevo a Fernando. No puede odiarlo, pero desea, eso sí, perderlo de vista para siempre. Sin embargo, guardar rencor a su marido es imposible. Fue providencial su aparición, justo cuando ella había empezado a trabajar en la tienda. La mirada de Fernando en aquel tiempo tenía la culebrilla de la esperanza. El cariño hacia él nunca fue apasionado, más bien respondió a una necesidad. Lena no era capaz de librarse del sombrío engranaje de su familia sin apoyarse en alguien. Fernando también estaba solo. Se casaron enseguida, tenían para vivir con el sueldo de Lena. Fernando no hizo preguntas sobre el rechazo que ella mostraba por sus padres, parecía entenderlo por instinto. Lena no volvió a ver a su familia desde que se casó, una mañana de enero, en solitario con su novio y los dos amigos que hicieron de testigos. No fue al entierro de su madre, fallecida poco después, a pesar de que el aviso llegó a tiempo.
La primera época de casada fue tranquila, Fernando dedicaba todo el día a sus estudios de guitarra y Lena ganaba dinero en la tienda. Es imposible que odie a Fernando porque gracias a él cambió su suerte.
Al Gitano le hablaron de Fernando y lo llamó para que acompañara en los ensayos a los otros guitarristas, más ardientes y menos disciplinados. Fernando era riguroso y autoritario en el toque por soleares, y apoyadas en su compás matemático las falsetas de los otros adquirían una profundidad que emborrachaba. Lena acompañó un día a su marido al ensayo y así conoció al Gitano; un hombre muy menudo, de pelo encrespado y aspecto vulnerable y distraído, que la saludo con indiferencia. A Lena no le produjo simpatía, incluso, sintió cierta desconfianza. Fue debido, está segura, a su apariencia física. Sin embargo en la apariencia no había nada de por sí rechazable. Aquel momento lo recuerda con inquietud. Se pregunta cómo no fue capaz de reconocer al primer golpe de vista a quien iba a ser la persona más importante de su vida, más aún, de aquel hombre se iba a enamorar en una dimensión superior, mágica. Algo pegado a la tierra o a la carne le impidió reconocerlo al principio. Un error, sin duda, un error como tantos otros que ha cometido a lo largo de la vida. Ni por lo más remoto imaginaba Lena el reventón que iba a producirse en su alma cinco minutos después. Aquella emoción arrasó con tierra, carne y todo lo que no fuera la fascinación de la Belleza.
El Gitano domina el arte de la transformación como sólo puede hacerlo el diablo. Sobre las falsetas plantó su cuerpo y rompió la realidad dibujando, fáciles y majestuosas, las claves turbadoras de lo sublime. La materia se disolvió por soleares. Aquella sucesión de movimientos, que inexplicablemente tenían el epicentro en la palma de la mano, le arrebataban la humanidad al hombre convirtiéndolo en un estallido de sensaciones, algo que rebasaba cualquier intención de entendimiento. Lena se enamoró de un resplandor, desde ese mismo instante se supo prisionera para siempre de una nada.
Desde entonces Lena acompañó a diario a su marido a pesar de que, a veces, el Gitano prolongaba el ensayo hasta entrada la noche. Allí, en el rincón del gran estudio, creyéndose invisible, Lena observaba la danza del Gitano y el avance de las coreografías para luego, en su casa, encerrarse a cada rato en el cuarto de baño tratando de imitar los movimientos. Y refugiada en esa pasión se olvidó de todo, siguió la rutina como una autómata, buscando sólo momentos que le permitieran ensimismarse en su amado mundo invisible, lejos de su matrimonio y de su realidad.
Son cosas que no se le pueden contar a nadie porque de tan fantásticas parecen cuentos chinos.
El Gitano rugió aquella noche y menospreció a los bailarines porque, según decía, no había ni uno que le entendiera. Entonces clavó en ella sus punzantes ojos oscuros y dijo:
—Estoy seguro de que esta muchacha se entera mejor que vosotros, por lo menos se fija.
A Lena le subió fuego a la cara, había sido descubierta. Sin embargo, la expresión del Gitano invitaba a la complicidad.
—¿Te gusta el baile, morena? —dijo— Ven aquí.
El Gitano la llevó frente al espejo y marcó levemente, moviendo los brazos, para que ella le siguiera. Y dentro de Lena se alzó la otra, la que ella era de verdad.
El Gitano retrocedió cuando la vio mover las manos.
—Ladrona —acertó a decir—, ladrona...
Ambos saben que es cierto; Lena le había robado al Gitano el inconfundible vuelo de sus manos. Ella tenía entonces veintitrés años y el Gitano con cuarenta y cinco, ya sólo se dedicaba a la enseñanza. No tuvo reservas con ella, adaptó su horario, hizo cuanto pudo. Lena se sintió enamorada hasta lo inexplicable porque mucho más que un maestro el Gitano se convirtió en un faro y aprendió con él que las personas guardamos bajo siete llaves una necesidad inmensa de recibir afecto y de darlo. A veces piensa que le hubiera dejado hasta matarla porque la admiración y la gratitud seducían por completo su aprendizaje y su alma. Lena se encerró en un nido con él, ese nido al que ella sigue acudiendo día tras día a través del pensamiento.
A los veintisiete años, Lena, había rechazado un par de buenos contratos para salir a bailar al extranjero. Mientras tanto, iban cayendo deshilachadas las ambiciones de Fernando como músico. Lena, demasiado absorbida por el baile, no se dio cuenta de en qué momento exacto se derrumbó la rutina. Lo cierto es que siendo un buen músico, Fernando no tenía éxito, sólo lo llamaban para apoyar a otros. Lena consideraba que su guitarra emitía un parloteo perfectamente ordenado, pero carente de fisuras, de ruegos, de rabias, de llantos. Demasiado virtuoso, dijo alguien, le falta imprudencia. A Fernando le faltaba imprudencia, ¡qué paradoja!, quizá por eso se desintegró su cabeza. Empezó a consumir guarrerías. Vino aquel embarazo que terminó por derrumbarlo todo. Las miradas acusadoras, los reproches, el miedo atroz a que se atreviera a maltratarla, el silencio constante para no exasperarle. Todo sucedió a la vez. El aborto, el cierre de la tienda, los amores de Fernando con otra que, si acaso lo hizo por despecho, se convirtieron en la salvación de Lena, pues en ellos encontró la justificación que necesitaba para abandonarlo.
Entonces la vida se abrió como un espacio de colores en el que Lena flotó con la ingravidez de un ala de mariposa. Refugiada en el afecto del Gitano, se recreó a sí misma. Se inventó una personalidad y se separó de su historia. Los años se habían sucedido unos a otros sin que el tiempo dejara marcas. Fue el Gitano quien la empujó a firmar el contrato con la Compañía de Tino. Ella no tenía intención de estar fuera de Madrid más de un año, pero los éxitos profesionales y la insistencia del Gitano para que continuara la tuvieron perdida por los escenarios del mundo sin darse cuenta, contrato tras contrato, durante cerca de diez años. El éxito llegaba sin esfuerzo y sin exigir más tributo que el placer de las horas muertas ensayando y gozando del dolor del cuerpo. La relación insustancial y divertida con el inmaduro Tino no llegó nunca a penetrar en el corazón de Lena, pero profesionalmente le sirvió para aprender cuanto le faltaba, pues, como bien lo definió el Gitano, era un auténtico animal de escenario. Y el final de aquella época. El hormigueo en las rodillas apareció al tiempo que el cansancio de rodar por Asia, Europa y Norteamérica sin apenas disfrutar de los fantástico lugares que iba conociendo, preocupada tan sólo por disponer de un lugar a su gusto para poder ensayar. La añoranza del Gitano y de una vida sedentaria terminaron por imponerse. Un día decidió, tras unas semanas de descanso en Madrid, que no abandonaría más su casa y que no volvería a un teatro. A ella le gustaba el baile, solamente el baile.
Tino no pudo entender que lo abandonara. Ni lo entendió ni lo perdonó. Los bailarines también tomaron su deserción como una traición imperdonable. Pero Lena tenía todo planeado mejor de lo que ella misma creía. Había decidido abrirse camino en la enseñanza, su currículum en el extranjero le abría las puertas. Pero para ella lo más importante era obtener un contrato para bailar en la Cueva de los Reyes. Si la crítica y la escrupulosa afición que se reunía en torno a Mariano daban por buena su forma de interpretar el flamenco, ella misma, íntimamente, la daría por buena también. Así fue como El Gitano antes de marcharse la puso en contacto con Mariano Reyes. Pactaron una actuación de un día a la semana, Lena no quería más. Mariano y ella se entendieron sin necesidad de agentes. La crítica llegó a elogiarla hasta extremos insospechados. A veces ni ella misma entendía la hondura de lo que se afirmaba de su baile, pero eran palabras hermosas y a Lena le gustaban. Algún intelectual la ponderó exageradamente por elegir para su danza aquellas formas del flamenco que más se relacionaban con la sinceridad humana. Y, sobre todo, ningún ortodoxo del flamenco había hablado en su contra, al contrario, hasta los más duros de pelar terminaron reconociendo su baile y alabaron su desprecio por los masculinos zapateados en los que se refugiaban otras. Y eso a pesar de que algunos viejos habían tardado en aceptar el rechazo de Lena por los faralaes y las batas de cola.
La ambición de la enseñanza se vio cumplida antes de lo previsto, pues, cuando el Gitano decidió perderse de nuevo en América, muchos de sus alumnos buscaron asilo en ella. Todo eso se ha traducido en que no hace ni dos años de su regreso y ya tiene su propia escuela, además, el respeto de los entendidos es indudable.
Las aguas continúan por su cauce, piensa, apaciblemente. Es una mujer de suerte. No hay motivo para dejarse llevar por esa presión que a veces quiere hundirle el centro del pecho. Incluso, puede que el Gitano esté pensando en regresar a Madrid. Harto ya de sus cursos por América, acabará volviendo al origen, como le pasa a todo el mundo.
El sonido del teléfono la saca del ensimismamiento. Debe de ser muy tarde. Está agotada, no ha parado de moverse desde que llamó el Gitano. Así es como le gusta estar a ella, cansada y dolorida, después de ensayar.
Al descolgar reconoce la voz de Julio. Le había olvidado. Con un susurro, apenas tiene ganas de hablar, le dedica una frase cariñosa. Él no corresponde. Lena piensa que hay alguien delante y que por eso no puede expresarse. Le dice que está cansada pero muy contenta, desea gritarle que el Gitano pasará por Madrid pero se contiene, qué sabe Julio lo que es importante para ella. Julio le dice con sequedad que el próximo martes irá a verla con su mujer y con unos amigos. Lena lo había olvidado. No te preocupes por nada, le dice mimosa.
—¿Es que no te importa? —pregunta él bruscamente.
—Julio, estás raro —contesta Lena— supongo que hay alguien a tu lado.
—Ya sabes que no nos veremos más. En agosto me voy a la playa con mi familia.
—Sí, Julio —contesta Lena en tono paciente—. Ya hemos hablado de eso.
La comunicación se ha interrumpido.
Lena se prepara un bocadillo. Abre el balcón de par en par y acerca la mecedora. Se balancea y come mirando al cielo. Una estrella, dos, tres... Haciendo un esfuerzo, fijando la vista en cada parte del desvaído firmamento, ha contado hasta doce. ¿Quién se atreve a decir que en Madrid no se ven las estrellas?
Copyright © | Ana María Martín Herrera, 2009 |
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Fecha de publicación | Agosto 2010 |
Colección | Narrativas globales |
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