El calor en el estudio es asfixiante. El viejo aparato de aire acondicionado se ha negado a funcionar. Lena está tumbada en el suelo, intenta relajarse. Las ventanas abiertas parecen ansiar el paso de una corriente de aire que se niega a atravesarlas. De la calle llegan voces jóvenes, alegres, que reverberan en las paredes y le impiden concentrarse. Algunas moscas revolotean tontamente golpeándose contra los espejos. Lena recuerda a Delia con antipatía y se siente culpable de la tensión que surgió entre las dos. El asunto del collar la había contrariado y quizá llegó mal predispuesta. Lena se avergüenza al repasar la escena. Las cosas no han salido como deseaba Julio, si él supiera cuánto lo lamenta... Ha debido de ofrecer la imagen de una engreída, de una ignorante. Al compararla con su mujer, tal vez, Julio ha comprendido que Lena, fuera del baile, no vale para nada. No sabe comportarse entre la gente, su mente no es capaz de descifrar los códigos que permiten a las personas corrientes relacionarse con fluidez. Tiene la sensación de haber sido descubierta, como si Delia hubiera conseguido taladrar su apariencia hasta encontrar la parte blanda, la zona desollada de su alma.
Abandona el estudio y llega hasta el bar en el que se queda a veces charlando y explicando dudas a los bailarines. Apenas hay gente ahora en agosto, pero, sentadas a una de las mesas, descubre a dos de sus alumnas. Desea ir junto a ellas y hablar de cualquier cosa; lo malo es que no se atreve. Está bloqueada, no sabe acercarse sin la justificación de la enseñanza. Pide un refresco en la barra y adopta una actitud indiferente a la espera de que sean las muchachas quienes se decidan. Al fin lo hacen tímidamente. Lena desea ser muy amable, dirigirse a ellas por sus nombres pero llevan poco y no consigue recordarlos. Las muchachas le hacen preguntas sobre unos pasos. A través de la puerta abierta de la calle ve acercarse a Ana. Al ver a la maestra titubea, no se atreve a entrar. La timidez de la muchacha es más que exagerada. Ana, Ana —grita Lena con el pensamiento mientras la mira con insistencia para que no tenga otro remedio que saludar—, ven aquí, mujer, sólo un momentito. Ana duda, pero está atrapada; al fin decide acercarse. Se queda mirando los pantalones vaqueros de Lena.
—¿Qué miras ratoncito? —ríe Lena— ¿Qué creías, que también por la calle voy disfrazada de bailaora?
Ana ha sonreído de verdad y Lena se ha quedado sorprendida y prendada. Lena no sabe dónde está la diferencia, pero hay sonrisas que son de verdad y otras que no.
De nuevo en casa. Cae la noche y Lena se echa de costado en la cama, mirando hacia el balcón abierto. Recuerda a Ana. Lena cree que si a ella le hubiera sucedido algo así, su cabeza se hubiera perdido. A menos que se hubiera engañado a sí misma. Semana tras semana, mes tras mes, sobreviviendo de esperanza en la oscuridad de la enajenación, igual que hace Ana. Tal vez Ana, de noche, sueña que vence la gravedad y que es Lena y que su materia estalla en signos contra el espacio en una danza arrebatadora e indescifrable, como si no existieran los músculos ni los huesos ni las articulaciones, ni el cuerpo siquiera. Igual que Lena sueña que alguien convierte en carne una figura de piedra.
La luna está inmensa y brillante. La luna es mía —piensa Lena recordando la primera vez que bailó con el Gitano—. Pero sólo lo sé yo.
La luna es un resplandor atrapado. Una piedra desgajada que tuvo la osadía de interceptar un haz de luz, y así fue como se hizo luna y existió. Sin embargo, su luz espectral parece consistente, entra por la ventana y más que iluminar invade la habitación con su materia. Lena nota en su piel una envolvente caricia y supone que es el roce de la luna blanca. Se disipa la amenaza de la nostalgia y las tristezas. Ahora su conciencia se aleja tranquila dejándose acunar dulcemente en los espacios fantásticos del sueño.
Copyright © | Ana María Martín Herrera, 2009 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Diciembre 2010 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n327-16 |
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