Lena no ha confiado a nadie el proyecto de Ámsterdam. Al terminar la clase, cerrado ya el estudio, decide que no le apetece regresar temprano a casa. Lena siente deseos de mezclarse con la gente que abarrota las aceras como si fuera igual que los demás, alguien obligado a callejear para resolver pequeños asuntos antes de refugiarse en el nido familiar. Se ha encaminado por la calle Atocha y al llegar a la plaza Mayor se ha comprado un bocadillo de calamares. Va comiendo por la calle. Recuerda una frase que escuchó una vez: «La que come por la calle no se casa.» Siente los labios y las mejillas sucios de grasa. El pan está correoso y, a pesar de eso, el bocado es exquisito. Ya es de noche. Desciende de nuevo por la calle Atocha. Hay un sofá destartalado dentro de un contenedor. Dos enormes tacos mullidos, forrados con loneta de flores, están sobre la acera. Antes cubrirían el esqueleto de madera. Ya no merece la pena colocarlos en su sitio, ¿para qué? si los muelles han saltado. Eso habrán pensado quienes hayan hecho el esfuerzo de levantar el mueble para arrojarlo allí. Lena observa los tacos, les da la vuelta. Elige el menos deteriorado y se lo lleva. Pesa tanto como su enorme bolsa y es mucho más incómodo transportarlo. Al llegar a su portal apenas puede mover el brazo, lo ha llevado encogido para que el taco no arrastrara. Atraviesa el hueco de la escalera y llega al patio. Coloca el taco al pie del amor de hombre, frente a los geranios y la yedra. Se queda mirando el rincón. Piensa en la señora Faustina, ese esfuerzo sin reflejo por mantener acogedor el patio. La comunidad de vecinos nunca lo va a agradecer.
Copyright © | Ana María Martín Herrera, 2009 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Enero 2012 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n327-29 |
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