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Fuera de compás

Capítulo 37

Parecía una sibila

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Hoy está citada con el periodista. Durante la actuación su compañero tomará fotografías y después charlarán un momento. El hombre, en la conversación que han mantenido por teléfono, ha insistido en que será muy breve. Lena se está vistiendo en el camerino. Esta noche ha decidido lucir sus lágrimas de plata.

Revuelve el interior de su bolsa buscando el viejo estuche de antibióticos. Cuando lo abre, ve con estupor que está vacío. Supone que los pendientes han caído del estuche a pesar de que parecía bien cerrado. Busca dentro de la bolsa, revuelve entre su falda de ensayo, sus zapatos de baile, sus medias de red, sus toquillas, su mantón. No los encuentra. Vuelca rápidamente la bolsa y todo se desparrama en el suelo. Rebotan los prendedores de carey y se enredan con collares, pendientes, chales, cosméticos, todos esos objetos que le hacen falta para trabajar, o que le gustan aunque no los use, y que a lo largo del tiempo ha ido echando dentro.

No están las lágrimas de plata. Tarda en resignarse a la idea de que no va a poder lucirlas esta noche. No recuerda haberlas sacado de la bolsa en los últimos meses, pero sin duda estarán en casa. Su descuido la ha llenado de contrariedad. Ya no hay tiempo de volver a buscarlas. Respira hondo para dominar la crispación. Busca otros pendientes revolviendo aún más el montón de objetos desparramados. Ningunos le parecen adecuados. Bailará sin pendientes. Lentamente vuelve a meter todo dentro de la bolsa. Hace unos estiramientos para relajar el cuerpo intentando olvidar el incidente.

Sangre lloran mis ojitos porque me mata un perdón. Lena ha bailado por soleares. Es el palo que más cuida porque es el preferido del Gitano. No siempre se siente capaz de arrojar en el escenario la elegancia que piden las soleares. Es un baile de mujer, cree ella, y, a la vez, el más difícil de interpretar. Un baile para entendidos, por eso lo ha elegido, para ofrecérselo como muestra de su talento al periodista. A pesar del flash del fotógrafo ha marcado el compás con esa desnuda intensidad que ella sabe utilizar para embrujar al público. Se siente satisfecha y crecida.

Mariano, personalmente, ha acomodado en una buena mesa al grupo de la crítica; el periodista y el fotógrafo con un par de acompañantes. Lena, mientras se dirige al camerino a cambiarse, le hace un gesto de advertencia a Julio para que no se ponga a tiro de la prensa. Cuando sale tras ducharse y cambiarse de ropa, pasa por la barra y le dice que aguarde, que no tardará más de media hora en evadir el compromiso.

Lena ha percibido vehemencia en el apretón de manos del crítico y también timidez. Es un hombre de la edad de Julio, pero muy diferente. Hay algo vulgar y destartalado en su aspecto y, sin embargo, su gesto es apacible. Su mirada parece rozarlo todo. Va vestido con una chaqueta oscura de corte impecable bajo la que asoma una camisa de cuadros azules, arrugada y mal abotonada; tiene un aire peculiar que impide hacer conjeturas sobre él. Lena se fía. Tiene la impresión de haberlo visto antes. Se lo dice para remediar el silencio que ha creado su, tal vez, descarada forma de escrutarlo. Da la sensación de que a él le agrada que lo reconozca. Responde que algún martes ha ido por gusto a verla bailar y, no sólo eso, alguna vez se han cruzado de noche por la calle. Le explica que desde hace unos meses él también vive en Antón Martín, que se queda trabajando hasta muy tarde y que, en ocasiones, antes de acostarse, necesita salir a tomar una copa o cuando menos a dar un paseo por las calles grises.

—Me llamaba la atención verla sola —añade el hombre repentinamente—, daban ganas de seguirla, de espiarla; caminaba usted entre las sombras con sigilo y atrevimiento, algo en verdad tentador. Parecía usted una sibila.

Estas palabras le suenan confusas a Lena. No recuerda, no sabe bien lo que es una sibila, y no va a preguntar para que no quede en evidencia su ignorancia. Pero no puede ser nada malo; el hombre lo ha dicho de una forma que le ha gustado hasta el punto de turbarla. Recuerda sus críticas, siempre le produce la misma sensación lo que este hombre dice de ella. Se fija en él de nuevo, nunca lo había imaginado con ojos, labios, manos y ropa. Es normal, de carne y hueso. Lena no sabe qué hacer, ríe.

—Ustedes, los de la prensa, tienen ocurrencias que nadie entiende.

Ha escuchado su propia voz y se ha sentido ridícula. Ahora es ella quien trata de dominar la timidez.

—Ah, pero no crea que no estoy al tanto —añade el periodista con una sonrisa de picardía—; la sibila ha vendido su misterio al favor de una escolta.

Sin duda se refiere a la compañía de Julio. A pesar de la confusa sensación Lena continúa cómoda.

Con la primera pregunta Lena comprueba agradecida que el periodista, a pesar de la broma anterior, no pretende hurgar en su vida, sino en el impulso interno, no razonado, que alienta su danza. El hombre, desde luego, conoce a fondo lo que es el baile. Sabe que los movimientos son derrames del alma, gritos y silencios capaces de doblar los barrotes de hierro del compás. Sus preguntas requieren toda la atención. Lena se está dando cuenta de que, por un instante, el mundo subterráneo se puede atrapar en palabras. Está embelesada explicando opiniones que nunca había formulado ante nadie. El crítico apenas la interrumpe, fuma. Lena observa sus manos mientras extraen el cigarrillo del paquete y lo encienden.

Han transcurrido dos horas, el fotógrafo y sus ayudantes se despidieron hace rato. Es el crítico quien, al fin, agradece el tiempo dedicado y da por terminada la entrevista.

Ya sola, Lena ha permanecido sentada a la mesa. La cueva de los Reyes parece haberse transformado en una guarida eterna. Sabe que en cuanto se mueva desaparecerá la sensación. Lena se pregunta cuándo antes ha vivido un efecto parecido. Cree que nunca, sin embargo lo reconoce. Estaba ahí desde antes pues de no ser así no hubiera podido recuperarlo. Cosas olvidadas para siempre por la conciencia pero no por las partículas que la forman. Existe un tiempo, quizá tan remoto que es anterior a la vida, en el que el ser vaga entre aguas templadas y caricias blandas en un paraíso que contiene todas las claves del bienestar. La expulsión del paraíso... El deseo latente e imposible de volver... La búsqueda de un remedo entre los brazos de otro desterrado. Lena recuerda ahora un sueño que tuvo siendo muy pequeña; estaba sentada en una silla de enea y sobre ella sólo existía una inabarcable bóveda de estrellas. Nunca antes había recordado con claridad algo de su remota infancia. Quizá por eso le gustaron tanto los pendientes de lágrimas de plata cuando los encontró. Es como si sus estrellas se hubieran deshecho en llanto y líquidas hubieran ido a buscarla a la Tierra. Esto que la tiene clavada a la silla no sabe lo que es, pero no podrá olvidar esta noche porque revivir su sueño ha sido encontrar el trozo perdido. No recuerda lo que ha hablado con el periodista. Teme haberle dicho estas u otras tonterías y su respiración se agita de vergüenza. Pero no, él no ha dejado de mirarla ni un momento con esa amabilidad que la ha despojado de todas las precauciones. Si hubiera dicho tonterías lo hubiera aburrido y ella lo habría notado.

Quizá ha fingido, los periodistas saben crear el ambiente adecuado para que nos mostremos tal cual somos. De nuevo la vergüenza de haberse dejado llevar, de haber mostrado un interior destartalado. Recuerda tan intensamente al crítico que le parece que aún continúa sentado frente a ella. No sabe qué pensar, pero con ese hombre ha regresado esta noche al lugar sagrado del que la sacaron al principio de la vida para arrojarla, desnuda y aterida, a un descampado fuera del tiempo. No sé ni lo que estoy pensando...

Le distrae el ruido de las sillas arrastradas por el camarero. Habrá que levantarse y salir.

Hay un paquete de tabaco olvidado sobre la mesa, un rectángulo mitad rojo y mitad blanco junto a la copa cristalina. Lena se levanta, se pone el abrigo, recoge del suelo su gran bolsa y se la echa al hombro. Antes de alejarse vuelve a mirar el paquete de tabaco. Abre con rapidez la cremallera de su bolsa y lo arroja dentro. Recuerda a Julio, lo busca en la barra. Lo encuentra sin dificultad, es la única persona que queda.

Lena se acerca y la disculpa se le achicharra en la boca antes de formularla porque sin mediar palabra Julio la arrastra del brazo forzándola a subir rápidamente las escaleras; después abre la puerta del local y la arroja fuera. El contrapeso de la bolsa y la fuerza de sus talones contra el suelo logran mantenerla en equilibrio. Pero dentro de Lena ha explotado la rabia. Arroja la bolsa y la emprende a bofetadas con Julio. Ocho, once, trece. No sabe cuántas veces le ha pegado. Julio aguanta estoicamente al principio, luego la estampa contra el capó de un coche aparcado. Lena se incorpora, recoge su bolsa y se aleja.

Camina por las calles aún invernales de Antón Martín dejando que sus caderas se balanceen al ritmo de sus pasos. Las imágenes de la escena con Julio se entremezclan con las de la entrevista. Lena no siente angustia, al contrario, parece que en su universo hubieran arrojado una semilla de armonía. En medio de la noche se distingue el camino de las calles iluminadas. La vida es una aventura hermosa si no se cae en la trampa de un refulgente trozo de sal al fondo tenebroso de un cepo. Lena desea que transcurra el tiempo rápidamente y que llegue el próximo otoño para trasladarse a Ámsterdam. Ahora siente fuerza de sobra para afrontar el cambio; quizá éste sea el definitivo y terminen para siempre las huidas.

De lejos distingue la mancha hueca de su portal en el muro. Junto al portal hay una sombra. A medida que se acerca se disipan las dudas: Es Julio quien la espera con la espalda apoyada en la pared y las manos en los bolsillos. Lena desea hacerse invisible, darse la vuelta y correr o que se abra la tierra. Todo menos encararse de nuevo con él esta noche. Pero se contiene. Decide que ha llegado la ocasión de romper. Mejor ahora que aún se quieren. De momento, hoy quiere dormir sola en su cama, hacer planes, pensar en Ámsterdam. Lena, esta noche, quiere estar sola para encontrar el sueño en ese útero imaginario que algún espíritu errante tejió para ella, quizá por equivocación, con delicados hilos de tinieblas.

Se acerca tensa. La expresión de Julio, al descubrirla entre las sombras de la calle, ha tenido el poder de arrebatarle la seguridad que llevaba. Muda y quieta frente a él suplica con el pensamiento: «No te hagas la víctima, Julio, ten compasión de mí.» No habrá respuesta: la compasión no es el sentimiento que suele inspirar Lena. Julio con el rostro contraído rehúye mirarla. Traidor. Tiene una pequeña mancha de sangre seca sobre el labio inferior.

—Quieres que me marche ¿verdad? —dice Julio, y a continuación estalla en sollozos.

Lena ha soltado la bolsa y le ha envuelto en sus brazos. Intenta guarecerlo pegando su cuerpo entero, desde las piernas hasta la cara, al de él.

—Eres un niño —le dice—, un niño.

—Tengo unos celos terribles —murmura él.

Juntos han subido a casa. Han mirado por la ventana de la cocina para comprobar que Turba está durmiendo en el patio.

—Tengo la impresión de que soy para ti la sustitución de algo —el reproche de Julio es una súplica—. Cuando entra en juego lo que te importa, me olvidas.

—Julio, ¿qué debería pensar yo entonces? Sólo me das un día de cada siete y, aún así, incompleto —Lena le responde con la voz más dulce que puede improvisar.

—¿Estarías dispuesta a venir conmigo si dejara lo que tengo?

—No digas barbaridades, Julio, ¿has olvidado a tus hijos? Las cosas están en orden, somos nosotros los que a ratos nos equivocamos.

A la boca de Lena ha llegado, mientras respondía, un sabor amargo que proviene del fondo de sus tripas.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2012
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