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Fuera de compás

Capítulo 44

En estos días lentos

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Como todos los martes Julio espera apoyado en la barra. Lena sale del camerino con cautela, sabe que el espacio está infectado por la trágica figura de Fernando. Siempre lo adivina antes de verlo.

Se acerca a ella y la coge con fuerza por el brazo. Lena le dice que pase a recoger el sobre con el dinero al día siguiente. Fernando contesta que necesita inmediatamente que le de lo que lleve encima. Lena abre la bolsa, saca la cartera y le da unos billetes.

Cuando dirige la vista a Julio, lo encuentra de espaldas. Lena interpreta su actitud como el síntoma de que va a ignorar lo sucedido, de que no va a hacer preguntas. Lo agradece, lo que menos desea ahora es desgastarse en explicaciones. Cuando llega a su altura le toma el brazo y salen a la calle. El silencio de esta noche tiene algo de taimado. En torno a una bolsa de basura zigzaguea una rata gorda que arranca de Lena una exclamación de repugnancia.

Una vez dentro de la casa, Julio le desabrocha el chaquetón y lo arroja al suelo. Bruscamente le abre la camisa.

—No te muevas —dice autoritario—: déjame desnudarte.

—¿Por qué no vamos a la cama? —susurra ella.

—Me apetece hacerlo aquí, a oscuras frente a tu espejo.

Julio se agacha y tira de sus manos hasta que Lena se sienta en el suelo tratando de evitar el daño en las rodillas. Julio le quita las botas y los pantalones. Le desliza las medias y las bragas. La besa en el vientre. La estrecha contra él y le desabrocha el sujetador. Lena está desnuda.

—¿Y tú, no vas a quitarte la ropa?

—Yo soy un violador esta noche —ha contestado Julio posando la mano entre las piernas de Lena.

Lena se deja llevar. Julio la obliga a tenderse en el suelo, atrapa sus muñecas con una mano y con la otra le acaricia el vello del pubis. Lena siente que se eleva su pelvis como si tuviera vida propia. Tiene los ojos cerrados, pero no del todo. En la penumbra de la habitación la silueta de Julio puede ser la de cualquiera. Incluso la de esa fuerza que en ocasiones taladra la espesura del pensamiento para abrazarla cuando duerme. Julio continúa rozándola entre los muslos, luego desliza la yema de los dedos entre los pechos de Lena, continúa por su estómago y su vientre hasta llegar de nuevo a la pelvis levantada.

Lena siente que cada milímetro de su piel está prisionero. El aire al entrar y salir por su garganta suena entrecortado.

—Me estás torturando —se queja.

—Todavía no —murmura Julio.

La mano de Julio continúa jugando a rozar la piel de sus muslos. Uno de sus dedos se decide a perfilar el abultamiento que ha emergido en el centro del sexo. La garganta de Lena suplica alivio.

Julio bruscamente la coloca de bruces y la inmoviliza. La tensión le impide sentir el dolor de las rodillas oprimidas contra el suelo.

—No, por favor, por favor —ruega—. No me sujetes así, no puedo soportarlo.

Julio permanece impasible. El desquiciado esfuerzo de Lena por librarse hace que diminutos riachuelos de sudor envenenado se viertan por su cara, le empapen las cejas y le lleguen hasta los ojos.

Cuando Julio se retira no quiere mirarle. Se hace un ovillo sobre el suelo. El pavor la mantiene inmóvil. Ahora la mano de Julio escarba entre la línea de sus nalgas.

—Levanta el culo —dice, y su dedo entra en busca del intestino.

—¿Te gusta? —pregunta.

—No.

—Voy a seguir al menos hasta que rompas a llorar —dice Julio.

—No me hagas esto.

Julio le acerca la boca al oído y dice:

—No me lo hagas tú a mí tampoco. Delante de mí no vuelvas a darle dinero a un hombre. ¿Me has entendido?

—Sí.

Julio se ha puesto en pie. Lena no puede despegarse del suelo, junto a su cara flotan los bordes del pantalón de Julio y sus zapatos. Le duele el vientre y las rodillas parecen hechas de cristales rotos, se las frota. Levantarse le da miedo y pensar también. El mundo es un árido patio de arena polvorienta sin principio ni final. El verdugo permanece en pie, inmóvil. Pero Lena sabe que ya ha pasado todo. Por esas extrañas contradicciones de la vida Julio ahora depende de ella intensamente, Lena lo percibe y su primer pensamiento coherente es una confesión secreta de culpabilidad por lo ocurrido. Compadece a Julio profundamente, cree que con otra mujer jamás se hubiera portado así, luego el mal está en de ella.

—Si alguien quisiera salvarme... —no sabe si lo ha dicho o lo ha pensado. Tampoco sabe, en realidad, por qué lo ha dicho o lo ha pensando ni a quién se ha dirigido.

Julio la ha tomado en los brazos, la ha llevado hasta la cama y ha roto a llorar. Está pidiendo perdón entre temblores y sollozos.

—Te estás desquiciando, Julio —le dice—.

—Hace tiempo que he perdido la cabeza, Lena, desde que te vi por primera vez. Pensé, lo recuerdo bien: Quiero ser el dueño de esa bruja.

Lena, ahora, le siente extrañamente cercano y a la vez peligroso.

—Estás demasiado acostumbrado a comprar, Julio —susurra—, y las cosas del alma no se compran. No hay más solución que intentar robarlas. Hay que jugar limpio, lo que uno no puede robar debe abandonarlo para que otro con más suerte o más habilidad lo encuentre.

—¿Robar las cosas del alma?

—El dinero sólo sirve para que alguien se lleve lo que no le pertenece por naturaleza. Pero el alma no entiende de negocios por eso hay que tener cuidado con lo que se vende no vaya a ser que nos convirtamos en estafadores.

—Y tú ¿de dónde has sacado esas ideas?

—Estas cosas se aprenden bailando. Dejando libres unas partículas que hay en la mente que son indomesticables.

—¿Nunca has deseado tener hijos?

—Mis hijos fueron condenados a no existir ni en el deseo.

—No hables como un acertijo, Lena, me intranquilizas.

—¿Te intranquilizo? Yo te intranquilizo, pero tú me has destrozado las rodillas.

Quedan en silencio. A través del cristal de la ventana se ve un cielo opaco, un cielo magullado y violáceo que parece desesperar ante el retraso del alba. Lena se revuelve con nerviosismo.

—No vuelvas a sujetarme así —dice sin moderar la ronquera de su voz—. Si vuelves a hacerlo juro por Dios que te mato.

Lena ha percibido el temblor de Julio. Él ha balbuceado algo, pero no atiende a lo que dice. Lo único que le importa es comprobar que esta vez la ha tomado en serio. Julio es un hombre cobarde, hace daño y luego llora para obtener el perdón. Hay cosas que no se pueden perdonar. Perdonar a un verdugo es suicidarse. No puede dejar de compadecerlo ni consigue aliviar del todo la sensación de culpa que la ha poseído hace un rato, pero está segura de que no le conviene en absoluto continuar con Julio. Alcanza el tubo de crema de la mesilla y se unta las rodillas. Luego intenta aliviarse en la postura.

—Vamos a dormir un rato —dice.

Julio la envuelve en sus brazos para besarla.

—No me muevas, por favor —dice Lena—. No me cambies la postura.

Julio se pega a ella en silencio.

Es medio día cuando despiertan.

—Tengo miedo a marcharme —dice Julio.

Lena se frota la frente.

—Estoy cansada de todo.

—Estoy loco por ti Lena, completamente loco.

—Ya lo sé. Te contaré quien es ese infeliz y por qué le he dado dinero.

—No voy a marcharme, hoy no puedo separarme de ti. No me importa lo que pueda suceder con Delia.

El dolor de las rodillas es tal que, en cuanto permanece de pie unos minutos, tiene la sensación de que se le quiebran. Lena ha llamado a su mejor alumna, le ha pedido que se encargue de las clases durante los próximos días. Sabe que eso irritará a los bailarines pero no quiere aparecer ante ellos acobardada, ni mucho menos arriesgarse a una caída.

Julio ha llamado a su mujer para decirle que no le espere y después ha vomitado.

—Estás hecho un lío —ha dicho Lena con indiferencia—. No quieres perder a Delia, pero te mueres sin la bruja. Eres un prisionero del aburrimiento, por eso has forjado una fantasía conmigo. Cuando uno comprende que el destino le ha metido en un absurdo de callejones cortados se inventa pasiones para estar vivo.

—No me hables así ahora, Lena, por Dios...

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónAbril 2013
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