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Fuera de compás

Capítulo 45

Más allá del encuadre

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Lena no ha jurado en falso. No volverá a darle dinero a Fernando. La rabia ha terminado por ahogar el temor. Si le ha estado ayudando no ha sido sólo debido a ese vicio que tiene de culpabilizarse sino porque no encontraba otra forma de contenerlo. Y ahora comprende la equivocación, pues el daño a veces llega de quien menos imaginas. Desea marcharse en otoño de eso no tiene duda. Lamenta con toda su alma no haberlo hecho cuando la llamaron, pero en la vida no se puede regresar sobre los pasos dados. La primavera anuncia que el verano que se barrunta, y que habrá que soportar para enlazar el momento presente con el futuro, viene teñido de fatalidad. Lena tiene un presentimiento negro, y sabe que esta vez no servirá esconderse.

La angustia ha durado poco. Está segura de que más allá de los presentimientos existe un lugar al que llegar, un lugar en el que tenderse a descansar. Lena cree que ha atravesado la puerta de un paisaje nuevo en su vida y no sabe en qué momento ha sucedido. Dentro de su cabeza parece que ciertas cosas empiezan a encontrar su sitio. Es cierto que está triste y más seria, quizá es lo que conviene, bien mirado, tiene pocos motivos para hacer alarde de esa seguridad altiva que desde que empezó a bailar se apoderó de su personalidad; un parapeto inventado para olvidar lo siniestro y protegerse del mundo.

Ha suspendido la actuación en el local; hubiera sido la última, el cierre es inminente. Pero el dolor de las rodillas era demasiado fuerte y ha tenido que confesárselo a Mariano. Sin embargo, desde ayer ha remitido y hoy ha vuelto a sus clases en el estudio. Ana ha dejado de acudir. La ha recordado esta tarde porque al pasar por el bar alguien estaba cantando unas soleares del Arenero: Corre y dile a tu maestro, el que te enseñó a bailar, que te devuelva el dinero porque te ha enseñado mal. Qué habrá sido de ella. Tú historia es la mía, ratón, piensa. ¿A qué lugar de la fantasía tirarían las llaves que podrían librar de la confusión? De nuevo el recuerdo del murciélago. Todos somos como el murciélago.

Hace ya bastantes días que Lena no disfruta ensayando. Dentro de ella se ha instalado una especie de tristeza que le impide abrirse al espacio. Trata de suplirlo con la inteligencia, sigue fielmente las indicaciones del Gitano, intenta forzar las muñecas para que tiren de los brazos y los brazos de la espalda y la espalda despegue el cuerpo de la Tierra, pero no. Parece que se ha perdido una pieza de la maquinaria de sus manos y no pueden despegar, no pueden remontar el vuelo.

Al llegar a su casa se detiene en el portal y alza la vista hacia sus balcones. Ahí falta un macetón —piensa—, una mata verde de buena envergadura, que imponga en la fachada su presencia de cuerpo silencioso, resistente, olvidado, como quedan en la memoria las realidades que fueron extirpadas antes de producirse y, lo mismo que ellas, al presentir cada vez la primavera, se cuaje tontamente de flores inútiles.

Al entrar le ha salido al paso la señora Faustina, le entrega el sobre que han dejado. La mujer dice al marchar:

—Hija, ¿te he dicho que prendió la mata? Prendió la camelia aquella. ¿Te acuerdas?

—¡Ah! Pues... qué bien.

El sobre es del periodista; envía su trabajo para que lo conozca antes de la publicación. Aparte están las fotos que hicieron mientras bailaba. El periodista ha señalado una de ellas con una etiqueta, le pide parecer y le propone que sea ésa la que acompañe su artículo.

La foto es extraordinaria. Lena lleva mucho rato mirándola, no se reconoce. Es la foto de un grito. La espiral de su vestido, difuminada en el resplandor de un contraluz sobre el espacio igualmente negro, se remata en una mano extendida por encima de la figura, una mano que parece rebelarse buscando la realidad más allá del encuadre.

Se siente atrapada de súbito en una emoción desquiciada. Salta, descuelga el teléfono y marca el número que aparece en el membrete de la carta. Responde un contestador, es la voz del periodista. Titubea. Decide grabar su mensaje:

—La foto es... No es porque sea yo, nadie me reconocería. Es... muy buena. No he visto una foto mejor en mi vida. Dé usted las gracias al fotógrafo. Gracias.

Cuelga el auricular y de inmediato siente un potente calor quemándole la cara. Resuena en su cabeza el eco de su tono irregular. Además, no ha comentado nada del texto, sólo ha hecho exclamaciones de la foto. Se ha comportado de esa forma nerviosa que tanto detesta. Ni siquiera se ha dado a conocer. Pero no hay escapatoria, el periodista sabrá de quien se trata en cuanto escuche el mensaje. Ha hecho el ridículo, nota cómo se contrae su estómago. Se siente miserable, ha caído la careta y lo que hay debajo no es sino ignorancia, horas de sudor disfrazando un alma que no sabe de nada, que siempre ha vivido a la deriva. La idea de ir a la deriva la llena de nuevo de realidad y de angustia. Espero no ver nunca más a ese periodista, piensa para tranquilizarse. Huye del recuerdo del hombre y el recuerdo forcejea por volver. Habrá pensado que he bebido. Habrá pensado que soy una histérica. Jamás volveré a hablar con él.

Ha tardado en reconocer su propia cama al despertar en esta noche rara de color negro y brillo de terciopelo. Iba en el metro. Iba sentada en un asiento de madera barnizada y brillante, como eran hace muchos años. Su mano derecha enlazada con la izquierda de un hombre que se mantenía inmóvil, sentado en una silla más alta, y que, a su vez, iba hablando en voz baja con otro. Ella dormía apoyada la mejilla sobre el dorso de la mano que enlazaba la suya. Era imposible que al llegar a Sevilla se pasara de estación; el hombre, sin dejar de conversar, sin hacer el menor movimiento, no permitía que se soltara de él. Permanece el goce de dormir sobre una mano de confianza. Si fuera posible quedarse a vivir para siempre en ese tramo del cauce donde la existencia se justifica, donde se hace verdadera... Lena se deja llevar de nuevo del sueño, hundida la conciencia en el bienestar que durmiendo le ha regalado su propia imaginación.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónMayo 2013
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