El dolor de las rodillas ha perdido fuerza a base de frotarlas con la crema de la farmacia. Lena está distraída en clase, piensa en el dinero, para ella necesita poco. Eliminado Fernando tiene de sobra con lo que obtiene de las clases. Además, cuando se ha logrado un prestigio, enseñar es fácil; uno puede apoltronarse si no tiene ganas de hacer esfuerzos y dejar a los alumnos que se muevan y se busquen a sí mismos. Basta con corregirlos.
Se pregunta cuál será la reacción de Fernando al enterarse de que han clausurado la cueva. La abordará en la calle, no va a resignarse con facilidad. Lena lo teme pero ha jurado no darle más dinero y a quien de verdad se lo ha jurado es a sí misma.
Era de esperar que lo encontrara. Siempre que piensa en él aparece. Cierra el estudio y al volverse lo descubre cerca de la puerta. A la luz del día le produce repugnancia su aspecto. La mirada de Fernando es exigente y agresiva.
—Se ha terminado la cueva de los Reyes —le explica—. Así que no hay dinero, Fernando, apenas me llega para lo mío.
—Oye —dice él sujetándola de la chaqueta—, eso no te lo crees ni tú.
—¡Fuera! —ha dicho Lena apretando los dientes.
Fernando la mira estupefacto. Lena le aguanta la mirada con los labios replegados.
Fernando se aleja calle abajo murmurando:
—Me lo debes todo, todo, y después de haberme hundido me tratas como a un perro.
Se vuelve, avanza de nuevo hacia ella. El gesto de Lena no ha variado. Fernando titubea y vuelve a alejarse. Gira de nuevo y grita:
—Aún tendremos que hablar tú y yo. ¡Guarra!
Lena está temblando. Se aleja en sentido contrario, camina por las aceras de Antón Martín rodeando su calle, temerosa de llegar por si Fernando hubiera decidido esperarla en la puerta.
Se detiene en un escaparate de la calle Atocha y observa el vestido blanco que luce la muñeca perfecta del escaparate. Es un vestido de verano con anchos tirantes, ajustado. Lena nunca ha tenido ropa de color blanco. El blanco le produce rechazo, es como si bastara mirar para ensuciarlo. Sin embargo está segura de que ese vestido le sentaría tan bien como a la muñeca. No quiere marcharse sin comprobarlo. Observa que van a echar el cierre de la tienda y entra precipitadamente. La dependienta mira contrariada. Lena dice:
—No voy a entretenerla, si me queda bien lo compro.
El vestido, como suponía, le queda impecable. En el probador, viéndose en el espejo vestida de blanco, disfruta de una suave euforia. La tela pesa y es blanda y enfunda sus caderas mostrándolas perfectas, como si fueran de mármol. La dependienta, afuera, resopla impaciente. El vestido es caro, pero lo vale. La dependienta sigue resoplando. Recita una frase halagadora cuando Lena le dice que lo envuelva. Lena mete el paquete en su gran bolsa y sale de nuevo a la calle. Ha olvidado el incidente con Fernando; sabiendo que el vestido está dentro de su bolsa regresa llena de buen humor.
Sube a casa y echa la doble llave en la cerradura. En el contestador hay un lánguido mensaje de Julio: «Mañana te contaré, estoy hecho polvo, Delia me ha preparado una escena.» Lena pulsa varias veces la tecla como buscando dentro del aparato el mensaje escondido de otra persona. Pero sólo está el de Julio.
De nuevo el aburrimiento parece emerger del suelo como ese humo que se usa en los escenarios. Lena se ha quedado dormida en la mecedora. Despierta aterida en medio de la noche. Da unos cuantos traspiés hasta llegar a la habitación y se tiende en la cama. Busca, para volver a dormir, esa sensación de consuelo que a veces se oculta en la melancolía, pero hoy el aburrimiento se impone. Habrá que esperar un poco, tendrá que acabar la primavera y también el verano. Vuelve a recordar su vestido, lo estrenará en cuanto suba el calor.
Copyright © | Ana María Martín Herrera, 2009 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Junio 2013 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n327-46 |
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