Lena acude a casa de Mariano Reyes a primera hora de la tarde. Así se lo ha pedido él mediante un mensaje que con voz entrecortada ha dejado en el contestador. Lena teme que el cierre de la cueva lo haya afectado de forma irremediable. No imagina ni por lo más remoto la noticia que Mariano va a darle. El hombre la recibe templado, la hace sentarse a la mesa camilla. La habitación es un santuario plagado de marcos, algunos muy valiosos, antiguos, de plata, que sostienen fotografías dedicadas; docenas de reliquias, recuerdos de artistas y maestros entre los que hay muchos del Gitano y algunos de ella. Lena no sabe qué le sucede, tiene la angustiosa sensación de haberse metido en una casa de juguete invadida por muñecos diabólicos que no necesitan estar vivos para dominarlo todo. Respira despacio, intenta sobreponerse a una avalancha de golpes impalpables que la están aniquilando y no sabe de dónde vienen. Tranquila, tranquila, escucha dentro de sí su pensamiento como si perteneciera a alguien ajeno.
Mariano está sirviendo el café con su pulso tembloroso en las tazas de porcelana que ha colocado su mujer antes de dejarlos a solas. Lena ha duras penas se está recuperando del ahogo. Mariano se sienta junto a ella y dice:
—El Gitano ha muerto. No era cierto que estuviera en el extranjero impartiendo clases, le estaban tratando una enfermedad.
—En el fondo yo lo sabía, Mariano. Me engañé suponiendo que el presentimiento era falso, pero era negro y aplastaba y nada de lo que iba sucediendo podía darle pleno sentido.
Copyright © | Ana María Martín Herrera, 2009 |
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Por la misma autora | |
Fecha de publicación | Noviembre 2013 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n327-51 |
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