Como todo el mundo, tengo manías y fobias.
Me aqueja la obsesión de la limpieza. Los animales me gustan, pero en zoológicos y museos: no toco, ni permito que me toquen, perros ni gatos. Hago todo lo posible para que en casa no haya arañas ni insectos. No podría soportar el vuelo zumbante de una mosca o de un mosquito.
Bien.
Una papa roída fue el indicio de algo alarmante: la segura presencia —¿dónde?, ¿dónde?— de nada menos que una laucha o, peor aún, de una rata, en mi pequeño departamento.
¿Por dónde habría entrado? era una pregunta estúpida, que merecía como respuesta una pregunta inteligente: ¿Por dónde no habría podido entrar?
Una papa roída: eso era todo. Pero la alimaña estaba en algún rincón del departamento, y esta certidumbre me obligaba a emprender una serie de acciones en extremo desagradables: encontrar a la laucha —impulsado por un optimismo inicial, quise creerla laucha y no rata—, y, del modo que fuera, y en lo posible con la mínima intervención directa de mi parte, darle muerte y luego, sin tocarla, con escobas y palas, tirarla a la basura, sacar la bolsa a la vereda y dejar que el camión municipal se la llevara, lejos de mi casa, se la llevara allá donde comprimen y sepultan los desechos y los detritos.
Estremecido de anticipado asco, con el palo de una escoba fui hurgando por rincones y recovecos; alcé bordes de cortinas; rescaté zapatos que ya no usaría y que, por desidia, permanecían olvidados en sus tumbas; desmantelé, volumen por volumen, toda la biblioteca y volví a saludarme con tantos libros que alguna vez me habían interesado y que ya no volvería a leer; desempolvé ropas de antaño, que ahora me parecieron ridículas...
Así, como un hurón acucioso y desconfiado, estuve todo ese primer día estéril. Considero que realicé una inspección consciente y exhaustiva de todo el departamento, que —dicho sea de paso— es muy reducido: sólo consta de cocina, baño, comedor y dormitorio, y ninguno de estos ambientes es demasiado amplio.
Soy soltero, vivo solo, almuerzo y ceno en la cocina, procurando causar los menores trastornos posibles. Por eso, la mayor parte de las veces recurro a comidas sencillísimas compradas en la rotisería, tales como milanesas o empanadas; en otras ocasiones, aún más austero, me arreglo con pan y fiambre. Como puede verse, no me gusta ni quiero cocinar, pues es una manera de perder tiempo y de prodigar mis trabajos.
De modo que rara vez ensucio más de un plato, un vaso, un tenedor y un cuchillo. Apenas termino de comer, lavo estos cuatro elementos con agua hirviendo y detergente, y los dejo boca abajo en el escurridor de la pileta. Casi podría decir que hace años y años que utilizo siempre las mismas cuatro piezas de la vajilla.
Sin embargo, a veces me gusta prepararme —como una especie de entretenimiento y porque me encantan— una porción de papas fritas. Por eso suelo tener en un limpísimo cajón de plástico verde una reserva de un kilo de papas: nunca más de un kilo. Quiero subrayar que esas pocas papas constituyen el único producto comestible que, fuera de recipientes herméticos, puede hallarse en mi casa. Y, por lógica, fue una papa roída lo que encontré.
Ya se sabe que la heladera es inviolable y que ninguna laucha podría abrir su puerta y atacar las escasísimas vituallas que guardo allí: uno o dos bifes, un paquete de salchichas, un frasquito de anchoas, otro de aceitunas verdes, un pedazo de queso fresco, dos o tres tomates, un pan de manteca, alguna fruta y... nada más.
Prefiero comprar lo estrictamente imprescindible y evitar hacer acopio de alimentos, pues podrían ponerse viejos antes de que yo pudiera comerlos. Es verdad que esta costumbre me fuerza a multiplicar las compras, pero en compensación me confiere dos ventajas: no verme obligado —sólo por el hecho de que allí está— a comer lo que en esa ocasión no deseo, y sí verme obligado —obligado gratamente— a salir todos los días a las calles de Villa Urquiza, cosa que necesito y que me gusta, ya que paso muchas horas encerrado y dedicado a mi trabajo.
Desde hace bastante tiempo —y quiero suponer que por el resto de mi vida—, mi trabajo es de traductor. Para llegar a él tuve que cumplir tres avatares: el de empleado de oficina, el de profesor de castellano y literatura, el de redactor publicitario. No voy a describir ni siquiera someramente tales labores: sí diré que en todas ellas me sentí incómodo: cultural, económica y éticamente incómodo, según el estricto orden en que las voy nombrando.
Mis actividades fueron diversas, pero mi personalidad y mis gustos fueron siempre los mismos.
A mí lo que me encantaba era leer. Y leía durante la mayor parte del tiempo libre, y para hacerlo aprovechaba inclusive todos los viajes en colectivo o en subte. Así, durante años y años, creo que leí un promedio de no menos de cien páginas por día. Como tengo muy buena memoria y excelente capacidad de asociación, la lectura se enriquecía en relaciones, profundizaciones y resonancias. De manera que aprendí unas cuantas cosas, la mayor parte de las cuales carecía de aplicación práctica alguna. No importa: siempre he sentido lástima por esas personas que sólo son prácticas.
Entre las cosas que aprendí, se cuenta la de leer en varios idiomas. Leer, no hablar, que es algo muy diferente.
De puro gusto, y para entretenerme, traduje cuentos de Wells, de Wilde, de Melville, de Hudson..., traduje centenares de páginas de novelistas ingleses del siglo XIX: Dickens, Thackeray, Meredith...
Luego, o simultáneamente, entré en el francés: traduje a Camus, a Claudel, a Flaubert, a Maupassant, a... a qué sé yo cuántos más.
Descubrí que, sabiendo dos lenguas, resultaba bastante fácil aprender una tercera. Y una cuarta. Y una quinta.
Lo hermosamente difícil era conseguir que la forma española no pareciera traducción. Poco a poco, y de manera más bien inconsciente, fui mecanizando un método de parafrasear en español las construcciones sintácticas del inglés. Me di cuenta de que la facilidad del italiano era aparente y falaz, y que a menudo se planteaban problemas que exigían esfuerzos de imaginación y de reelaboración. El alemán me costó —me cuesta— bastantes trabajos, y el francés, muy pocos, pues —simplificando el concepto— me arriesgaría a decir que puede traducirse al español casi palabra por palabra.
Como consecuencia natural de estos trabajos, llegó el día en que empecé a traducir libros para diversas editoriales.
Realicé una suerte de balance, y vi entonces la oportunidad de conseguir una ventaja invalorable: la de mi libertad casi total. El premio de transformarme en amo y señor de mí mismo. Ya no más jefes administrativos ni rectores ineptos ni ejecutivos sonrientes. No lo dudé demasiado: renuncié a las últimas ocho horas de cátedra que me restaban, y me dediqué de lleno a traducir.
Y, por primera vez en mi vida, me sentí relativamente feliz con mi trabajo. Y ya había cumplido treinta y cuatro años, y había temido no encontrar en el mundo un rincón para mí. De esto hace once años.
No puedo negar que estoy satisfecho de mí mismo. Como ya dije, he adquirido una especie de pericia, o de acostumbramiento, en las diversas lenguas que me tocan en suerte. Y, puesto que escribo a máquina con muchísima rapidez y precisión, suelo avanzar gran trecho en poco tiempo, y eso me permite cobrar con bastante frecuencia y ganar relativamente bien.
El comedor se ha convertido en mi escritorio, en mi lugar de trabajo, en el sitio en que me gusta estar. Todas las paredes —menos una, la que ocupa casi totalmente la puerta que da al balcón— se hallan cubiertas de libros, desde el piso hasta el cielo raso. Según pasan los años, algunos libros crecen en mi estima y otros se empequeñecen, sin que esto signifique que los haya releído. A veces puedo leer por placer, pero la mayor parte del tiempo trabajo en las traducciones.
En términos generales, me sujeto a una rutina fructífera. Pongo el libro original a mi izquierda, un carbónico entre dos hojas en la máquina y un cenicero a mi derecha. Trabajo de ocho a doce. Tomo mate y no puedo quitarme la maldita costumbre de fumar, a pesar de que casi todas las noches enuncio el propósito de hacerlo. Luego almuerzo muy ligeramente y duermo una siesta de cerca de una hora. De las tres a las siete de la tarde continúo traduciendo, hasta que llega el momento de efectuar las compras, de salir a caminar, de leer cosas que me gustan, de ir al cine o de encontrarme con una tal Elsa Martínez, con quien me une una relación larga, irregular y sin mayor futuro; sé que ella querría casarse conmigo; yo no veo la necesidad, y preferiría no alterar esta existencia mía.
Traduzco sobre todo libros del inglés. Suelen ser norteamericanos y versan sobre temas que no me interesan o que rechazo: pedagogía, sociología, psicoanálisis. A menudos estos libros empiezan con una página de Acknowledgments: el autor agradece al profesor Mengano, que formuló interesantes observaciones; al doctor Fulano, que sugirió tal cosa maravillosa; a la señorita Zutana, que tuvo a bien mecanografiar el manuscrito... Me fastidian tales majaderías pero, bueno, las traduzco con probidad, aunque me pregunto para qué pueden servir, y estoy seguro de que el lector va a omitirlas olímpicamente.
Sin embargo... —en este momento cobro conciencia—, ¿qué me ha llevado a relatar todas estas minucias de mi gris transcurrir cotidiano...? Yo no quería hablar de esto, sino de la historia que comienza con el episodio de la papa roída. Pero una cosa se vincula con la otra: aunque no de manera deliberada, sin duda estaba procurando mostrar que soy una persona en extremo metódica y —¿por qué no decirlo?— eficaz.
En casa todo está reluciente y ordenado hasta el fanatismo. Me rasuro y me baño todos los días —y, en verano, los baños diarios son dos—, mi ropa está siempre impecablemente limpia y planchada —por el lavadero: yo no sé planchar, salvo cosas cuadradas o rectangulares, como servilletas y pañuelos—, y hasta hallo tiempo para embetunar los zapatos cada noche y lustrarlos cada mañana.
Como ya puntualicé, salvo el mencionado kilo de papas, no se hallará en casa materia comestible alguna.
Y bien, la pregunta es: ¿por qué a mí, precisamente a mí —maníaco de la higiene y del orden—, se me ha metido en el departamento una rata?
Desde aquí en adelante, ya no será laucha sino rata.
Nadie contestará esta pregunta, y es inútil quejarse de los designios del destino. Pero había algo muy claro: debía encontrar y exterminar a la maldita rata lo antes posible.
Cierto dicho expresa: menos bulto, más claridad. En una bolsa plástica para residuos empecé por meter cuatro dichosos pares de zapatos en desuso; esta pequeña acción obró como detonante de una expedición punitoria contra todas las cosas que ya no usaría y que estaban allí como meras reliquias de la inercia o la pereza: pulóveres viejos, una gorrita veraniega un poco ridícula, bufandas raídas, corbatas pasadas de moda... Llené de esta manera hasta seis de esas bolsas plásticas para residuos.
Nunca averigüé el apellido de la mujer que realiza la limpieza en casa, pues su nombre de pila ya es suficientemente singularizador: se llama Nicanora. Y a Nicanora —que vive lejos y supongo que en la indigencia— le ofrecí como regalo todas aquellas ropas. Aceptó gustosa y, en tres etapas de dos bolsas por vez, me liberó de aquellas inutilidades. Mi placar quedó con muchísimo lugar libre.
Mientras tanto, tiré el resto de las papas a la basura, lavé con cepillo, agua caliente, jabón y lavandina el cajoncito de plástico verde, y lo puse boca abajo, sometido al solazo que a la tarde se abate sobre el balcón. Al anochecer compré otro kilo de papas, las lavé con agua para quitarles la tierra, las sequé con un repasador y las guardé en la heladera.
En este punto podía lícitamente considerar que ya no quedaban sustancias comestibles en todo el departamento. Esta limpieza constituía un primer ataque contra la rata, un modo de invitarla a retirarse en busca de comarcas más nutricias.
A cuadra y media de mi casa se halla la veterinaria Mi Cachorro. A veces me he detenido a observar a través de los vidrios: venden perritos, gatitos, peces, tortugas; no están en venta, pero se exhiben, una lagartija, una araña, una culebra.
No conforme con las anteriores medidas de precaución, me presenté en este lugar y solicité asesoramiento profesional sobre cuál era el método más seguro y eficaz para eliminar ratas.
Sentada tras un escritorio, una mujer de delantal verde echaba cuentas con una maquinita calculadora. Sólo cuando terminé de hablar y después de producida una pausa de silencio, se dignó a levantarse y acudir al mostrador. Esta displicencia me irritó y me predispuso en su contra.
Sin embargo, había oído y entendido sin error mi consulta. Habló con voz un poco nasal y antipáticamente articulada, mostrando unos dientes muy pequeños y aserrados debajo o encima de encías muy grandes; en las partes más letales de su exposición, los labios se le extendían en una sonrisa sanguinaria.
Me aconsejó emplear unas píldoras de aspecto apetitoso —apetitoso para las ratas—, que éstas tragarían con avidez, sin sospechar que en el corazón de tales exquisiteces se escondía una trampa deletérea que las llevaría al otro mundo...
Yo sentía unos deseos incontenibles de interponer objeciones, pues aquella mujer me desagradaba:
—Muy bien —dije—. Pero imaginemos que la rata muera en algún agujero inaccesible. Tarde o temprano entrará en proceso de descomposición, y ¿cómo podré soportar ese olor inmundo y la idea de convivir con un cadáver de rata que se está pudriendo?
—Señor mío —repuso, con suficiencia—, usted parece vivir en la edad de las cavernas... ¿Qué edad tiene, si es que puede saberse?
—Cuarenta y cinco —atiné a responder.
—Usted ya estaba en cuarto grado cuando yo todavía tomaba la teta —contestó—. Por eso no está al tanto de los avances de la ciencia.
En vista de que yo no respondí nada, continuó:
—Estas píldoras —sostuvo la cajita entre índice y pulgar— no funcionan como usted equivocadamente cree. Para empezar, no contienen veneno y por sí mismas no pueden matar a nadie. Actúan de manera indirecta. Producen un efecto descalcificante, de modo que la rata, en cuanto caiga o choque con algo, sufrirá la fractura de uno o varios huesos. Quedará paralítica e imposibilitada de buscar alimento: así, poco a poco, terminará por morir de inanición.
Me clavó una mirada casi feroz: la sostuve apenas.
—Viene ahora el segundo, y falso, problema planteado por usted: la descomposición del animal, con su secuela de fetidez, gusanos, etcétera... Nada de esto ocurrirá: estas píldoras poseen una droga taxidérmica que impedirá la putrefacción del cadáver, de manera tal que el día menos pensado usted tendrá el gusto de ser el dueño de una rata embalsamada: una mascota que podrá poner sobre su mesita de luz.
Aunque yo hubiera preferido un plan menos monstruoso —menos anglosajón— y científico, y un poco más leal —por ejemplo, enfrentarme con la rata y tratar de matarla con un palazo en la cabeza—, acepté aquellas prescripciones satánicas, pues lo cierto era que no me sentía con fuerzas ni vocación para entablar una lid cuerpo a cuerpo.
Regresé a casa y me dediqué a distribuir estratégicamente junto a los zócalos las repugnantes píldoras marrones; a pesar de su aspecto límpido y ascético, me producían un estremecimiento de asco.
La conclusión era que había invertido la mayor parte del día en adoptar medidas contra la rata. Esto había alterado el diagrama habitual de mi existencia, y no dejaba de fastidiarme.
Al llegar la noche, consideré legítimo tratar de restaurar mi vida de siempre. Yo ya había hecho todo lo necesario para desembarazarme de la intrusa, y tenía el derecho de volver a mis actividades de todos los días. Así, me acosté con la conciencia tranquila y dos libros: el original ruso de Crimen y castigo y la versión española que en 1935 realizara Rafael Cansinos Assens. Como pasatiempo, antes de dormirme estuve comparando, sintagma por sintagma, el original y la traducción de un episodio que siempre me había seducido: me refiero al capítulo II de la sexta parte, en que el juez Porfirii enreda y acusa a Raskólnikov.
Era ésta una tarea muy agradable, que parecía abstraerme de la realidad circundante, y sin embargo, de un modo esfumado y latente, no dejaba de pensar que en algún lugar de la casa, quizá muy cerca de mí, se hallaba la maldita rata. Así y todo, predominó en mi conciencia la parte placentera y, en suave haraganería, fui poco a poco quedándome dormido. Tuve tiempo aún de apagar la luz del velador.
En algún momento de la noche me desperté. Permanecí inmóvil, anhelante. Oía unos ruiditos acompasados, como si alguien golpeara la punta de una birome contra una superficie de madera.
—¡Es la rata! —exclamé en un cuchicheo nervioso y, al mismo tiempo, encendí la luz del velador.
Apareció mi dormitorio y cesaron los golpecitos. Inmóvil yo, con el oído atento, pensé en la rata inmóvil, con las orejitas paradas, imaginando de dónde podría provenir el peligro de muerte que aquella súbita luz le anunciaba.
Eran las dos y siete de la mañana; a las dos y doce apagué el velador, con la seguridad de que al instante volvería a oír los golpecitos. Mi plan consistía en, guiándome por ellos, avanzar por la oscuridad de mi conocida casa y, cuando ya hubiese ubicado el paradero de la rata, encender de pronto la luz y, con lo que tuviera más a mano, aniquilarla de un golpe.
Después de un largo rato a oscuras, tuve que admitir que la rata había optado por la cautelosa inmovilidad. Entonces, al delicado plan del estratego siguió la burda explosión del peleador irracional: en una especie de ataque frenético, salté de la cama, encendí todas las luces de la casa, empuñé la escoba, revolví crasamente todo el departamento, incurriendo en golpes y portazos.
Pero no encontré nada. Nada de nada.
Transpirado, nervioso, ridículo, en chancletas y en calzoncillos, me senté en la cocina a fumar un cigarrillo de reflexión. Pero no había mucho para reflexionar: la rata es un animal pequeño, ágil, escurridizo, astuto, dúctil; un animal que corre, que salta, que trepa, que se esconde, que está excelentemente preparado para la lucha por la existencia. En mil insospechados, invisibles rincones podría ocultarse sin que yo —inmenso, torpe, descomunal, ruidoso, paquidérmico— pudiera encontrarla.
Con la última pitada del cigarrillo, resolví —por esa noche— considerar concluido el tema de la rata. Me acosté, me dormí, no sé si volvieron los golpeteos.
A las siete sonó el despertador. Medio en sueños, yo ya había elaborado un propósito bien definido: de ningún modo permitiría que la intrusa interfiriera y tergiversara mis actividades habituales, mi vida normal. Debía dedicarme a mis tareas y esperar. Sólo esperar, sin poner nada de mi parte. Tarde o temprano —pensé— las benditas o malditas píldoras marrones de la veterinaria destruirían sus huesos, la paralizarían, la matarían de inanición, la embalsamarían, la convertirían en una rata de museo. De manera que yo debía entregarme a mi trabajo de todos los días, y no permitir a la alimaña usurpar mis pensamientos ni mi tiempo, que yo podría emplear en cosas más útiles y agradables.
Es verdad, claro. Pero, ¿cómo permanecer indiferente ante los cinco huevecitos blancuzcos que acababan de asustarme sobre la mesa de la cocina, al lado del cenicero donde aún —en contra de mi costumbre de dejarlo limpio y lavado— estaba la colilla de la noche anterior?
La rata es un mamífero, no un animal ovíparo. Entonces el drama adquiría otro sesgo: la intrusa no era una rata.
Tampoco podía ser un ave: no es bicho de andar en interiores ni en rincones. De manera que, por eliminación, tenía que tratarse de un reptil: ¿una culebra, una víbora, un lagarto?
Con indecible aprensión, me valí de un diario enrollado para empujar los huevecitos de reptil hasta hacerlos caer sonoramente en una lata vacía de café que suelo usar como portalápices.
En seguida lavé con agua hirviente y jabón amarillo la superficie de la mesa. Y la del mármol en que se hundía la pileta. Y las concavidades de la pileta. Y las paredes. Y el piso. ¿Quién sabe qué animal repugnante había reptado con su cuerpo viscoso sobre mis queridas superficies familiares? (Yo sabía que los reptiles no son viscosos, sino completamente secos y limpios, pero insistí mentalmente en el detalle truculento de la viscosidad.)
Cuando quise acordarme, ya eran más de las diez de la mañana, y yo no había logrado iniciar mi trabajo de siempre.
En este punto, sopesé dos posibilidades: a) ponerme a trabajar como de costumbre, fingiendo ignorar la existencia del problema, o b) suspender el trabajo y dedicarme de lleno a la búsqueda de una solución fulminante y definitiva.
Me conozco mucho, y sé que no me gusta prolongar situaciones indeseables. Unos minutos más tarde volví a presentarme en la veterinaria Mi Cachorro, llevando los cinco huevecitos en la lata de café.
—¿Qué lo trae por aquí? —me dijo la mujer de guardapolvo verde, sin levantar la vista de su calculadora—. Ya veo que de nuevo se metió en líos.
Yo diría que ella era la clase de persona con la que yo no podría mantener una conversación, no digo grata, sino medianamente lógica. Por lo tanto, me limité a decir:
—¿Usted podría determinar a qué animal pertenecen estos huevos?
Salvajemente volcó el contenido de la lata sobre la palma de su mano izquierda:
—Le anticipo que yo no soy zoóloga sino veterinaria. Pero a la verdad se llega por muchos caminos, ¿no cree?
Me clavó la mirada en los ojos, como obligándome a una respuesta. Esbocé un gesto de asentimiento.
—Unos logran la sabiduría —prosiguió— mediante el acopio de información. Otros, en cambio, se dedican a reflexionar sin pausa. Yo hago las dos cosas a la vez: complemento el estudio diario con la cavilación serena. Mientras finjo entregarme a las cuentas en la calculadora, en realidad estoy reflexionando sobre el hombre y su destino.
Me extendió sus dos manos cerradas:
—A ver, adivine, ¿dónde están los huevitos de yararacusú?
Señalé insensatamente su mano izquierda. La abrió:
—No hay nada —sonreía, contentísima, con sus dientes chicos en encías grandes—. Voy ganando uno a cero. Aquí están los huevitos —abrió la mano derecha y los hizo rodar sobre el mostrador—. ¿De qué huevitos de yararacusú me habla? Vea, estas bolitas no son huevos de ningún animal, sino sólo eso: bolitas. Bolitas de vidrio con las que juegan los niños. Cuando yo era chica leía revistas mexicanas, y allí llamaban canicas a las bolitas, ¿se acuerda?
Con el cabo de un cortapapeles las golpeaba violentamente.
—¿Ve...? No se rompen. No son huevos, son bolitas.
Las aferré, las palpé, las golpeé: debí admitir que la mujer tenía razón. Me sentí súbitamente mal, como si estuviera mareado o a punto de desmayarme. Oí:
—Ya veo que te bajó la presión. Tomá un traguito de coñac, tomá con confianza, te va a hacer bien.
No sé cómo me encontré sentado en una silla, frente al escritorio, del otro lado del mostrador. La mujer tenía mi saco en la mano, revisaba los bolsillos:
—Vas a tener que contarme todo. Yo me llamo María Inés, pero todos me dicen Nené. Ya vi en tu cédula que te llamás Carlos Conforte. Carlitos, igual que Gardel, el morocho del Abasto. Vos también sos morocho; morocho de ojos verdes, que no abundan. Qué lindos ojos tenés, Carlitos. Contame todo, Carlitos, yo puedo ayudarte. Teneme confianza, Carlitos.
Espiritualmente disminuido y apabullado por la verba desatinada de esa mujer, el hecho fue que, como suele decirse, me dejé llevar por los acontecimientos, y le relaté a Nené, con lujo de detalles, una historia muy similar a la que acaba de leerse hasta acá. Inclusive se interesó por los episodios de mi vida pasada y me formuló preguntas precisas y hasta inteligentes sobre mi actividad de empleado de oficina, de profesor del secundario, de redactor de publicidad...
—Hablá, Carlitos —me decía cada tanto, pasándome la palma de la mano por el pelo—. Yo estudié algo de psicoanálisis, y sé que hablar te va a hacer bien.
Yo estaba sentado en una silla, con la copa de coñac en la mano, y ella, de pie a mi lado, seguía acariciándome la cabeza. De pronto reaccioné, tratando de volver a ser yo mismo:
—Me voy —dije, poniéndome vertical.
—Esperá un segundo, son casi las doce. Ponete el saco, que hace frío. Voy a cerrar el boliche, y vamos a almorzar juntos a tu departamento. Después dormimos una siestita en tu cama, ¿eh?
Como en un sueño, me encontré en la calle Aizpurúa. Caminé con Nené hasta mi casa, y subimos en el ascensor, y almorzamos horrible o hermosamente criollitas con manteca y salame y vino tinto mezclado con Coca-Cola, y dormimos la siesta como hasta las cinco de la tarde.
Cuando me desperté, creí por un instante haber sido víctima de una alucinación. Pero en el comedor, ya vestida y enfundada en su guardapolvo verde —que yo no recordaba trajera puesto—, se hallaba Nené, acodada sobre mi mesa de trabajo y tomando una taza de té.
—Tomate un té, Carlitos. Yo ya me iba, tengo que abrir el negocio. ¿No tenés más galletitas? Aquí no hay nada para comer, te vas a morir de hambre... Esta chica que está con vos, ¿quién es?
Señaló un portarretratos metálico, donde hay una foto en que —un día de mucho frío, abrigados hasta las orejas— estamos Elsa Martínez y yo en la rambla de Mar del Plata. Antes de que yo pudiera decidir qué contestarle, prosiguió:
—Tiene cierto aspecto de pájaro malvado, una especie de halcón, ¿no?
Es una verdad a medias: Elsa Martínez es bastante narigueta, pero de malvada no tiene nada.
—... no creo que llegues a casarte con ella, no te conviene, es una mujer interesada y calculadora.
Indignado por el injusto ataque, preferí no contestar.
Como impulsada por un recuerdo súbito, Nené levantó el auricular del teléfono y marcó unos números. Se puso a conversar con una tal Beba, que, por lo que pude inferir de la charla, era una colega de Nené, es decir la dueña de otra veterinaria que quedaba en el barrio de Flores. Hablaron de negocios, hablaron de algo que había pasado en Nazca y Avellaneda, de productos y de precios, pero en un momento dado Nené dijo:
—Por fin pude tener dos orgasmos como la gente, el sábado te cuento en detalle.
De pronto se halló frente al espejo del baño, metiéndose los índices en los ojos:
—Es que uso lentes de contacto. Estaba harta de los anteojos convencionales, avejentan demasiado, y yo no pierdo las esperanzas de casarme y tener hijos.
Como yo ya me había serenado, la juzgué con ecuanimidad. Era realmente una mujer muy fea, con caderas grandes, hombros estrechos y tetitas blandas que no valían nada. Tenía una cara con facciones algo violentas, más bien de hombre, y el cutis rústico. ¿Cómo, y con qué necesidad, pude descender a hacer el amor con ella?
—Para muestra basta un botón —dijo, como si leyera mi pensamiento—. Ya sé que no vas a pasar más por la veterinaria, ni tampoco yo quiero que pases.
Eso fue lo último que dijo. Cerró la puerta y, un instante después, oí el ruido del ascensor.
De algún modo sentí que yo y mi casa estábamos contaminados por la intrusión de Nené. Experimenté una violenta sensación de asco. Me dediqué entonces a una suerte de desinfección. Cambié las sábanas y la funda, puse a ventilar el colchón apoyado verticalmente contra una pared, lavé toda la poca vajilla que habíamos utilizado y también el plato y la taza de té de Nené, y pasé un trapo rejilla por la mesa y un trapo de piso por los suelos. Luego me di un baño larguísimo.
Nada sabemos de la papa roída ni de las bolitas de vidrio. Nada sabemos sobre Nené y sus propósitos.
Yo traté de proseguir mi vida de siempre.
Un día encontré que a mi trajinado Appleton’s le faltaban todas las páginas cuya última cifra era el 3. Otro día hallé una hoja de cuaderno con un torpe dibujo infantil que representaba una casita de techo a dos aguas y un árbol de copa redonda.
Una vez se llevaron todos los botones de mi impermeable, pero me regalaron un reloj de pulsera marca Rolex: aquí salí ganando. Otra vez me despojaron de los ocho tomos del Quijote en la edición de Clásicos Castellanos anotada por Francisco Rodríguez Marín, y me dejaron en cambio una pantalla de cartulina, para abanicarse, con publicidad de no sé qué tintorería japonesa de Lomas de Zamora: aquí salí perdiendo.
Así, con el correr del tiempo, fueron multiplicándose las rapiñas y las ofrendas.
A mí la situación no me gustaba. Me dolían los hurtos y las destrucciones, que siempre recaían en cosas queridas, compradas especialmente por mí, y no me interesaban los regalos —aun cuando a veces fueran materialmente valiosos—, pues no los había deseado.
Todo este intercambio se realizaba en un marco de absoluta trivialidad. Nada insólito podrían quitarme, pero nada insólito me trajeron nunca. Jamás recibí un objeto de otro planeta, un ídolo mágico, un talismán prodigioso, un dedo de momia, un hueso de pterodáctilo. No: sólo recibía objetos muy comunes del siglo XX, qué digo del siglo XX: de la última década. A veces eran nuevos y venían en su envase original; a veces eran usados; a veces ya estaban rotos.
Los primeros tiempos yo arrojaba sistemáticamente todos los regalos al tacho de la basura. Cuando vi que, de manera indefectible, regresaban tarde o temprano, los dejé donde aparecían, sin siquiera tocarlos.
De esta manera, mi otrora pulcro y ordenado departamento del confín de Villa Urquiza se transformó en un depósito sin ton ni son. Llegó también el día en que no pude distinguir cuáles eran mis cosas originales y cuáles las regaladas.
Este proceso llevó unos cuantos meses, y yo ya me había resignado a vivir como pudiera.
Sin embargo, ahora podría decir que, desde hace más o menos un mes, mis visitantes me han olvidado. En vano reviso cada día la maraña de objetos anárquicos: compruebo que son siempre los mismos. No hay agregados ni sustracciones. O eso, al menos, es lo que creo.
Si las cosas siguen así, es decir, si llego a estar del todo seguro de que ya he sido relegado al olvido para siempre, quizá me decida a restaurar mi casa y mi vida como en los buenos tiempos, en que había obtenido el orden y en que había logrado bastarme por mí mismo.
Pero, acaso, sólo me hallo en presencia de una tregua. De manera que, por ahora, prefiero esperar un poco más. Hasta ver qué pasa.
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