Sé muy bien lo que digo porque fui maestro de escuela casi cuarenta años. Venir a la casa de los abuelos te hace bien. Caminar juntos las habitaciones, abrir ventanas, roperos y cajones de escritorio, mirar antiguas fotografías, pacificar recuerdos, hablar sin miedo a esos entrañables fantasmas. Te conozco: las manos acomodan el banquito, tus ojos me siguen agrandados por colores y paisajes de otro tiempo. Y siento que la historia simple de Carolina es para vos siempre nueva, como pancito tostado con ajo y aceite de oliva, incomparable, indefinible. Como la voz de Ada Falcón, como la cupecita Ford 40 que tuvimos. Cosas que la modernidad dejó de lado para correr tras lo novedoso, sin reemplazarlas por otras mejores. Ya no existe el misterio para el hombre común (doliente cautivo de las autopistas, de la televisión, de las hipotecas, del aburrimiento) y los tibios aromas de su mesa hogareña fueron desplazados por el hedor a cartón y grasa del delivery. No sé si sabés que para diferenciarse de los pobres, algunos pocos y poderosos (esos que trotan las alamedas llorando agua mineral, que montan gélidas bicicletas por caminos vecinales de tierra) intentan cocinar los domingos en casa. Pero crispados de inseguridad, rodeados de policía privada y ovejeros alemanes, sólo engendran, ay, trémulas mollejas al verdeo, pálidos matambres a la leche. Nadie confiesa —todavía— su sincera nostalgia por el puchero en el patio, por las ollas de la sensatez, por el pingüino de tinto.
Muchas veces me muerdo para no discutir con tu viejo, o con tu hermano, pero exploto cuando veo que se lucra con las debilidades para poder vender lo peor: las virtudes terapéuticas del sudoku, la «atmósfera» de la increíble salsa Sichuan (lista para calentar), la confiabilidad de los encuentros telefónicos, del horóscopo egipcio, de las aguas en botella «purificadas y ozonizadas». Todo fácil y rapidito, sin mover el traste del sofá. «Votá nuestro candidato joven, no preguntes lo que ofrece.» «Vos decidís quién se tiene que ir YA de la casa.» «Seguí participando.» «No existen los límites.» ¿A vos te parece? La glorificación de la mentira.
Pero Carolina Dalfiume fue algo especial. Una mujer tocada por la mano de Dios, una flor en el desierto, un rostro verdadero en la multitud de locos. Hoy te cuento su historia completa.
¿Oíste alguna vez de los Mensajeros de Lázaro? Tuvieron mucha influencia aquí, en el gran Buenos Aires, en los años 60. Creo que eran un retoño de la iglesia protestante y alcanzaron notoriedad por los casos de sanación: los pastores Johan Stuart, Néstor González y otros conformaron una brigada que dejó en la zona testimonios memorables. Uno, sin ir más lejos, el de la nuera de Cosme: Delia, esa muchacha flaquita que a los treinta se enfermó de algo a la cabeza. No sé si era epilepsia, o un tumor, o una cosa así. Desahuciada por los médicos, recurrió al pastor González, que le impuso las manos. ¿Podés creer que en menos de dos meses estaba curada? Antes del año quedó embarazada y tuvo a María Inés, criatura divina. Todavía vive la pobre Delia, un milagro.
Bueno, a ese movimiento de los Mensajeros perteneció en su primera etapa Carolina, que un día se fue lejos (creo que a Bolivia), para dedicarse a leer, a meditar, a escribir, bajo la guía de un maestro que conoció en el viaje. Y a partir de esa experiencia ella siguió un ideal de perfección espiritual y unión beatífica, sin iglesia ni distinciones confesionales, culturales o raciales. Nadie debía quedar afuera: todos sumaban en esa tarea de la construcción en alegría, anunciando el Reino de la salud corporal y anímica.
El 15 de julio la pobre habría cumplido ochenta y dos años. No te podés imaginar la cantidad de datos, de anécdotas, de pequeños detalles de su vida que conozco. Si más de una vez estuve tentado por escribir algo sobre el tema para el diario local, pero siempre se me cruzó otra cosa más urgente en el camino. Por ahí debe andar la carpeta donde metí todo: vino a la Argentina en la década del treinta, conoció a Donato Parini, un buen cantante lírico, y se casaron. Tuvo una vida áspera, llena de dificultades, de hostilidad de la gente. Hasta la cárcel le tocó sufrir, pero con gran dignidad, con un valor admirable. Y vos sabés que no hablo así de cualquiera.
Nadie sabe cómo le fue revelada su extraordinaria virtud. Algunos dicen que una vez, para la Navidad del 54, en medio de la cena, cayó por primera vez en una especie de trance y anticipó el bombardeo de Plaza de Mayo, la revolución libertadora. No sé. Quizás inventaron eso. Pero tengo entendido que era una peronista ferviente.
Lo cierto es que en julio del 64, cuando la conocí personalmente, ella ya era muy conocida y tenía su Centro de Auxilio Espiritual en la calle Roma al 400. Una hermosa casita con jardín al frente y varias habitaciones corridas sobre una galería embaldosada en amarillo y rojo. Qué lugar, pichón: dalias, hortensias, el jazmín de leche enorme, un gato siamés, el limonero generoso. Atmósfera de otro mundo, rincón de paz y consuelo.
En ese tiempo yo estaba loco: tenía una novia en la Capital (perdonáme si no digo el nombre) que me estaba matando. Peleas, reconciliaciones, proyectos sublimes, negras melancolías. Un día, para completarla, un amigo me dijo que ella me engañaba. ¿Te imaginás? Largué todo: mis estudios para mecánico dental, los compañeros de la política, del club, los conciertos de la Orquesta Municipal, los domingos de fútbol. No sé cómo hice para conservar el laburo, pero se me fueron las ganas de progresar, de vivir. Mi vieja lloraba y trataba de que comiera, de que me fuera unos días a casa de mis tíos, en Villa Giardino. Hasta le pidió a una vidente por mí, que pusiera su fuerza para «deshacerme el daño». Me hizo tirar las cartas, poner la medalla de San Benito, preparar el mate con agua bendita de Lourdes. Nada. Estaba liquidado. Yo sólo quería ver a la ingrata, hablar con ella, saber por qué me dejaba, pedirle que recordara los días hermosos que compartimos. Amenacé con suicidarme. La muerte me parecía poca cosa comparada con aquel sufrimiento. El médico me diagnosticó intoxicación hepática y depresión severa. Qué momento terrible, qué angustia.
Un amigo, el gordo Basualdo, desesperado al verme así, me habló un día de Carolina Dalfiume. Al principio no quise saber nada y le dije que me dejara en paz, pero él insistió tanto que al final aflojé. Yo ya no tenía nada que perder. Y complacer el pedido de aquel buen amigo era para mí un acto de lealtad. El último. Así lo pensé.
Una tarde helada de junio fuimos juntos a visitarla. Basualdo tocó el timbre y me apretó fuerte el brazo. Para mí empezaba en ese momento otra historia. Una parábola sencilla de fe, de resurrección.
Salió a la puerta un hombre alto, envuelto en un sobretodo negro, de acento italiano del sur, que nos hizo pasar al primer cuarto y nos pidió una contribución (a voluntad) para la Fundación Dalfiume. Ahí nos quedamos con el gordo, mirando la imagen de Ceferino, las fotos de Juan XXIII, de Martin Luther King, de Bob Dylan, los cuadritos de Molina Campos, un panel de corcho pinchado con notas de agradecimiento y exvotos, el brasero con la infusión de eucaliptus, el almanaque de Carlitos Vagabundo.
No sabés qué ideas pasaron por mi cabeza, pibe. Al cabo de media hora se abrió una puerta verde a mi izquierda y Carolina en persona me saludó amablemente, invitándome a pasar a la cocina antigua, de gastados azulejos blancos. Una mesa redonda ocupaba casi toda la superficie y en el fondo se alineaban la pileta de los platos sucios, una tabla rebatible de fórmica con un Wincofon, la económica de hierro negro. Arriba de un armario colgante, las sartenes, la ristra grande de ajo. Sonaba una música celestial, algo de Verdi, en un volumen bajo. El enorme sillón de pana roja, dos sillas y un lindo mantel de hule a cuadros añadían un toque profesional y austero a aquel lugar.
Ella era una mujer gorda, cachetuda, envuelta en una túnica floreada. Yo estaba temblando. Me ofreció una silla, tomó un larguísimo trago de un copón de metal, alto y de cuello fino, y desplomándose en su trono comenzó a hablar. ¿Qué te puedo decir de aquella increíble voz? Áspera, quebrada a veces en un ahogo, dijo primero que sólo la fe puede mover montañas, pero me advirtió que no sólo los lirios del campo agradan a Dios. Hizo una pausa y me pidió la fecha de nacimiento y un cigarrillo. Le di un negro y me tomó fuerte la mano, después volvió a la carga con su lenguaje antiguo.
Mis penas eran un castigo del cielo porque había dado rienda suelta («como los cerdos») a la satisfacción de los impulsos más bajos. La lujuria («la calentura») me trajo soledad y hastío, la gula aportó tristeza y falta de iniciativa. Me avergüenza recordar aquellas interminables noches de sexo, pizza, gaseosas, Nescafé y cigarrillos. Aquellas mañanas de acidez estomacal y dolores de cabeza infernales. Yo tenía el cuerpo y el alma deshechos por tanta basura y debía recuperar el apetito virtuoso, aquel que sólo aplacamos con alimentos esenciales, masticando en santidad.
Esa novia mía era una perversa ninfómana («una coqueta»), no valía la pena condenarse al hambre eterno por sus caprichos. Debía olvidarla, como se olvida un mal hábito, ahora y para siempre. Mi felicidad estaba en lo simple: la comida casera, la música, las acciones solidarias, el cariño de mi madre («en su justa medida»). Después me preguntó si me animaba a ver qué me reservaba el Futuro.
Tuve miedo. Ella se dio cuenta enseguida y me ordenó que juntara valor, que la oyera hasta el final, en absoluto silencio. Cerré los ojos y traté de respirar profundo, de mirar un paisaje interior (como te recomiendan) de árboles y arroyos, un paisaje cordobés. Y sentí el agobio de mis pretéritas equivocaciones. Entonces ella hizo sonar una campanilla y unos segundos después reapareció el hombre del sobretodo, que fue a las negras hornallas y retiró una ollita enlozada, de la que sobresalía un mango de madera. La puso sobre la mesa, la destapó y el cuarto se llenó de un aroma exquisito.
Yo sentí una ternura instantánea por aquella casa, por aquellos dos seres maravillosos, y me pareció estar en otra cocina, cuando era un niño, cuando vivía mi viejo, cuando el invierno era de guisos y sobremesas inolvidables.
«No te sorprendas de nada», dijo ella revolviendo el contenido y aspirando los vapores azules. Después se llevó a la boca el primer bocado, profundo, lleno hasta el borde de algo que debió ser mondongo, o locro, o cazuela. El ayudante de Carolina me alcanzó una rodaja tibia de pan casero y un vaso de vidrio grueso, con vino tinto. Ella levantó su copón, invitándome a brindar por la verdad, por los corazones sin malicia. «Comé mi pan, hermano, está amasado con manos limpias.» Entonces él fue hasta el pasadiscos y puso uno en el que reconocí inmediatamente al segundo movimiento de la Séptima, por von Karajan.
Envuelta en la magia rítmica de Beethoven, Carolina sobrevolaba el desorden irreal de aromas y colores y comenzaba a iluminar los secretos de mis días por venir. Soplaba el cucharón humeante y comía. Y me hablaba. Y su pelo lacio y gris, a través del vidrio oscuro del vino, de mis lágrimas, caía como un sauce. Yo comía también y aquello era grandioso: una a una fue desgranando todas las circunstancias de mi vida, las dificultades que tuve, las soluciones que no encontré, anticipando fechas, lugares, protagonistas, proyectos y motivaciones. Nada quedó sin ver, nada sin ser fríamente analizado, puntillosamente evaluado. No sé cuánto duró eso. Pero lamenté la brevedad de mi vaso, de aquel pan reconfortante.
«Andá nomás, tus problemas terminarán porque sos un tipo bueno. Y quiero darte algo en prenda de amistad, un talismán, un remedio seguro para la desgracia, algo que te va a servir de mucho algún día». Se levantó del sillón, fue hasta el armario y sacó algo que brillaba en su mano gorda: una botellita, como ésas de la esencia de vainilla, llena de un líquido verde, al que llamó «elixir de la esperanza». Me miró profundamente a los ojos y yo me desarmé en un sollozo: «Tenés que guardarlo para una ocasión muy brava, muy límite, cuando sientas que todo está perdido. Sirve para una sola vez, para un solo y milagroso trago.» Lo guardé, le di la mano y me fui con Basualdo. Y aquí me tenés. Entero.
Eso es la Fe. Algo parecido al amor, pero más fuerte. Las predicciones de Carolina Dalfiume fueron exactas: me casé con una bella oriental (uruguaya, de Montevideo), zafé de dos enfermedades serias, no nos faltaron techo ni comida, hice un lindo viaje por el país, enviudé muy joven, emboqué varias veces a la quiniela y pude comprar esta casita, que primero alquilaba. Poca plata, es cierto, pero ¿qué más podía esperar del futuro un tipo como yo, en aquellos años? Mirá: todavía conservo intacta la botellita de la esperanza. ¿Qué te parece? Una vez, en marzo del 76 estuve tentado por tomarla. Pero me la banqué. Hace unos años volví a tentarme, cuando tiraron abajo las Torres Gemelas. Pero de nuevo dije que no. Por las dudas. Creo que debo guardarla un poco más.
El mes pasado supe que ella había muerto. Yo sé que algunos me tildarán de tonto, de ignorante, pero pienso como nunca en el más allá. Ahora —de viejo— entiendo casi sin esfuerzo esas claves oscuras de la Vida y de la Muerte, esas desconcertantes gambetas del destino. Cada día valoro más haber conocido a aquella mujer, haber escuchado su palabra. Cuando me siento a la mesa ruego por ella y oigo su profecía: «Sólo cuando se haya ido el hambre vendrá la alegría.» Y repetir eso en voz alta me fortalece, me endereza. Modesto ritual que ayuda al caminante, insignificante tributo, puerta de entrada a esa otra dimensión, la que desconozco, en la que creo con todas mis fuerzas. Te lo juro, pibe.
Copyright © | Daniel Mundani, 2010 |
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Fecha de publicación | Marzo 2010 |
Colección | El tiempo recuperado |
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