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Un día, una bomba

Caso triste

Mariano Valcárcel González
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Conocí un caso triste:

Aureliano Méndez Lorite no había tenido nunca donde caerse muerto. Original de una aldea de Aragón donde la misma pervivencia ya era un milagro, Aureliano, hijo de míseros campesinos, compartió a la fuerza con ellos las penalidades de unos tiempos regresados del pozo negro de la historia. Cuando hubo ocasión la familia buscó en Zaragoza, la Roma más inmediata, la mejora de sus vidas.

Dicen que el aragonés es noble pero terco. La terquedad sirvió a Aureliano para quitarse el hambre a guantazos, para tratar con desespero de mejorar en lo que se le negaba, para escapar paso a paso de su determinado y oscuro vivir. Ante la evidencia de su origen empezó a levantar una maraña de historias, sutilmente inconcretas, que le envolvían en una pretenciosa penumbra. Aquellos lodos luego traerían pegajosos barros, pero eso él no lo sabía. En los estudios sucedió lo mismo, también añadiría, con el tiempo, laureles y diplomas que no pudo obtener en realidad. Sólo podía acceder, por la penuria de medios, a una enseñanza profesional con fines meramente laborales. Hizo muy a su pesar la rama del metal y acabó colocado en una de las fábricas surgidas en la capital al rescoldo del polo de desarrollo que tanto cacareaba la propaganda franquista.

Se prometió no acabar como otros, adocenado, del trabajo a la casa o a la taberna y los días de descanso a ladrar en el campo de fútbol. Su instinto inmediato le sugería que, a despecho de los cantos de sirena de ciertos iluminados, lo mejor era arrimarse al árbol seguro del sindicalismo vertical. Que él comprendía que era sólo un escaparate doctrinario, lo sabía, pero también sabía que le podía servir de trampolín para llegar a otros lugares, para alejarse poco a poco de la ciénaga del anonimato.

Pronto utilizó sus habilidades y consiguió pasar a los escalones de la representatividad corporativa, ganando progresivamente puestos en la Organización.

Ni que decir tiene que sus convicciones nacionalsindicalistas lo eran en tanto en cuanto le ayudaban en sus fines. El saludo, la parafernalia, los juramentos y declaraciones de fidelidad, la camisa azul que de tarde en tarde lucía, no eran más que el envoltorio adecuado, el barco para marear en los complicados océanos del Régimen.

Fue fiel cachorro del ministro al que servía. Para él este hombre, aparte de ser su superior, era el espejo del nuevo franquismo. Jovial, dicharachero, poco dado a actitudes rígidas y a resabios marciales (siendo como era en realidad general), llevaba con garbo y elegancia la camisa blanca, la corbata y el traje de buen corte. Estaba, pues, lejos del antiguo fanatismo victorioso.

Méndez se acercaba también, por motivo de sus actividades, a los tecnócratas del gobierno, a los del Opus. Se mostró afín a sus planteamientos económicos y sociales, ambiguo en el tema de los religiosos, con la suficiente habilidad como para que nunca se cortasen los lazos e intereses.

Zaragoza quedó atrás.

Llegó al gran edificio de la Organización Sindical de Madrid, a la cabeza de uno de los sindicatos de más prestigio. Empezó a tener conciencia de poder. Por sus manos pasaban día a día bastantes decisiones de tono social, pero sobre todo económicas. Vio cómo el dinero podía trasvasarse, derivarse, escurrirse por un sinfín de canales y meandros en los que siempre se encontraba el momento o la persona adecuada para recogerlo y aprovecharlo. Y aprovecharse. ¿Quién se acordaba de aquel chico aragonés, triste y amargado, que se encorvaba sobre el torno en las frías y húmedas mañanas de invierno zaragozano?

Atrás quedaba, muy atrás, una tierra y un pasado que no existieron jamás.

El tecnócrata, el alto cargo Aureliano Méndez Lorite era bien recibido en los diversos conciliábulos de los vividores del Régimen. Y estaba bien considerado. Por ello fue nombrado gobernador civil de una provincia andaluza, tal vez a iniciativa o sugerencia de su ministro. ¿Era casual que éste tuviese intereses más que personales en el territorio? No se le escapaba a Aureliano tal coincidencia ni la responsabilidad que en ello contraía; por supuesto que lo mejor era «ver, oír y callar». Con el tiempo llegó a saber muchas cosas de su hombre o de sus más cercanos parientes, con los que convivió en cacerías, inauguraciones y otras ocasiones no tan públicas o aireables.

Casó con una dama provinciana pero muy bien situada a nivel de relaciones personales y políticas. Esta señorita nadaba a dos aguas. Guapa en extremo, exquisita en gustos y en el trato, cautivaba siempre donde estuviese. Había estudiado Derecho, aunque no lo ejercía, y sus contactos con el mundo cultural y universitario eran frecuentes. Y decir contactos universitarios era decir contactos con la oposición, con los «rojos» (según terminología de los ultras refractarios).

A él le hacía sufrir la manifiesta inferioridad frente a su mujer; siempre había deseado tener el aura de un buen pedigrí académico (no falsificado), pero al mismo tiempo y por igual motivo bebía de la fuente cultural que ella le brindaba. Exposiciones, conciertos, conferencias... Entró en contacto, muy cautamente, con los intelectuales antifranquistas.

Los intelectuales antifranquistas eran exquisitos. Nada de bandarrias de origen plebeyo, que eran gentes de títulos nobiliarios o títulos industriales o bancarios, que tenían más valor real. Los «de la gauche», como se les denominaba, cosas muy de la Francia que siempre marcaba referente, sabían beber buen whisky, comprar obras de arte que luego se revalorizarían, ir a la ópera... Vaya, que era más que interesante andarse metido entre semejantes tipos, con prudencia también exquisita, claro.

Se empezó a mover, empezó a situarse en las casillas del juego que le podían permitir sobrevivir en la partida histórica que veía venir. Precisamente de su edad, Aureliano había seguido si no en paralelo sí muy de cerca la carrera del personaje del momento. Era natural pues que se sintiese no solamente un oportunista sino en cierto modo afín a los objetivos que el político en alza representaba, justificado en los medios utilizados.

Y el grupo contaba con él.

Lo demás vino seguido, con el vértigo que impusieron los acontecimientos.

Llegó la esperada muerte. Se impuso a la postre la racionalidad del continuismo deseado por muchos, aceptado por otros y acatado por casi todos. Él no tuvo que pasar la vergüenza del suicidio político de las cortes franquistas, pues nunca se sintió como tal y además no pertenecía a ellas. Vio cómo se replegaban con dolor, a veces con reacciones muy violentas, sus compañeros de antaño. A la par que brillaba su buena estrella. Colaboró ya en la primera campaña de elecciones democráticas desde su cargo, recorriéndose pueblos, ciudades, visitando cámaras agrarias, asegurando votos para el nuevo partido nacido de las cenizas del viejo poder.

Sin embargo no fue nombrado ministro ni cargo superior del gobierno. Pero se aseguró un escaño.

Desde ahí procuró seguir medrando, no en vano eran muchos los intereses establecidos a su alrededor, creados por él o de los que directa o indirectamente se beneficiaba. Su patrimonio había crecido enormemente y su tren de vida fue superior. Su mujer, hembra de muchos quilates, empezó a buscarse un nuevo engaste; seguía con sus excelentes relaciones al otro lado político y tendía cada día más a arrimarse al calor de un fogoso y rugiente opositor (que ya abandonó el saco de cuello alto). El diputado Méndez Lorite por su parte era todo un caballero español (incluidos orígenes pseudoaristócratas y laudos sapienciales) y trataba de mantenerse como tal, contando con ocasionales y distinguidas queridas.

Indefectiblemente le llegó su «dies irae».

Al líder le fallaban los asientos pues sus mismos barones le segaban a sus pies la hierba; el caos iba dominando al partido. Las oscuras ambiciones personales se unían a las más oscuras maniobras de desestabilización que se pudieron pensar. Los zorros y las gallinas contemporizaban en un tal sin sentido que el mismísimo Quevedo habría creído en la realización de una de sus más ácidas sátiras. En tal situación cualquier hecho suponía una catástrofe, cualquier rumor un escalón más hacia el abismo. El terreno era inestable.

Los créditos a cooperativas agrícolas y los empréstitos de algunas entidades financieras se mostraron como vehículos para ampliar capitales privados, cubrir gestiones inconfesables o agujeros negros, incluso financiar las recientes campañas políticas... Surgió su nombre mezclado entre la maraña de los antiguos franquistas y algunos de la transición. Los consejeros del Presidente acordaron que rodaran algunas cabezas; para protegerse él mismo. Sugirieron que la de Méndez fuese una y así se lo comunicaron; o daba la cara o dimitía de todos sus cargos.

Su Señoría fue igualmente conminado desde la oposición (y se sospecha que estaba azuzada con informaciones secretas proporcionadas por su propia ex esposa). ¿Qué cara dar si no podía refutarlos?, ¿es que sus antiguos compinches, bien metidos hasta el cuello, iban a dejarlo con las manos limpias, de rositas y afectando dignidad, cuando ellos habían sido defenestrados y escarnecidos por su pasado? No, no lo esperaba (en eso era muy consciente). Incluso se levantó el chisme de sus supuestos títulos falsos. Todo el entramado que había conseguido montar en torno a sí, el prestigio ganado trabajosamente, su lucha sin cuartel contra la pobreza, la oscuridad y el olvido entre una masa de borregos que se dejaban manipular por falsarios como él, todo se perdía.

No pudo resistirlo.

Abandonó su militancia activa y pasiva, dimitió del escaño. Se fue de los diversos consejos de administración a los que accedía. Pero no pudo afrontar la realidad de la vida, de su vida y de los demás que aborrecía. Ser un don nadie, como todos. Se pegó un tiro.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónJulio 2010
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