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Un día, una bomba

Una historia

Mariano Valcárcel González
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En la guerra civil, España había sido trastocada, dislocada hasta el paroxismo. Lo que supuso, en términos generales, aún se está evaluando y discutiendo; pero, en dramas particulares y para todos y cada uno de los que la sufrieron, nunca se podrá calcular.

Una de las consecuencias más nefastas fue la cruel división, que permaneció fresca y viva, pues así lo querían sus protagonistas, Y no sufrieron por ello más los que emigraron, con todo lo que conlleva, sino los que quedaron dentro y vivieron la posguerra, pues la venganza de los vencedores fue persistente.

Más, en los pequeños pueblos, donde todos se conocían y donde era imposible el hacerse invisible. Familias enteras fueron apartadas, repudiadas, vigiladas más o menos intensamente y sometidas a constante presión. Una causa más para emigrar a las grandes ciudades, donde el refugio en la multitud favorecía el anonimato.

Mi madre era hija de un campesino, aparcero arrendatario de tierras de secano, que le daban para ir tirando con cierto desahogo, lejos de la penuria de la masa de peones que abundaba en nuestros campos. Vivían dentro de los límites muy estrechos de un mundo en el que no había más que trabajo, campo, sol o lluvia, la casa, los establos y la iglesia del pueblo. Todo lo demás era exterior y extraño, casi hostil, de lo que no se fiaban. Por ello, los avatares que prepararon el «terremoto» les resultaron incomprensibles. Y catastróficas sus consecuencias.

Habiendo quedado el pueblo en territorio republicano, se instauró la «revolución social y campesina», con ocupaciones de latifundios y fincas, incluyendo los arriendos. Para salvar en lo posible lo que había, y para salvarse físicamente el padre de mi madre —mi abuelo—, logró quedar como «camarada subcomisario-director» de la granja colectiva en la que se habían convertido las propiedades agrícolas del término municipal. Y fue capeando el temporal, sin mayores contratiempos ni más compromisos. Sin embargo, una vez que la República se hundió y llegaron los vencedores, llegaron también sus problemas. El primero fue el regreso del dueño de las tierras. No lo perdonó.

Con taimada e interesada prepotencia, se negó a entender las razones que el otro le esgrimiera. No valían los hechos, claros, que demostraban que de no haber sido por él hubiesen sido peor las consecuencias, los destrozos, las pérdidas. Con aviesa infamia, lo acusó de proteger a los rojos; de querer quedarse, cuando hubiera llegado la ocasión, con todas las propiedades; de serle infiel y desleal. Era claro que la situación había cambiado y ya no estaban como al principio. El amo y dueño de «sus» tierras las reclamaba, cambiando así todo derecho legal anterior. Quedaban derogados los contratos, los usufructos. Las fuerzas vencedoras le daban la razón.

El pobre hombre no entendía nada de nada o se negaba a entenderlo. Consultó al cura, en quien siempre había creído, pero encontró vanas palabras, huecas y sin fuerza, y un «¡Así están las cosas ahora: resígnate!». El intento de resistir fue inútil.

Un hombre de campo sin campo ¿qué sabía hacer?, ¿qué podía hacer…? Morirse. Pero no estaba solo: tenía una mujer e hijos… Se le iba envenenando la sangre. Por primera vez en su vida, visitó la taberna. Y solo, tremendamente solo, fue tragando la hiel, amargando su vida. Alguien le sugirió que pidiera trabajo al amo, pues sabía de buena tinta que se lo daría. ¡Trabajo al amo! ¿No había siempre trabajado para el amo? Pero antes lo hacía como hombre libre y ahora sería como esclavo. Le era imposible admitirlo.

Un día apareció en los pilares de la plaza, entre los que se juntaban para ser contratados en las faenas, con la cara verde, hundidas las manos en los bolsillos y unos ojos que nadie se atrevía a mirar.

Allí lo encontró el administrador:

—Rafael, ¿quieres trabajo?

—Para eso estoy aquí —contestó con voz opaca y sin levantar la cara.

—Bien, vente para Valdejunquera mañana temprano y me buscas. Ya se lo diré luego yo al amo; pero comprenderás que hay que andarse con buenas maneras, ¿vale?

—Sí señor, yo…

—Las condiciones son iguales que para los demás. Si con el tiempo se te puede buscar algo mejor, ya veremos.

Hizo un gesto de conformidad que a la vez era de desafío encubierto y dio la media vuelta, largándose para la taberna, sin despedirse ni hablar con nadie más.

Los que le conocían dicen que dedicó varios años a meditar su venganza, o eso suponen, mientras trabajaba otra vez en las tierras que alguna vez fueron suyas. Ni una queja salió de su boca, pero tampoco un halago hacia el cacique. Hombre imprescindible y eficaz, nunca le fue necesario volver a los soportales de la plaza; aunque no faltaban los momentos en que se le recordaba su precaria situación. Y él los vivía más intensamente, cuando veía las penurias con que llevaba adelante a su familia, lejos los tiempos de relativa prosperidad.

Mientras, sus hijos crecían entre las estrecheces de aquellos años de hambre y miseria. Los chiquillos no entendían el porqué de su situación, apartados y relegados por casi todos los del pueblo: despreciados visiblemente. El padre los utilizaba junto a sí, cuando eran necesarios en las tareas agrícolas; pero no consentía que engrosaran el grupo de los destinados al servicio del terrateniente y su familia. Esta incomprensible actitud, puesto que podrían mejorar sus condiciones personales, era impuesta sin mayores explicaciones, con oscura tozudez, en la que se traslucía una fuerte carga de orgullo.

Para mi madre y sus hermanos transcurrieron así unos años que les parecieron inacabables.

A la crueldad de la tierra se unía toda la crueldad que puede desarrollarse entre las personas, que a veces no es explícitamente violenta sino sutil; tan sutil, que va impregnando todo lo que se toca y se ve, se huele y se toma. A la crueldad exterior contribuía la del padre con su hosquedad, su intransigencia, su mutismo fiero.

Ello fue calando en la personalidad de mi madre, en esos años en los que es más fácil influenciarla y moldearla, de manera que le generó un poso de rencor insalvable a todo lo que significase pueblo, campo, padre o autoridad alguna. Odiaba, desde adolescente, aquello que la rodeaba, con un odio más profundo, por fundado, que el de cualquiera de su edad.

Pero había de venir lo peor.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2010
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