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Un día, una bomba

Cacique muerto

Mariano Valcárcel González
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Rafael, luego que pasó un rato, determinó llegarse junto a la casa del difunto para dejar constancia de su interés.

Frente al caserón, de amplia y cuidada fachada con sus ventanas bajas enrejadas, sus balcones en la primera planta y los ventanillos de los terrados, con su puerta principal de dintel ancho y maderas nobles bien cuidadas, estaban otros grupos de personas, mayoritariamente mujeres. Vestidas de sayas, mandilillos y tocas, no se habían cuidado de disimular que abandonaron sus quehaceres domésticos para no perderse ni un detalle de lo que pasase.

En la puerta, el municipal filtraba las visitas según su importancia y mantenía a raya a las curiosas.

Al pasar Rafael acallaron sus murmullos para concentrar sus miradas en él. Hubo alguna que trataba de expresar con su cara lo que no decía en voz alta, pero se trataba de enemiga declarada desde antiguo y su malicia no resultaba extraña a las demás. Existía, eso sí, entre los muchos intentos de encontrarle unos causantes al crimen, la débil intuición de que podía haber sido gente del mismo pueblo, muy conocida. Y Rafael no era de los que menos motivos podían tener. El municipal lo dejó entrar.

Se situó en el portal, alicatado con azulejería clásica al estilo de Manises y separado del patio central por una lograda puerta-cancela de rejería pintada de negro. ¡Cuántas veces había esperado allí!

Se sentó en uno de los poyos adosados a la pared junto a otros campesinos. Los personajes iban y venían sin reparar en ellos; todas las fuerzas vivas desfilaban para conocer algo más, para ofrecer sus servicios o porque se creían en el deber de hacerlo. Concejales, el maestro, el cura, señoritos, propietarios, el abogado de la familia y por supuesto el sargento del puesto local.

El sargento de la Guardia Civil era ex combatiente.

Número antes de la guerra, siguió a su jefe natural cuando decidieron por los sublevados, por lo que tuvo que jugarse la vida junto a su familia hasta que lograron concentrarse en zona ya segura. Luego formó parte de los grupos represivos, para controlar a las milicias falangistas que eran las que efectuaban las labores de limpieza en la retaguardia. Prefería hacer punto y aparte de lo vivido en esos tiempos y trataba da olvidar. Logró el ascenso por sus servicios y varias condecoraciones de menor rango. Y que lo instalaran en un pueblo tranquilo. O al menos eso había sido hasta aquel día.

Cuando en la madrugada Andrés el taxista aporreaba la puerta del cuartelillo estaba en sus mejores y tranquilos sueños, así que levantarse de tal modo precipitado no contribuía a hacerlo más amable. Bajó y se encontró al guardia primero Alvarado y al otro enzarzados en una excitada conversación de la que emergían las palabras sangre, muerto y don Manuel.

Cuando se hablaba de don Manuel no había peligro de confusión, así que el sargento se alertó. Puesto someramente al corriente hizo una llamada al puesto de la cabeza del partido judicial para que avisaran al juez y al forense; luego ordenó que fueran a llamar al juez de paz y al alcalde, también al médico local.

Todos reunidos y en el mismo taxi se desplazaron hasta el lugar de los hechos.

Encontró el auto parado y con las luces apagadas y al cadáver junto a la cuneta y con su chaqueta piadosamente cubriéndole la cara.

—¿Esto estaba así cuando llegastes? —le preguntó al taxista.

—No señor, como he dicho el coche estaba en marcha y las luces encendidas y don Manuel estaba frente al coche, así como arrugado y boca abajo.

—¿...? —se desorientó el civil.

—Pero lo apagué porque se gastaría mucha gasolina y no era tampoco cuestión de dejar al pobre hombre de esa manera.

El médico mientras examinaba el cuerpo de forma superficial pues el tajo era bien visible sin necesidad de más espectáculo. Al incorporarse solo hizo una observación.

—De muerte, sin remisión.

Se miraron todos incrédulos e intrigados pensando lo mismo... «¿Quién?»

Sin decirse nada cada uno inició su investigación, uno registraba la ropa, otro salía hacia la carretera mirando el suelo, el sargento se internó en el coche sin saber qué buscar ni por qué lo hacía. Y fueron descubriendo «pistas», las rodadas violentas, la guantera abierta, el pedrusco y el palo que habían servido para el ataque, pero no encontraban el arma homicida, ni huellas de pisadas que fuesen evidentes.

—Bien, hagamos una primera aproximación —se caló de autoridad el benemérito— que nos sirva. Por lo que hemos encontrado y visto don Manuel volvía como todas las tardes a su finca, solo. Al girar para meterse en el camino, confiado, se encontró de golpe con uno o varios sujetos que sin darle tiempo le lanzaron una piedra al cristal para que parase y le golpearon con la tranca para asegurar lo mismo. Y lo lograron, porque seguro que se asustó y frenó de golpe, lo prueban las rodadas; salió para ver quienes eran o qué pasaba y no le dieron tiempo a más porque, según Andrés, estaba junto al coche cuando lo encontró, ¿no es así? —el taxista asintió con la cabeza—. Luego le robaron lo que tenía encima hasta que, por alguna causa, se asustaron y huyeron sin terminar de desvalijarlo pues si no, no le habrían dejado el reloj, la pluma y el metálico del bolsillo, aparte de los gemelos que son de oro y la petaca de plata. En el coche abrieron simultáneamente la guantera pero no sé si habría algo...

—Si no hay nada más que decir por ahora doy por levantado el cadáver —dijo el juez de paz, un concejal nacionalsindicalista que tenía la concesión de la lotería—, ¿dónde lo llevamos?

—Como tenemos los dos coches, en el suyo y a su casa del pueblo. Con el de Andrés podéis ir alguno para avisarle a la familia —dijo el alcalde, que algo tenía que decir también.

El sargento se volvió acompañando sus pruebas.

Aunque habían transcurrido ya unas horas no se apartaba de su primera impresión, con lo que no tenía nada, pues sin encontrar el móvil no encontrarían el o a los asesinos. Una cosa sí pudo aclarar con el administrador, lo que le brindó un segundo asidero para fundamentar su teoría, y es que en el coche era casi seguro que tenía que haber una pistola. Si no la había la robaron, lo cual indicaba que podían ser gentes muy peligrosas, incluso del maquis rojo que estarían por allí (aunque reconocía, sin decirlo, que él no se había enterado de esta presencia). Le avanzó la noticia al alcalde rogándole la mantuviese en secreto para no alarmar a la población, lo cual era casi una garantía de su conocimiento inmediato, vía la alcaldesa, por toda la vecindad.

¿Pero qué hace un jefe de puesto con su crimen?... Buscar a los criminales.

¿Dónde?... Entre las personas más sospechosas y desafectas del lugar. Y se dedicó a elaborar una lista mental de los sujetos a los que debería ir llamando. También decidió repasar el catálogo de vagos y maleantes de la zona o que se habían visto por allí.

Al salir del domicilio a donde había acompañado al forense, cosa ya de puro trámite, vio a Rafael Morales, antiguo aparcero del difunto y ahora uno de sus mejores trabajadores... Alguien le había contado la historia de aquel hombre y él admitió para sus adentros que era mucha guarrada lo que le habían hecho; por otro lado no daba mucha importancia a su actitud política durante el conflicto civil pues era evidente que lo hizo para sobrevivir. ¿No tenía motivos para asesinar al cacique?

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónNoviembre 2010
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