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Un día, una bomba

Cine

Mariano Valcárcel González
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Para ir al cine fue cuando Rafaela realizó la primera incursión por el centro de la ciudad, en compañía de Luisa. ¿Cómo explicar el cúmulo de sensaciones?

Subieron a uno de los tranvías nuevos apretadas en la plataforma posterior entre grupos de soldados y paisanos vestidos de domingo. Mientras Luisa vestía una vaporosa blusa a juego con su vaporosa falda, de colores claros, Rafaela alternaba otra blusa con una falda más estrecha y larga, de tela oscura, pudiendo darse por satisfecha porque era ropa prestada por su amiga. Un perfume penetrante las rodeaba, insuficiente para amortiguar el olor que el grupo de inquietos reclutas despedía. Estos chanceaban, reían, se empujaban y trataban por todos los medios de llegar al cuerpo a cuerpo con las muchachas. Algún que otro paisano, más suavemente, perseguía igual fin. Si Luisa se tomaba la situación con desenvoltura Rafaela aún sentía cierta violencia; el roce de los muchachos le transmitía sensaciones aún no bien entendidas, contradictorias, entre el rechazo y la excitación. Su amiga reía las simplezas y barbaridades e intentaba que a la otra no se le notase demasiado el azoramiento y la cortedad.

Madrid, que mantiene un espíritu pueblerino, tiene sin embargo la propiedad de crear en sus habitantes, sobre todo en aquéllos que emigraron a él, una sensación de fatua superioridad que los logre diferenciar del paleto de provincias. Y no es más falsa. Por ello el primer mandamiento que recibió de su amiga fue el no aparentar catetez, así que toda la atención de la muchacha era el imitar las formas, actitudes, gestos y habla de la capitalina amiga.

El tranvía se adentraba por las grandes avenidas hacia el corazón de la ciudad. Al suburbio de chabolas habían sucedido las nuevas arterias por donde se ampliaba, donde surgían edificios modernos, iguales de forma, formando pisos que representaban el deseo de todo recién llegado. Luego surgieron los bulevares con sus paseos umbrosos, sus fincas señoriales, sus grandes casonas y palacios, perdidos entre la espesa arboleda Se admiraba Rafaela de la gente que había en ellos paseando lentamente o circulando con más prisa; todos endomingados. Muchachas de amplias faldas y ademanes sueltos, chicos de pelo repeinado y pantalones anchos, señores de bigotito y chaqueta acompañados por sus mujeres en traje sastre. Niños con calcetines a cuadros hasta las rodillas. Y policías y soldados. Muchos policías y soldados.

Saltaron del vehículo y se mezclaron con el personal, acompañadas aún del silbido de los militares. Luisa la agarró por el brazo y así muy junto a ella y dirigiéndola la encaminó hacia el cine. Estaban en las aceras, acurrucados y acechantes, algunos restos de vencidos en la guerra, mutilados sin derecho a nada, pedigüeños de por vida. Contrastando, los grandes anuncios de nuevos productos llegados con el dinero americano, prometiendo un cambio feliz.

La cola para entrar al cine, de fachada adornada con grandes murales de las estrellas protagonistas, aún no era muy larga, lo que les permitió sacar los pases y situarse a la espera. Accedieron al distribuidor y podrían haber entrado en la sala porque la sesión era continua, pero decidieron ver la película en su orden lógico y no como aquéllos que lo hacían al revés, empezando por lo que quedaba para acabar.

En todos los cines del centro, le decía Luisa, había un gran recibidor, lujosas escaleras y lámparas y siempre, sin falta, un «ambigú» o sea una zona con barra donde se vendían golosinas, bebidas y tabaco. Y un olor muy especial mezcla indescriptible de desinfectante, tabaco, perfume y humanidad.

Con el tiempo Rafaela llegaría a discriminar casi toda la gama de olores que la gran ciudad ofrecía, en su mayoría nauseabundos, ya intuidos desde que puso el pie en la gran estación.

La sala era amplia, con butacas rígidamente alineadas tapizadas de terciopelo chillón, muy rozado. Parecía una plaza de toros cubierta, o eso se imaginó la muchacha, o tal vez una casa de vecindad con sus balcones, en este caso dorados y con molduras, estucos de colores desvaídos y un aspecto de lujo palaciego. En el techo colgaba una gran araña luminosa aunque no lo bastante como para que su luz no quedase mortecina.

La magia del cine se le mostraba por primera vez. Todo para ella era novedoso y extraordinario. Empezó contemplando a quien regía los destinos del País, en blanco y negro, tan rechoncho, tan pequeño, gastando unos movimientos un tanto cómicos; nunca se lo habría imaginado así. Tanto había oído hablar de él, tanto lo enaltecían, lo exaltaban, que ella siempre creyó debía ser un gran hombre, no en vano había ganado la guerra, pero ahora al verlo sufrió una decepción tremenda... Tal vez no fuese más que uno de los tantos espejismos que luego se le mostrarían falsedades.

Después vinieron los avances de programación, que en sí ya le parecían historias completas, casi todas de películas americanas y en color. Su amiga le iba diciendo los nombres de los artistas, comprobando cuando los pronunciaban a su vez en la pantalla que en nada se correspondían ni lo que decían los altavoces ni lo que decía la otra ni lo que aparecía fugazmente escrito. ¡Qué incomprensible resultaba aquello! Luego, al volver, trató de averiguar los arcanos de tamaño disparate sin que su amiga, ciertamente, le lograse dar una explicación plausible.

En el local e inmersa en la oscuridad fosforescente se tragó la historia que le ofrecieron, de tal forma que para ella no existían ni el acomodador con su linterna, ni el ruido de las pipas al ser partidas, ni los gritos a veces obscenos de los inquilinos del «gallinero», que era así como designaban las localidades situadas en lo más alto y ocupadas por soldados y gentes sin posibles. Apenas respiraba... Ni los comentarios picantes de su compañera la distraían; absorbía las imágenes y penetraban en ella, a borbotones, todas las realidades que nunca creyó existieran. El mundo del celuloide adquiría categoría de realidad, con un peso, de tal certeza, que influiría decisivamente en su vida posterior.

Cuando encendieron las luces quedó unos instantes aturdida hasta que logró resituarse. Estaba sofocada, posiblemente colorada, por el calor y la excitación. Luisita la empujaba por la hilera de butacas hacia la salida mezclándose con los que trataban a su vez de salir, con una precipitación incomprensible. El fresco de la entrada la devolvió plenamente a la situación real.

Volvieron de otra forma, utilizando el metro hasta donde se acababa y luego caminando largamente hasta llegar al barrio. Le decía su amiga que así lo conocía también y que luego no importaba caminar algo porque todavía no era tarde. El metro era otra cosa que se le aparecía como inexplicable. Un tranvía por debajo de la tierra, dentro de ese interminable túnel tan negro, tan insondable, que uhlulaba terriblemente en un rugir largo y prolongado, amenazante; ese desplazarse sin saber hacia dónde, con la sensación de que se la arrastraba inexorablemente hacia lo desconocido, el terror. La inseguridad que la invadía era plena. Luisa, agarrándole fuertemente del brazo, le comunicaba todo el calor de su juvenil cuerpo, cuerpo que arrimaba lo más posible, de tal modo que Rafaela notaba sus formas redondas y rotundas. Se sentía bien en tal proximidad y apreciaba vagas sensaciones dulcemente agradables que no se atrevía a analizar.

Caminaban así muy juntas por las arterias que las internaban otra vez en el miserable barrio del que procedían. Pero ellas estaban voluntariamente ajenas a la sordidez que las amenazaba solo disfrutando de una íntima y descubierta amistad. La charla de la otra era inacabable, fluida a veces, a veces entrecortada y nerviosa, pasando de un tema a otro sin matices ni secuencias lógicas, producto más bien de la necesidad de expansión y de dominio que la muchacha necesitaba. Asentía la compañera sin atreverse ni en pensamiento siquiera a interrumpirla ni contradecirle. Solamente bebía del río de palabras que fluía de la roja boca de la chica. Sus carcajadas unánimes resonaban en el anochecer madrileño encendiendo las sombras que invadían los desangelados eriales sembrados de cascotes y basuras. Se despidieron con una alborotada e inconexa promesa de repetirlo en fechas inmediatas.

Entró mi madre de lleno en la cruda realidad de lo cotidiano en cuanto levantó la cortinilla de la vivienda. Los chicos y los padres andaban a la mesa, un mueble que al menos lo había sido, sentados cada uno donde podía, cama, cajones, alguna silla que aún aguantaba de puro milagro, atacando unos trozos de tocino y pan. Las miradas no expresaban regocijo, tampoco odio, más bien indiferencia y hastío; solo la de la madre transmitía la vigilancia atenta que presiente el peligro. El hermano mayor tampoco había llegado.

El cáncer del desarraigo se iba apoderando de aquella familia que hasta entonces había funcionado monolíticamente, como una piña cohesionada por la voluntad y el dominio de un padre-patrón y una madre omnipresente, los disolvía como el ácido al metal, ayudado y catalizado por las nuevas influencias.

La batalla de la España oscura, retrógrada y nacional-católica estaba llamada a la pérdida progresiva de sus posiciones más firmes frente al progreso e incipiente desarrollo que se estaba iniciando. Eso solo unos pocos clarividentes del «régimen» lo sabían o lo admitían, porque en su mayoría los vencedores y asimilados preferían ser sordos y ciegos ante esos cambios. Cuanto más evidentes eran más se empeñaban en comportarse como si estuvieran todavía en el año treinta y seis, o peor, en el treinta y nueve, «Primer Año de la Victoria»...

Con gesto adusto la madre le indicó que se cambiase aquella ropa, que era como despellejarla en vivo, pero obedeció en silencio. Tras la cortina que separaba el «comedor» del «dormitorio» oía los monosílabos del hombre, apenas articulados, roncos, la chirriante voz de su mujer y el ruido que los chicos hacían jugando o molestándose a espaldas de sus mayores. Podía adivinar lo que éstos se decían, los comentarios desaprobatorios, las acusaciones de uno y otro tratando de eximirse de una improbable culpabilidad. Ellos intuían que aquello se le escapaba de las manos, que nada era como habían pensado, que quedaban diluidos dentro de algo impreciso pero tenaz y efectivo y que ya no significaban nada.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónMayo 2011
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