Juan de Dios gustaba de pervertir a las personas. Su innobleza se afianzaba más, crecía, nutríase degradando a los que elegía por víctimas. La táctica era simple, cuanto más indefenso el sujeto, más apto. Lo había aprendido en la escuela. Ahora andaba detrás de Juan. Lo consideraba propicio. Olía la presa fácil desprovista de malicia y experiencia.
Por eso continuaba frecuentando a los albañiles, por eso y porque a veces se acordaba de quien era.
—Que tú también soplas lo tuyo —el otro albañil mediaba.
—¿Os acordáis del encargado de la obra de la Carretera de Extremadura? – intentó intervenir a su vez Juan.
—A ese encargado lo tenía yo en mi lista. Se mantenía en el trabajo porque uno de los peritos era su pariente, pero lo que no sabéis es por qué lo despidieron... —el quite del chico lo pilló al vuelo Juan de Dios para desviar el interés sobre su persona y a su vez aportar nuevas historias nada ejemplares—. Aunque me guardaba el aire ya venía molestándome y llamándome la atención por tonterías; conocéis esas cosas —los hacía cómplices de sus travesuras—, y decidí acabar con él.
—¡Ponte otra! —indicaron al bodeguero.
—Entonces me fui congraciando, le hice la pelota y lo llevaba a tomar algunos chatos, siempre fuera de horas; también le insinuaba mis conocimientos de otras personas y lugares «más selectos»... Le adiviné sus ansias y carencias, vamos, que le faltaba follar. Era un pobre diablo y me lo llevé al huerto.
—¿Qué, también trabajas el género masculino?
—¡Qué leche so mierda!; que le fui enseñando el ambiente y las nenas que hay en él; lo que tú, que eres un mierda, no conocerás nunca. Que le iba la marcha y empezó a aficionarse al whisky y a las nenas. Y su parienta ya no le olía el vino, le olía el whisky y los olores de polvos, colonias y «conejos».
—¿Tanto huelen? —la desestima ajena, la vergüenza por la maldad subyacente, les llevaba a intentar desdramatizar, a desdibujar la escabrosa temática.
—¡Je!., ¿que si huelen?... Pero no como el de la tuya, Jeromo.
—¿...?
—Ya te explicaré... El caso es que esa mujer no estaba dispuesta a aguantarlo y como tenía la sartén por el mango hizo que su pariente lo sacara de la obra y ahí lo tenéis en la sierra haciendo las chapuzas y los arreglos que el perito negocia en los chalés y caseríos que hay allí, en lo más alto. Y así me lo quité de encima.
A Juan le encantaba la resolución del sujeto. Observaba cómo se desenvolvía, sin complejos, y cómo iba mostrándole otras formas y modos de vivir, más alegres, cómodos y gratificantes. Él podría marchar por esa senda. Y le fastidiaba tener que rendir cuentas a sus padres, depender aún.
Aquel domingo después de la tanda de rondas, algo aturdidos por los efectos conjugados del vino, el tabaco, la falta de oxígeno, ya solo con Juan de Dios, caminaba eufórico y dispuesto a todo. El otro, que no lo perdía de vista, decidió apretarle un poco más la tuerca de sus deseos.
Agarrándolo por el brazo le daba conversación sobre aquellos ambientes que apenas había dibujado en la bodega. Y se escurría arrastrándolo consigo hacia una «buat» de medio pelo.
El choque ambiental era brutal. Se descendía al infierno. Tardó Juan un buen rato en adaptarse, sobre todo visualmente, tal era la oscuridad reinante. Luego ya en la barra, penetró paulatinamente entre la luz roja de neón predominante. Como si se tratase de un sueño apenas acertaba a definir las figuras que se movían tras la pequeña barra, de un rojo brillante a veces evanescente, de líneas negras móviles. El calor era de distinta índole al que se sentía en la bodega, más espeso, pegajoso, acompañado de olores indescriptibles para el chico.
Oyó una voz femenina de timbre agudo que preguntaba por la consumición. Antes de que pudiese reaccionar ya encargaba el otro dos whiskies, de igual forma y tono corriente a como antes habían pedido dos vinos. Mientras, se acomodaban en sendos taburetes, incómodos e inestables, y acodaban sus bustos en aquella galería de policías, proxenetas, contrabandistas, provincianos y despistados varios y variados.
Juan de Dios, hablándole bajo y confidencialmente, le indicó que allí conocía a varias mujeres, que le presentaría alguna, que lo iba a pasar muy bien... Se instituía en chamán iniciático al rito de ingreso del neófito en los misterios de la noche, con la plena aceptación de éste.
Yo he visitado esos locales llamados antiguamente barras americanas o locales de alterne, unas veces solo, las menos, y otras acompañado. Siempre me han parecido lugares tristes de ambiente degradado y donde el respeto, el mínimo respeto a la persona, se olvida. Las pobres mujeres que los sufren me merecen más lástima que rechazo. Luego ese juego, ese artificio, ese lenguaje preestablecido, los tópicos que carecen de ingenio o fuerza, la representación casi ritual del contacto entre los sexos, su rápida transacción a veces tan retóricamente subastera.
Repito, el artificio.
He visto brillar los ojos saturados de sexo irrefrenable, de carne en pleno estallido, los he visto turbios, perdidas las formas y los modos y tal vez alimentados de excitantes prohibidos. He encontrado solitarios profesionales que arrastran su soledad con una relación de dependencia de sí mismos sin compasión posible, algunas solitarias que buscan aproximarse al vértigo de una caída deseada. Éstos son clientes que no hacen ruido, que van a lo suyo, que se regodean y se bañan en el profundo mar de la disolución. Son los fijos. Los otros llegan en grupos más o menos numerosos, casi siempre alborotando; se trata de ocasionales visitantes que buscan un momento de expansión aderezado de cierto tufo a peligro, la anécdota de una noche, la oportunidad de chancearse del pardillo que llevaron entre ellos a traición o simplemente para presumir de hombres de mundo...
Las mujeres que viven entre esas paredes, tras la invisible cárcel, sienten asco de casi todos. Se hastían de los pelmazos impenitentes cuando ven que nunca les pagarán el whisky y les merecen desprecio los que se pavonean y presumen, amparados entre el grupo. Surgen así agrias conversaciones que se elevan a disputas y pueden llegar a mayores, en las que el vocabulario muestra el dominio de las más humillantes, ofensivas y amorales frases y palabras que existen en la cervantina lengua (y algunas de las autonómicas).
Por esas reglas no escritas de los sentimientos y las emociones, reglas y leyes de tan humanas raíces y tan humanos instintos, el amor que aquí existe y se establece es incomprensiblemente absurdo. Y ellas aman a su manera, pasionalmente, dependientemente, esclavamente. No existe la razón en este mundo.
Ahora en estos tiempos, mucho más que ayer, la muerte blanca, la jeringuilla, el chute insaciable e impactante se han hecho dueños del comercio de mujeres y de los tan numerosos travestidos. A la degradación le sigue la deshumanización más acusada. Hoy es raro encontrar una mirada donde una chispa de simpatía, de cariño aunque sea ocasional y furtivo, se asome prometiendo convertir un cuarto de hora en un universo en el que saciarse hasta el éxtasis.
La literatura ha llevado estas historias a la categoría de referentes épicos. No se es nadie si no se es trágicamente romántico y el romántico ha de pasar por los infiernos para después, si puede, purificarse; uno de esos infiernos es el amor de las odaliscas que ofrecen sus lascivias carnes, pecadoras sin más. De ahí surgió también la leyenda del escritor maldito, que no puede ser buen escritor sin su dosis de canalla. La universidad literaria pues pasa por los tugurios y las casas de placer, o sea, por las putas.
Desde luego que con la modernidad se instalaron salas selectas, las «top-less», con señoritas jóvenes de pretendida calidad y esmerado servicio, muy alejadas al acceso del vulgo, pero todo a la postre deviene lo mismo, se quiera, se pretenda o no.
Juan de Dios le explicaba al otro cómo había que llevar la conversación si es que quería acostarse con alguna de las que brujuleaban por el local. Dejarse de milongas con las historias que le contasen, ni caso, no concederles nada de confianzas que supusiesen menosprecio de su hombría, apretarles en el trato para que le costase lo menos posible el polvo e intentar sacarles las copas por la cara; si se hacía persona de confianza, por su asiduidad, entonces pasaría a otra fase, en la que se encontraba él mismo. Ya hasta podría ganar un dinerito, que voluntariamente la que hubiese elegido le proporcionaría por su protección. Entre los vapores del alcohol que lo iba atontando progresivamente el chico asentía estúpidamente a todo. Notaba que unas manos muy calientes le acariciaban la cara acompañadas de unas palabras incomprensiblemente oscuras, inexplicables, como inexplicable era la definición del rostro que se le aproximaba; sólo distinguía una boca muy marcada, irregular y deformada, acompañada de un olor pesado y dulzón. Maquinalmente acabó con el brebaje que le quemaba las entrañas. La amnesia etílica lo dobló.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2010 |
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Fecha de publicación | Julio 2011 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n346-14 |
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