Rafaela estaba desvelada.
La tardanza de su hermano, algo mayor que otras veces, la tenía preocupada. Aunque el padre se había acostado, la madre se mantenía en pie, impaciente, aprovechando el tiempo para zurcir los deteriorados ca1cetines de grandes y chicos; así, superada por tanto desencanto, se dejaba consumir al igual que se consumía la vela que utilizaba para no pagar tanto recibo de luz.
Los dos pequeños hundían sus rodillas y codos intentando aprovechar el calor del cuerpo de la muchacha, bien dormidos.
Cualquier ruido tensaba su vigilia. Falsas alarmas. Los perros ladraban en los descampados próximos y hasta allá llegaban rumores de la urbe favorecidos por el viento. No sabía qué hora era cuando el inconfundible sonido de un automóvil se oyó muy próximo, parando a la entrada del callejón; luego cierto rumor de pasos y de zapatos arrastrando por el barro, chapoteando. Se empezó a levantar apresuradamente procurando que los chicos no lo notaran. Ya sentía a alguien en la entrada.
La voz de su madre, áspera, entrecortada y claramente alarmada se mezclaba con la de alguien que la trataba de tranquilizar y con algunos absurdos e incoherentes monosílabos que parecían de su hermano. Se encendió la luz.
Al salir, sus ojos deslumbrados acertaron a descubrir a un hombre alto y delgado, vestido de domingo con cierta calidad, que ayudaba a su madre a acostar en el catre al aparentemente desmayado Juan.
No se dio cuenta de cómo iba hasta que advirtió la mirada del individuo posada en su busto porque la ligera bata se abría dejando ver algo más de lo que debería permitirse. Se cerró el escote con brusquedad.
El hombre musitaba excusas tal vez más para sí que para el borracho y luego que se consideró justificado dio las buenas noches, aseguraba que ya se encargaría de hacer que no le contaran la falta en el trabajo y salía disparado hacia el coche que esperaba. Era la primera vez que en aquella casa sucedía algo así.
Ni en sus peores tiempos Rafael había llegado en un estado tan deplorable como ahora llegaba Juan. Las dos mujeres no sabían lo que hacer, en lo único que estaban de acuerdo era en no llamar al padre. Juan emitía frases delirantes, a veces las reconocía y cuando esto sucedía lloraba, luego se empezaba a quejar y manoteaba al aire. No aclaraba ni lo que le pasaba, ni donde había estado, ni lo que había bebido.
Recordaron que había una vecina que tenía la habilidad de solucionar los problemas de salud que se presentaban de vez en cuando y hasta su vivienda marchó la madre buscando solución.
En el intervalo oyó la chica el nombre de un tal Juan de Dios; supuso que sería quien había estado allí poco antes.
Trajo la buena mujer un paquetillo de papel con bicarbonato y disolviéndolo le administró al paciente el salitre, habiendo previsto el barreño de cinc ante la previsible consecuencia. En efecto, al momento arrojó por su boca un torrente fétido y asqueroso, avinagrado. Repitió el vómito varias veces mientras su hermana le limpiaba la cara. Juraba no volver a hacerlo. Luego, vencido, se durmió profundamente.
La madre no dejó de maldecir.
La noche se haría lenta y terriblemente larga.
Tras salir del bar subí de nuevo a la unidad de vigilancia intensiva. La situación se hallaba estacionaria. Allí seguía la misma escena que ya vi, invariable y monótona. Me mantuve tras el cristal, observando.
Aquel hombre me lo había dado todo. Se había volcado en mí tal como con un hijo propio que nunca tuvo, sin esperar el reconocimiento y el agradecimiento de la que más quiso. ¿Cómo pudieron converger dos seres tan diferentes, tan distantes?, ¿qué misterios y sinuosidades define la vida, tan ilógicos y estúpidos, para hacer que se mezclen dos personas tan dispares como el agua y el aceite?, ¿quién abre los corazones de forma tan desconcertante?
Cuando se hizo cargo de mí lo hizo con todas las consecuencias, desde la legalidad de una adopción en regla. Luego me rodeó de atenciones en principio comedidas pero luego explícitas y manifiestamente sinceras.
Vivía en su residencia, una gran vivienda del centro de la capital, llena de muebles de calidad, relojes, cuadros y unos suelos de madera maravillosamente brillantes y resbaladizos. Los techos altos, siendo pequeño los consideré altísimos, inalcanzables. Tenía una servidumbre de modales a la inglesa, siempre impecables, que se desvivía por él sin sobrepasarse en sus relaciones. A mí me adoraban.
Yo no supe, hasta más tarde, del origen no sólo mío sino de las circunstancias que lo rodearon. Hasta más tarde no entendí todo el esfuerzo de generosidad que aquella persona había realizado. Y todo el amor que ello había supuesto.
Me encantaba salir a la calle de la mano de Benita, la muchacha, y pasear por las amplias aceras, sí, entonces eran amplias y únicamente estaban obstaculizadas por los grandes árboles que las sembraban, corretear por el Retiro entre los setos y árboles, mojarme los dedos en el gran estanque que a mí me parecía un auténtico mar y jugar a que me mordían las grandes carpas que en su fondo pululaban. El gran estanque, un lago misterioso que alguna vez surqué, en sus barquitas, acompañado de mi padre; mares y barcos piratas al abordaje o escuadras preparadas para el combate. Luego me compraba chufas o pipas y me volvía a la casa llenándome el traje o el abrigo de cáscaras.
Él siempre cenaba conmigo.
Dentro de la solemnidad de esas cenas, servidas con todo protocolo por el personal, la rigidez se disolvía en cuanto nos encontrábamos los dos a solas. Entonces mi padre me preguntaba lo que había hecho durante el día, me pedía le mostrase algunos de mis trabajos o hallazgos, me aconsejaba si lo que yo le exponía era algún insalvable problema y lo hacía de tal forma que al terminar yo encontraba que, en efecto y tal como él me decía, el asunto no tenía importancia alguna. Sus reglas siempre eran claras y en eso no consentía alteraciones. Con el tiempo he llegado a entender que lo que trataba y perseguía era construirme una personalidad sólida, equilibrada y justa.
Cuando tuve edad me matriculó en un centro de enseñanza de clase acomodada, interno. Había que llevar uniforme y la disciplina era rigurosa, aunque conforme fui avanzando en los estudios observé que se introducían cambios en los planteamientos y en el tratamiento de los profesores, la mayoría curas, con los alumnos.
El esquema educativo y pedagógico obedecía a una estructura muy sencilla; una vez que se lograba un buen adiestramiento tanto disciplinario como instrumental se iban dando gradualmente los recursos necesarios para estructurar un pensamiento coherente, investigador, abierto a la confrontación y a la polémica. Eran famosas las promociones salidas de este colegio. Es cierto que no todo eran claros en este cuadro, que en efecto tenía sus oscuridades y a veces muy tenebrosas. Las relaciones entre compañeros distaban de ser idílicas y aunque el estar dentro o fuera ya marcaba una frontera muy señalada, también dentro se establecían castas entre los chicos de alta alcurnia, nobleza obliga, los que pertenecían a la clase vencedora, especialmente militares de alto rango, y los que entraban porque sus padres eran nuevos ricos. A estos últimos simplemente se les despreciaba.
Las relaciones más difíciles, que para mí al principio y dada mi inocencia eran incomprensibles, se establecían entre ciertos tutores y profesores, como he dicho curas en su mayoría, y algunos alumnos del internado. Luego, con el tiempo y con las informaciones que iba recibiendo y yo iba constatando, la realidad se me fue haciendo palpable, revelando todo su impúdico e hipócrita sentido. Y terrible sentido. Había que ser muy fuerte para mantener una personalidad indemne si se sufrían los acosos que estos degenerados lanzaban contra sus objetivos, tratándolos de vencer por la mentira, la hipocresía, incluso el chantaje emocional y material. Los de espíritu pusilánime, débil o propensos se dejaban enredar en estas relaciones homófilas de asimetría total.
Yo no me sentí agredido. De carácter adaptable, supe como debía comportarme desde el principio. Qué duda cabe que sufrí decepciones, miedos, a veces los sinsabores de esos años escolares, pero también sus alegrías, sus triunfos, sus pequeñas aventuras tan grandes a nuestros ojos. Mi memoria era muy dúctil y receptiva y lograba repetir poemas, discursos o canciones que el cura de turno me encargaba, para fechas señaladas, declamar ante el pleno del personal. Orgullosamente se lo comentaba a mi padre y él manifestaba su contenida satisfacción. A diferencia de las escuelas públicas donde ser especialmente resultón era el peor camino para sobrevivir entre los compañeros, aquí se barajaban estas habilidades para fabricarse un historial de futuro. Éramos élite.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2010 |
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Fecha de publicación | Agosto 2011 |
Colección | Narrativas globales |
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