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Un día, una bomba

Del amor

Mariano Valcárcel González
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Callamos los dos ensimismándonos en nuestros propios pensamientos.

El amor...

El secreto que íntimamente llevaba, el secreto que yo portaba, fruto de un trágico amor.

Yo mismo era ese secreto. Y el amor que mi padre mantenía vivo en un recóndito hueco de su debilitado corazón.

La fatalidad de los hechos, en la que íntimamente no creo pero que no tengo más remedio que aceptar, llevaría a hacer coincidir los destinos de Rafaela con los de Juan de Dios.

Desde que la vio aquella noche Juan de Dios no cesó de pensar en la muchacha. Su juventud en flor de un natural sencillo y sin artificios, más deseable cuando prometía un disfrute sin colmo, con sus potentes senos y su silueta tallada a manos de artista... La deseó.

Se planteó lograrla. Y el camino que provisionalmente había iniciado transcurría por el de Juan y su familia. Había que conseguir captar su confianza. Así que decidió no abandonar su intención y se puso a la tarea desde el mismo siguiente día.

Así que apareció por la vivienda al atardecer para interesarse por la salud del muchacho, que se encontraba casi restaurado del deterioro sufrido, e insistió en la utilidad de su mediación con el encargado de obra para justificarle la falta al trabajo, siempre aparentando no darle importancia. Se hacía cruces sobre lo sucedido, de forma exagerada e hipócrita, e intentaba buscarle razones dando ciertas versiones de poquísima verosimilitud, pero que el otro no desmentía puesto que nunca eran las correctas y siempre buscaban el exonerarlo de culpabilidad. Así lograba taparle la boca al muchacho y aparentaba ante la madre y la hermana una rectitud que distaba mucho de ser real.

El Buen Samaritano a su lado era paradigma del egoísmo.

Su voz era humilde y su comportamiento modoso. Procuró vestirse con sencillez pero con cierta pulcritud no exenta de notas de elegancia... Llevaba un pequeño pañuelo anudado al cuello, a lo galán americano. El fino bigotito casi delineado sobre el labio hacía el resto.

La intuición experimentada del alma campesina de la madre la inducía a mantener una actitud de abierta desconfianza. No, no se fiaba del personaje. Era un chulo, de eso estaba segura. Agradeció como era de razón la aparente atención manifestada pero se barruntaba que detrás de ello existían otras motivaciones. La chica se mostró en todo momento distante pero no hostil. Juan de Dios tenía las suficientes tablas para comprender las dos posiciones y por lo tanto aguantar una discretísima actuación sin llegar a más.

Una vez se hubo marchado y en cuanto llegó Rafael la madre se apresuró a inquirir datos. El pobre hombre no lo tenía muy claro porque habían coincidido pocas veces, pero era cierto que circulaban contrapuestas opiniones... Como profesional merecía mucho crédito pero de su vida particular se decían cosas bastante raras, que si lo que ganaba se lo gastaba en juergas, que si siempre estaba con gentes de poco fiar, incluso que se dedicaba al contrabando. Y otros decían que todo lo que se decía se lo inventaba él mismo porque era un fanfarrón. Así que a la postre y tras esas informaciones estaban como al principio.

Rafaela por su parte aprovechó la visita para analizarlo lo mejor posible.

El porte no le disgustaba y aparentaba ser franco, le chocaba que un albañil se presentase tan atildado pero lo achacó al intento de hacerse olvidar el pecadillo del día anterior. Por pudor no se atrevió a ir más allá en su examen, no fuese que se notasen sus miradas y se malinterpretasen y así que se mantuvo en un papel discreto. No sabía, ni intuía, el peligro mortal que aquel hombre representaba para todos los que estuviesen en su contacto, y que precisamente ella ya estaba designada como víctima. Su candidez aldeana no le permitía hacer ese ejercicio de malicia.

La madre no le había comunicado lo que habló con el padre al respecto; pero ella los oyó mientras aparentaba realizar algún trabajillo por el callejón.

Y Juan siguió arrimándose al precipicio.

El otro lo mantenía prudentemente entre dos aguas, enseñándole la manzana prohibida, incluso dejándosela mordisquear, pero nunca toda en sus manos. Nada que escapase a su control. Nunca le declaró francamente las intenciones que tenía respecto a su hermana, pero le insinuaba cierto interés maquillado en razones de pura amistad para con toda la familia. Le encarecía firmemente, eso sí, que mantuviese la boca bien cerrada a propósito de sus visitas a los locales nocturnos puesto que eso no lo entenderían ni lo verían bien sus padres, que eran al fin y al cabo de pueblo.

Así pasaron los meses sin que sucediesen hechos memorables para ellos, siendo lo único que ya se mostraba como palpable las continuas llegadas al hogar demasiado tardías del muchacho, en los fines de semana. Lo admitieron como cosa normal y salvo la madre todos se despreocuparon.

Rafaela también cambiaba.

La continuidad del trato con Luisita la iba haciendo más proclive a interesarse por su propia persona, fundamentalmente en lo tocante a su físico, a su aspecto externo, peinado, maquillaje, ropa... A menudo aprovechaba para irse al centro, al local donde trabajaba su amiga y allí ensayaban los efectos de las barras de labios, líneas de ojos, perfumes. Resultaba verdaderamente admirable el cambio que se realizaba en su rostro realzando su nítida mirada profunda, sus gruesos labios, su juvenil atractivo. Ella era consciente de ello y cada día se iba volviendo más coqueta. Daba valor a su cuerpo. Luego, ya anochecido, volvían las dos a sus casas.

—Luisi, ¿te gusta algún muchacho?

—¡Venga!, sería una panoli si perdiera el tiempo de esa manera hija, yo no puedo entretenerme con chavales.

—¿Qué les pasa a los chavales?

—Pues eso, so tonta, que son chavales: ¿qué porvenir me esperaría a mí si saliese con chavales...? ¡Es que tú no piensas, chica!

—¿Entonces qué, son mejores los viejos?

—Según...

—¡Pero si un viejo ya está viejo!, ¿no te daría reparo?

—¡Y qué más da!, ¿es que no hay nada más luego? ¡Chica tú no piensas! Bueno, mira, Rafi, un hombre maduro, no digo ya viejo que no es al caso, tiene el porvenir asentado, sabe lo que quiere y lo que quiere lo tiene que comprar, ahí está el trato, luego él luce y disfruta de su jovencita mujer o lo que sea y ella puede a su vez utilizar a placer los lujos que este hombre le ponga a mano. Toda la cuestión está en buscar al sujeto apropiado y puedes estar segura, hija, que ni entre los jovencitos ni los muertos de hambre del barrio lo vas a encontrar.

—¡Qué interesada eres!, ¿no te importa el amor de verdad?

—¿Dónde está eso?

—Mujer, ¿no ves las películas?, ahí nos lo enseñan, ¡porque hay que ver qué historias nos cuentan en las películas!

—¡Tú eres tonta de remate, Rafi!, ten cuidado si sigues con esas bobadas en la cabeza, ¡espabila!, ¿pero tú te crees todo lo que se ve en las películas?

—¡Mujer!

—No me digas mujer que te veo venir... Una cosa es que nos gusten todas esas historias y otra que vayas a creerte todo lo que se ve. No es malo imaginar pero tienes que tener los zapatitos bien pegados al suelo, nena. Y, anda, vamos a tomarnos un cafetito ahí en la pastelería de al lado.

Allí en la pastelería, decorada con un barroquismo trasnochado y cursi, las dos chicas se entretenían en la contemplación, meditabundas, de la superficie humeante de la infusión más de malta que de café cuando un sujeto penetró en el local saludándolas con tono sorprendido. Al volver la cabeza Rafaela vio a Juan de Dios, que se aproximaba al dúo. Luisa miraba intrigada.

—¡Hola chica! ¿Qué haces aquí?

—Con la amiga tomando café... —tímidamente y desconcertada respondió Rafaela.

El otro miraba de arriba abajo a Luisa.

—Muy bien, bien, hacéis muy bien, eso demuestra que sois unas chicas modernas. Pues yo venía a tomarme otro, tengo esa costumbre... No os importa que os acompañe, ¿verdad? —hizo un evidente gesto a la muchacha del mostrador para que le sirviese a él también—. Bueno Rafaela, preséntame a tu amiga.

—Luisi, éste es Juan de Dios, un amigo de mi hermano; ésta es mi amiga Luisi...

Respondieron los dos con la fórmula de rigor, al unísono, mientras se daban blandamente las manos. La rubia seguía algo envarada, alerta, el otro destilaba simpatía con su mejor sonrisa de marca dentífrica. Sacó una cajetilla de rubio americano, de auténtico contrabando, alargándoselo en clara oferta.

Luisa no pudo resistirse.

Cuando fumaba, porque ella fumaba, lo hacía consumiendo el rubio nacional que era más barato y ahora frente a un auténtico americano era imposible decir que no, y el otro lo había adivinado. Rafaela se negó. Un encendedor, auténtico modelo USA, terminó de redondear el efecto.

Mientras fumaban, charlaban de cosas intrascendentes. Juan de Dios se apresuró a pagarles la consumición y salió del local antes que ellas justificando su prisa en la resolución de unos perentorios negocios. Deseó volver a encontrarlas otra vez.

Ya solas quedaron haciéndose conjeturas sobre el hombre, sobre su físico y sus formas, las circunstancias en que lo conocían, lo que pretendía...

Luisa, como más ducha en las cosas del mundo, le insinuaba picarescamente y medio en broma a Rafaela que el sujeto la estaba pretendiendo; el hecho de la coincidencia en el local era muy sospechoso... (la intuición femenina no le fallaba). Rafaela se reía.

Reía y pensaba si no llevaría razón.

El nombre de Juan de Dios se venia oyendo mucho en su casa. Su hermano no cesaba de tenerlo en boca, que si Juan de Dios esto, que si Juan de Dios lo otro... Solamente la madre torcía levemente el gesto al oírlo, mas no osaba pronunciarse abiertamente.

Luisa le indicó que tenía un trabajo para ella, si lo quería y lograba convencer a los padres. No estaba Rafaela dispuesta a que se le escapara tal oportunidad y decidió que lo tendría quisieran sus padres o no. Se trataba de encargarse del mantenimiento de limpieza de unos grandes almacenes que acababan de abrir. Dada su nula cualificación no tenía donde elegir. Su amiga no lo había aprovechado, porque la oferta era para el servicio de limpieza y ella consideraba que accediendo se rebajaba de categoría profesional, no en vano ya era dependienta con experiencia y con un «escaparate» más que aprovechable...

A pesar de todo a Rafaela le interesaba, tal vez con el tiempo pudiese ascender a vendedora, lo que estaba considerado como una buena carrera entre la multitud de chicas que a diario soñaban con emanciparse. Tenían fama las niñas de los grandes almacenes. En secreto acudió a las oficinas donde le tomaron los datos y le hicieron una especie de entrevista rápida; le encarecieron la importancia del trabajo que le ofrecían, las oportunidades que podía aprovechar si era lista y cumplidora, la categoría de la empresa donde entraba... Todo ello sonaba a música celestial en los oídos de la chica y confirmaba sus expectativas. A la semana siguiente empezaría.

Loca de contenta corrió a ver a Luisa.

Entró chillando en la mercería y se abrazó a la otra dando saltitos. Durante un rato no acertaron a coordinar un diálogo en condiciones, aunque era inútil, todo lo que había que comprender se comprendía fácilmente. Decidieron celebrarlo por todo lo alto a la tarde, mientras que consideraban prudente el no decirles nada a los padres hasta el otro día. Incluso la amiga se ofreció a suavizar el golpe.

Estuvo Rafaela nerviosa toda la mañana deseando dejar escapar todo lo que le quemaba, nunca había tenido un secreto para su madre y ahora debía aguantar algo que en lo más íntimo de su corazón le producía inquietud, desazón y miedo. Pero se imponía la ambición, el ansia de independencia, la perspectiva de un futuro fuera del miserable callejón y más superficialmente y como un buen justificante hacia la familia el aporte económico que ello supondría. Pronto, entre todos, saldrían de allí (y esto lo rumiaba como un gran argumento que debía hundir la resistencia que opondría su madre, pues no contaba con la negativa del padre ni del hermano).

Precisamente el inminente servicio militar de Juan sería una merma en la economía familiar y ella, con su empleo, supliría esta carencia. La cosa, según la iba pensando, no podía estar más clara.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónOctubre 2011
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