Se encendieron todas las luces de neón del techo, de golpe, y penetró en la sala una señora con útiles de limpieza. Entendimos que nos echaba y salimos.
Caminábamos coco a codo por los asépticos pasillos de ese hospital orgullo del franquismo, fiel reflejo de su política de justicia social. Las luces de neón, tan gélidas, daban a nuestras caras el aspecto de dos cadáveres recién devueltos de sus tumbas, zombies como los que había yo visto en una célebre película de terror. Alcanzamos el ascensor y descendimos hacia el recibidor, camino de la salida. Tras el perfil de los edificios se vislumbraba una claridad lechosa teñida sin embargo de trazos difuminados de dorados y violetas, mientras un leve vientecillo nos provocaba un ligero estremecimiento. Buscábamos una cafetería.
El amanecer se nos venía encima.
Y encima se le vino el destino a Jaime Echávarri el día en que conoció a Rafaela Morales.
Para arreglar ciertas cuestiones de su bufete había quedado en un club céntrico, superviviente de épocas y regímenes. Le gustaba acudir allí por la solera y la clase que se transmitía en el recinto, haciéndolo exclusivo; también era cita obligada para todo aquel que quisiese ser «alguien» en Madrid. Ciertos «cócteles» de la época llevaron la marca de su dueño.
Quien le esperaba era un noble encanallado que poco a poco iba acabando con la hacienda que a costa de tantas injusticias habían amasado sus antecesores. Echávarri le llevaba la gestión patrimonial y hacía las transacciones legales. Sabía que su cliente se había metido en un peligroso círculo en el que la prostitución no era más que uno de los más llamativos aspectos, pero que los mayores gastos se los llevaba su afición a la cocaína. La cocaína en aquellos tiempos aún era una droga «bien vista» en las clases altas y no había pasado a formar parte del lenguaje y uso común de las gentes.
Ahora pretendía que se le valorasen unas fincas y dispusiese la forma legal de traspasarlas, sin la intervención de otras partes familiares y haciendo olvido de los derechos de terceros, para ponerlas a manos de un testaferro.
Como si le diesen a tragar quinina, así tomaba el café el abogado mientras atendía las pretensiones del noble y le iba haciendo las oportunas advertencias. El asco hacia el personaje era tan fuerte que imaginaba se le estaba poniendo la cara verde; sentía inmediata necesidad de marcharse de allí. Sin embargo algo que le enseñaron fue que el ejercicio de la abogacía estaba reñido con los escrúpulos de conciencia. Decidían los papeles a preparar cuando penetraron en el salón dos personas en actitud de buscar a alguien. Eran un hombre y una mujer joven, achulado él y de aspecto seguro. Se levantó el otro y acudió a recibirlos, hablando un momento y señalando hacia la mesa donde Echávarri esperaba.
Eran el testaferro y su novia.
No quería mi padre averiguar a quien o quienes representaba tal sujeto, que obviamente demostraba ser un mero eslabón en la cadena que tenía atado al crápula. Mientras aclaraba procedimientos y volvía machaconamente a desglosar los requisitos y papeleos que se necesitaban, pidiéndole al intermediario datos personales para los trámites, se fijó en la muchacha.
Y su mente abandonó los vericuetos administrativo-legales para internarse en una búsqueda para la que todavía no tenía respuestas. ¿Quién era aquella mujer?
Rafaela bebía del combinado en copa ancha, a sorbos, mientras exploraba el local, indiferente a lo que acontecía en la mesa. Hacía lo que solía hacer cuando Juan de Dios se dedicaba a «sus negocios» y como no le interesaban ni lo más mínimo ni sus negocios ni los personajes con los que trataba solía distraerse viendo las salas o locales, las entradas y salidas, los adornos, lámparas, cuadros. Cuando algún aspecto de la decoración le gustaba no dejaba de decirse mentalmente que algún día tendría otro igual en su casa. A este juego se dedicaba recorriendo las paredes, las maderas, los apliques dorados con cristales «art decó» que difuminaban su luz coloreada, las espesas cortinas totalmente opacas... Chocó su mirada con la del abogado, azul cristal indefinido, indefinible. Se sintió nerviosa y sonrió tontamente volviendo la cabeza a otra parte.
Igual que los tratantes cerraban sus tratos con una convidada Juan de Dios, cuando realizaba algún negocio de cierta envergadura, gustaba de llevar a Rafaela consigo, para cerrar el trato con su presencia y tomar luego unas copas. Decía que le traía suerte pero era su sentido de la oportunidad el que le enseñaba que las cosas salían siempre mejor si había una mujer bonita por medio. La usaba de escaparate para mejorar su imagen.
Jaime supuso, por experiencia, que la chica nada tenía que ver con el cambio ni los cambistas salvo ser novia del hombre de paja, o ni siquiera eso. Aún perduraban ciertas costumbres muy arraigadas en el Madrid de apariencia provinciana; ya eran menos las «mantenidas», pero seguían contaminando ciertos niveles sociales. Sin embargo, se decía, aquella criatura no era como las otras, descaradas, amorales, hastiadas por sus hombres y de sus hombres, cayendo hasta el final de la degradación... Transmitía una fuerte sensación de inocencia, tanto psíquica como física, tan fuerte que era imposible no advertirla. Y en ello consistía su encanto. Quedaron en cerrar la operación en una fecha futura, en el despacho, cuando todo estuviese listo. Insistió Echávarri en la fecha y hora al agente; entonces hizo ademán de marcharse pero el otro lo detuvo.
—¡Venga don Jaime, haga usted el favor de tomar una copa con nosotros!
—Sí, Jaime —el noble, como es natural, tuteaba—, si ya no tienes nada que hacer, ¿no es cierto?
—Siempre hay algo —intentó levantarse.
—Hombre, vamos a cerrar bien esto que si no, se pueden torcer las cosas, ¿no es verdad, Juan de Dios?
—Cierto, don Pablo; los españoles, nobles o criados, siempre hemos sabido ser fieles a nuestra palabra dada y cerrada con una copa y en eso nos distinguimos de los extranjeros, ¿no es así nena?
—Qué quieres que te diga Juande... Yo de tratos sé bien poco.
—No crea usted que mi novia es una analfabeta, es una excelente dependienta. Claro, en esos almacenes como no se hacen tratos ni se vende fiado... —bromeaba Juan de Dios a costa de ella para centrar la atención de sus clientes.
—Se venderá fiado, no se preocupe usted —dijo Jaime—, esos grandes negocios no sobrevivirían si no se abren al descuento y a los créditos de manera generalizada. Le aconsejo Pablo que concentre algunas de sus energías en hacerse con títulos de tales empresas, porque verá que tienen futuro.
—Si siguen con señoritas de su belleza —se dirigió el aludido a Rafaela—, es seguro que acudirá todo Madrid no para comprar sino para verlas.
—También hay dependientes... —siguió la broma Rafaela con tono agradablemente cómplice.
—¡Pero a mí me gusta que me pruebe la corbata una chica tan mona como tú!, ¿vamos a comparar?...
—Ni comparación, don Pablo, ni comparación... —afirmaba servicial Juan de Dios.
—¿En qué sección trabaja usted, señorita?
—En complementos para el hogar.
—¿Vende?
—A veces sí, a veces no... Según la temporada; pero es una sección que siempre tiene movimiento aunque a mí me gustaría estar en perfumería o cosmética, o complementos para señoras... Es más bonito.
Mientras charlaban habían demandado al camarero, que se apresuró a servirles lo pedido. Sólo a los hombres. Miraba Jaime a través de la gran copa de brandy, cuando bebía, el rostro moreno y distorsionado de Rafaela, del que se destacaban fantasiosamente los dos grandes ojos alargados en arabescos trazos. No se había marchado como fuera su intención, porque aquella mujer le atraía. Disimulaba con discreción. De sobra sabía que el territorio estaba vedado y él no quería provocar conflictos; no por cobardía sino por sentido común.
Tenía una baza en la manga. Conocía al gerente de la empresa, no tenía más que levantar el teléfono y podría obtener lo que quisiese. Tal vez...
Se despidieron cordialmente a pesar del abogado. La fina mano de la joven, cálida pero no sudorosa, apenas contactó unos segundos con la de él, que hizo ademán de llevarla a los labios, sólo ademán cortés.
Sus sueños fueron confusos.
Las vicisitudes de la contienda sufrida mezclaban sus imágenes con mujeres llorosas, huyendo, mujeres en manos de la soldadesca, su rostro que se perdía, la buscaba y se despertaba sobresaltado... Y su mente se llenaba de la chica en el club, y surgían de nuevo las preguntas sin respuestas. Tardaba en dormirse y cuando lo lograba volvían los viejos temas y la mujer de siempre.
¡Qué mundo tan interesante el de los sueños!
No conozco la teoría de Freud y la de la subsiguiente escuela psicoanalítica, creo por lo que he leído y oído que se ha llegado a un abuso del tema y tal vez a una sobrevaloración mal intencionada, fuente de credulidad y de desaprensivos. Pero es indudable que el sueño contiene claves dentro de sí y en si mismo que no tienen nada de casual ni son estrictos productos de una función neuronal desbordada.
La recurrencia de ciertos sueños en edades y épocas determinadas, la concordancia de los temas en distintos sujetos, el carácter a veces prospectivo... ¿A quién no se le han caído todos los dientes ante su aterrorizada impotencia?, ¿quién no ha llorado incansable, amarga y consoladoramente un llanto puro y sincero?
Me contaba un conocido que una vez había soñado con que se hundía un cobertizo de su finca... A la mañana siguiente, estando desayunando en ella, se hundía efectivamente dicho cobertizo; ¿cómo explicar racionalmente tal coincidencia? Y sin embargo debía tener una explicación.
No conocemos lo que nos rodea.
Aparentemente «nos hemos extendido y hemos dominado la tierra» como exigía la Biblia; pero salvo el daño infligido poco más hemos logrado, aunque nuestro orgullo de especie «sapiens» nos incite a desmentirlo. Aún desconocemos propiedades, componentes y reacciones de la materia, o no sabemos utilizarlas correctamente, no dominamos nuestros cuerpos a los que atacan nuevas enfermedades, los fondos de los mares nos son ignotos, el mismo Planeta es un enigma en sí... ¿Y fuera? ¡Ah, fuera un Universo pleno, o más de uno, que nos reporta más enigmas; y nos seguimos creyendo que somos los únicos, los elegidos, minúsculo grano de arena en desierto!
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2010 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Marzo 2012 |
Colección | Narrativas globales |
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