Los navarros, desde Roncesvalles, están acostumbrados al dominio de su tierra y en ella combaten con magnífico conocimiento de causa. Por ello, lo normal era formar partidas más o menos reducidas que tenían una alta movilidad y que zaherían al enemigo en cuantas ocasiones había.
»Así fue como en España realmente se luchó contra el francés y esa enseñanza tan reciente la utilizaron los jefes sublevados. Si añadimos además los otros factores que os he apuntado como la anarquía, la dispersión y más causas veréis que no podía ser de otro modo.
»Bien. Estaba como os dije mi bisabuelo Pedro María ejerciendo de cabeza del clan en Aoiz, cuidándose de que animales y personas cumpliesen sus obligaciones para con la casona, Señorío del Valle del Arce, obligaciones que a su vez él como señor tenía que corresponder. Las relaciones no contractuales pero como dicen en Inglaterra consuetudinarias eran leyes que se debían cumplir en estricta correspondencia de unos para con los otros y viceversa, de ahí su vigencia y su autoridad.
»No os extrañéis cuando lleguemos del tratamiento que recibo y es que ahí no podría ser de otro modo, rechazarlo equivaldría a romper los vínculos, a la ofensa; os lo advierto porque os puede dar una imagen deformada de la realidad o tal vez chocante.
—¿De manera que como en ciertas zonas de Andalucía sigues siendo el cacique, el «señorito» de la zona?... —andaba a la sorna el ex locutor.
—¡Pero Ramón!, ¿otra vez metes tu rojerío en la conversación?, ¿a que vamos a tener problemas como aparezca «la pareja» por aquí? —Luisa reía con sordina consciente de la inutilidad de hacer que el otro se aguantase los comentarios, pero la voz baja indicaba un verdadero temor.
—¡Qué va a venir por aquí, Luisa! ¿Tú has visto, claro que no porque nunca has viajado en primera, que la Guardia Civil moleste a los de esta zona? ¡Si ni les piden la documentación! Bastante tienen con molestar a todos los que llenan los departamentos de tercera clase...
—Hay cierto parecido pero muy remoto... No, Ramón. En Andalucía estas relaciones de, llamémosle vasallaje, se asientan en el dominio total del sistema productivo al estilo que implantaran los repobladores castellanos; el pueblo no tiene derecho a nada y recibe graciosamente la limosna que el señor le quiere dar, pero aquí en el Norte, más concretamente en mi tierra, como os he dicho toda la estructura viene de los conciertos y acuerdos antiguos establecidos entre los hombres libres. Aquí no se concebiría una situación social semejante a la andaluza.
»Tal es que no se concibe que nuestros hombres, incluido yo, nunca comprendimos cómo los comunistas podrían dominar en España, ni el por qué... No conocíamos o no nos interesaba conocer nada que trascendiese de nuestros amados valles y montes, y nos parecía que fuera de acá y nuestro orden perfecto lo demás podría ser extremadamente peligroso. Por ello nos sublevamos otra vez.
—¿En dónde estamos? —preguntó Rafaela con un deje de cansancio.
El tren, nunca excesivamente veloz, transitaba por vacilantes caminos, como dubitativo, planchando machaconamente los dilatadores del raíl con cadencia de marcha fúnebre y temblando convulsivamente cuando entraba en agujas. La tenue iluminación interna y externa apenas si permitía adivinar lo que se sucedía en el exterior, solo masas, blancos, pardos y negros para suponer y de tarde en tarde una procesionaria bujía confirmaba que entraban en alguna estación.
—Aquí han de cambiar la máquina... ¿Queréis bajar? —preguntó Jaime.
—Yo no —dijo Rafaela acomodándose aún más en su asiento. La misma acción por parte de Luisa indicaba a las claras lo que al respecto pensaba.
—Vamos a salir nosotros a fumar tranquilos y a tomar un café en la cantina; que no os ocupen los asientos... —Ramón ironizaba.
El último temblor retroactivo indicó que el convoy paraba. Bajaron los dos hombres, abrigándose en la tremenda noche castellana de agosto. La infame cantina surtía un café al estilo americano, esto es mucha agua caliente y poco café en las cazuelas, que se servía al más puro modo cuartelero para los viajeros que como hormigas salían del tren detenido. La habilidad del mozo, sirviendo el brebaje desde lo alto a los vasos alineados, era de admiración por lo rápido de la operación y la pulcritud y seguridad de la trazada, sin que se derramase ni una gota. Había muchos cafés servidos en ese maquinal movimiento.
Abigarrada multitud de personas macilentas, dormidas, machacadas y tiznadas del humo espeso de la locomotora, que buscaba desesperadamente agua o alcohol para soportar la égida. De los vagones de esa tercera clase sufrida y machacada salían en general muchos emigrantes de las tierras del sur, fácilmente discernibles por sus uniformes de miseria común que los marcaban. Iban al poderoso norte, imán industrial que los necesitaba aunque los despreciase. La guardia civil de servicio en el trayecto vigilaba a esa turba bastante de cerca incluso, a veces, solicitándoles las documentaciones. La atmósfera de la madrugada era turbia y desapacible.
Pudieron hacerse de sendos vasos de infusión. Luego optaron por coger otros dos para las mujeres. Al cantinero le pidieron una botella de coñac, de marca y sin abrir, con la condición de llevarse también los vasos. El pobre hombre buscó afanosamente algo tan precioso pues el coñac de marca y sin abrir era milagro hallarlo en tales establecimientos; encontrólo o fabricólo, lo que es igual, y en prevención despachó a sus clientes dos vasos de prueba «del que le quedaba»...
Salió el convoy de la tétrica estación con resoplidos y temblores de fiebres palúdicas mientras los dos caballeros, algo más entonados, llevaban como triunfos sus cafés y el coñac hasta el departamento privilegiado de primera.
No muy convencidas con la novedad quedaron las dos, mirando y remirando los vasos y empezando a sorberlos con precaución de sátrapa. Aún más reparos pusieron a la botella, pero al final accedieron a tomar un poco de licor mezclado con el café «solo para espabilarse». Ellos se sirvieron dos buenas medidas y se situaron cómodamente cerca de las chicas.
—Bueno, Jaime, que tiene más capítulos tu historia que El Quijote, ¿nos la sigues contando o no? —Luisa siempre dirigía.
—Claro, mujer. Decía que se inició la sublevación y cada clan se aprestó a la lucha buscando recursos, hombres y armas. Como es natural mi tatarabuelo era el jefe indiscutido en su pueblo y quedó al frente de sus gentes, previa limpieza de los elementos liberales.
»Hablar de limpieza es en sentido estricto, no había cuartel, o se estaba con o en contra y se arrostraban las consecuencias.
»En lo alto del valle, que también se le denomina Valle del Aézcoa como luego veréis, hay una fábrica de armas que entonces estaba activa y bien protegida. Estas fábricas estaban en tales lugares para aprovechar el carbón que los montes proporcionaban y las menas de hierro próximas. Fundían munición para cañones fundamentalmente. Era un objetivo clave y mi pariente puso todo su empeño en alcanzarlo. Zumalacárregui, jefe del bando carlista en Navarra, se movía a golpe de emboscadas y sorpresas intentando consolidad sus posiciones y, sobre todo, allegar recursos para formar algo parecido a un ejército. Pedro María se presentó en el cuartel general proponiéndole una acción arriesgada pero que podía darles buenos resultados, el asalto a la fábrica de Orbaiceta. Cuando el general cotejó los informes y confirmó el conocimiento del terreno que su joven faccioso le mostraba fue gestándose en su mente la operación, que no dudó en consultar a su novísimo teniente.
»La graduación no se le daba gratuitamente. Debía llevar el peso del efecto sorpresa siendo quien facilitase el asalto, como correspondía a su dominio del entorno. Marchó a Aoiz y organizó la partida.
»En la Navidad del treinta y tres, en riguroso invierno, sus hombres fueron ascendiendo por el Valle del Arce y sus vertientes, también por el paralelo Valle del Iratí. Lo hacían a veces como pastores que tenían que vigilar algún rebaño retrasado en bajar a los valles, otras como contrabandistas o viajeros que querían traspasar el mítico Roncesvalles camino de Francia. Se posicionaron en los altos contiguos a los senderos. El grueso del ejército se trasladó a las inmediaciones de la Sierra de Leire dando la falsa impresión de que trataban de escapar hacia Aragón y los gubernamentales se lanzaron tras ellos. Entonces entraron en acción los situados en la zona a batir y atacaron por el camino de Roncesvalles, para cortar las ayudas que llegasen de Pamplona y simular el verdadero objetivo. El brazo principal, con mi pariente al frente, ascendió por el Río Iratí... Como diablos arrasaron a los pocos guardias que estaban en las aldeas del valle, en Oroz fusilaron de inmediato al pelotón que se rindió sin disparar, los que trataban de escapar eran cazados por los hombres de las alturas, expertos en la caza del lobo y del oso. A los negros, como les decían a los cristinos, por la Regente, no se les daba cuartel.
»Pedro María se coló hasta el objetivo sin esperar la llegada de refuerzos. Allí, al pie de las alturas que rodean la inmediata frontera, los carlistas se encontraron a unos sorprendidos defensores que trataron desesperadamente de contactar con sus tropas; inútil, todo lo que se movía era abatido. Como querían llevarse la gloria del suceso acosaron con fiereza, piedra a piedra se adelantaron hacia las construcciones, mi pariente arrancaba bocados de rabia y cuentan que con sus manos acabó con los desgraciados que se le pusieron por delante... La estructura de las edificaciones, racional y ordenada, permitía desplazarse entre las zonas residenciales y administrativas y las fabriles con cierta comodidad, por sus patios de enlace, sin esperar emboscadas o cuellos de botella que impidiesen el progreso del ataque. Lo que llamaban «el palacio y dependencias anejas«, que era lo primero en el complejo, a su vez era objetivo principal, pues allá se encontraban sus posibles defensores. Fundiciones y talleres quedaban luego para ser ocupados.
»Los ecos de los disparos, de las explosiones, se multiplicaban entre las estribaciones pirenaicas, aumentados, repetidos, multiplicados como si una tormenta tremenda se hubiese desatado sobre la comarca. El bello paisaje mancillado por el hombre se estremecía ante los hechos de crueldad inaudita que se sucedían en su interior y todas las fieras huían del lugar, menos las fieras humanas a las que la sangre de sus congéneres excitaba. Los hombres, sudorosos en plena nieve, se mataban como podían y los cuerpos iban quedando en el manto blanco siendo testimonio del paso de la violencia. Aquellos montañeses tenían más consideración con la vida de una de sus vacas u ovejas que con la de un enemigo, aunque fuese casi un niño.
»Detrás subía el general intentando llegar a tiempo.
»Cuando llegó, la fábrica acababa de caer. Pedro María empujaba en persona al comandante de la guarnición para entregárselo al jefe. Siempre dijo, y lo llevó a galardón, que el abrazo de Zumalacárregui le valía más que los ascensos o medallas que posteriormente obtuvo durante la campaña.
»Muy pagado de sí mismo en su vejez recontaba la historia sin dejar de enumerar la cantidad de municiones, pólvora y fusiles que pudieron obtener en aquel golpe de mano y sin el cual, repetía, «nunca Zumalacárregui hubiese podido armar a su ejército».
—¿Pero esta historia no te la has inventado? —preguntó Rafaela.
—No, señorita. Es tan real como los lugares que encontrarás al llegar. Por allí os llevaré y recorreremos los mismos sitios que fueron escenario de estos hechos.
—¿Por qué vives entonces en Madrid?
—Pedro María se desilusionó pronto de la política que acompañaba a aquella causa, pero aún en la tercera guerra carlista ayudó a escapar por Roncesvalles al último de los llamados «pretendientes» que lo intentó. Su hijo José María, mi abuelo, pasó a Francia con los restos del desastre y en París hubo de vivir una temporada mientras dejaba a su mujer embarazada en la villa.
»Pudo conocer los grandes avances del siglo que finalizaba en la gran ciudad, llamada desde entonces la Ciudad de la Luz, y ello le volvió algo escéptico y lo desarraigó definitivamente. Al retornar con la Restauración aceptó un cargo gubernamental de cierta importancia y se vino para Madrid.
—Ya comprendo por qué te gusta tanto París —dijo Ramón.
—¿Es tan bonita como dicen? —a Luisa le interesaba mucho más este nuevo tema.
—París es París. Es indescriptible y quien lo intente siempre quedará corto. No son sólo sus palacios, sus grandes bulevares, es su espíritu, tiene espíritu propio que la hace única. La ciudad...
Mientras el tres silbaba por los páramos, despertando en la noche ecos no respondidos, mientras las almas sufrían una penosa travesía, unos en los pasillos, otros en los balcones de las plataformas, mezclando charlas, sueños, cuerpos y esperanzas, en otra parte del convoy la ciudad de Víctor Hugo, de Bonaparte, de la Revolución, iba surgiendo como en un milagro gracias a la voluntad y a los recuerdos de Jaime Echávarri.
Y las horas fueron pasando hasta que el coñac y el cansancio hicieron su trabajo. Cuando amanecía en el departamento 121 de primera clase del expreso Madrid-Pamplona, cuatro personas dormían plácidamente.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2010 |
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Fecha de publicación | Agosto 2012 |
Colección | Narrativas globales |
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