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Un día, una bomba

Madrid–París

Mariano Valcárcel González
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Luisa se levantó lentamente, como si le costase abandonar sus recuerdos. Ella también había querido a su manera. Desde aquella noche en la que sus dos juveniles cuerpos se enlazaron en tiernas pero amorosas caricias a Luisa le quedó siempre una yaga ardiente e inconfesable, que bien supo esconder y soportar. Su retiro aparente de la amistad de Rafaela era más bien fruto de su orgullo que de su sentir sincero; mas ella siempre mostró ser muy práctica en el dominio de sus emociones.

Cuando llegó la oportunidad de enderezar la situación no dudó en hacerlo. Y creyó su deber no abandonar a la amiga en el nuevo proceso en el que se encontraba, favorable para ella y muy de acuerdo con las ideas de Luisa. Por ello alentó, abonó y alimentó las relaciones de Jaime y Rafaela, dándose cuenta además de la necesidad que él tenía de que alguien de confianza fuese dirigiendo a la muchacha en el debido camino. De ahí la estrecha amistad que siempre y a pesar de los hechos posteriores mantuvieron Jaime y Luisa. Y no eran dos personas que coincidiesen ni por el origen ni por la cultura poseídas.

El tiempo le había dado una pátina de cierta clase y respetabilidad, aunque algunos toques en su maquillaje y vestimenta delataban a la mujer llamativamente ordinaria que fue. Gastaba de movimientos que creía eran elegantes y sus andares, con carga excesiva en las caderas, trataban siempre se marcar las distancias entre ella y los demás.

Antonio María la acompañó hasta la salida y prometió llamarla si se producían cambios. Dejó una nube nostálgica y un tierno sentimiento familiar en el hombre.

Subió a comprobar si lo prometido se cumplía y, en efecto, algunos de aquellos chismes habían sido retirados. Y el enfermo seguía vivo.

Las únicas veces que creyó ver a su madre, ya con la suficiente edad como para comprender y recordar, le seguían pareciendo terriblemente contradictorias y dolorosas.

La muchacha que lo llevaba al Retiro acostumbraba a dejarlo libre, mientras ella charlaba con otras, a sabiendas que no se metería en ningún lío. Una tarde, jugando en el monumento a Alfonso XII con otros chicos, se le acercó una mujer morena, vestida muy sencillamente, incluso con descuido. Tenía una mirada profundamente ansiosa y triste, enmarcada en grandes ojeras. No debía ser muy vieja.

—¡Qué niño más guapo! —le dijo acariciándole muy levemente la barbilla, con voz opaca y temblosa—. ¿Sabes que te veo muchas de las tardes que vienes aquí?, ¿quieres alguna chuchería, un barquillo? Ven que te compre algo.

Con suavidad le cogió la mano y lo acercó hasta el puesto más próximo.

Él no se atrevía a decirle nada, extrañado pero no alarmado, a lo más curioso e interesado. La muchacha sí que acudió al ver a una mujer con el crío, pero ella empezó a darle explicaciones tranquilizadoras; que si coincidían por allí muchos días, que si el chico le llamaba la atención por lo bueno y listo que parecía, que si ella misma conocía a ciertos parientes de la criada...Sonaban sus palabras humildes y sinceras.

Varias veces se encontraron allá.

Y el crío consideraba normal su compañía, el afecto que poco a poco le iba manifestando, los besos... Desde luego que la advertía mujer de baja condición, tal vez de los barrios periféricos y humildes que quizá no tuviese hijos; olía a colonia barata y ocasionalmente se le advertían en el rostro rastros de colorete o lápiz de labios, como si hubiesen sido limpiados con rapidez. Pero siempre tenía la misma y triste sonrisa y esas maneras apocadas que tanto le llamaban a Antonio María la atención.

Pero le contaba historias de catedrales, ciudades, altas montañas..., y se notaba su satisfacción cuando el niño le daba los datos que demostraban su precoz conocimiento.

—¿Has estado en París, Antonio María? —preguntó una tarde.

—No.

—Pues cuando seas mayor deber pedirle a tu padre que te lleve a París. Verás que de cosas bonitas hay allí. Yo fui a París varias veces. Mira, allí hay una catedral...

Le brillaban intensamente los ojos cuando le explicaba los detalles y características de aquella catedral enorme, llena de ventanales y cristaleras de colores, de grandes puertas con arcos de aguja preciosamente decorados, cuando le contaba las anécdotas y leyendas que la rodeaban, como aquella del Jorobado que era una historia de amor muy trágica.

Mientras Antonio María comía sus pipas, compartiéndolas, sentados los dos junto al estanque, lago para los madrileños, recorrían los bulevares parisinos, el gran mercado de flores, los personajes famosos que por allá vivían...

—¿Sabes que yo conozco a Picasso? ¡Sí, sí!, hasta tomé Pernod con él en San Germán, «san yermén» que lo llaman ellos, los franceses. Y a Dalí lo vi también por allí con su bigotito y su mirada de loco, ¿no te lo crees?

Desde que se producían estos encuentros tanto Benita como Antonio María habían guardado secreto frente a Jaime. Temía el niño que el padre no estuviese muy de acuerdo en ello y la criada sabía que cometía una falta grave permitiéndolos. Pero existían algunas coincidencias que llamaban la atención, ¿cómo podía saber aquella señora que su padre visitaba París?, ¿conocía entonces quién era?... Su padre tenía una foto, que él había visto, junto a una señorita en una gran plaza que no conocía fuese de Madrid, ¿tendría que ver aquella foto con la mujer?, ¿acaso no se parecían?... Pero la constancia del pensamiento no es una característica a esas primeras edades y lo que podía llevar a Antonio María a un encuentro total se le quedaba, para suerte suya y de los demás, en ráfagas de intuitiva verdad.

La historia era recurrente en la pobre solitaria que volvía una y otra vez a contar las mismas cosas, creando la certeza en el chico y en la chacha, a la que hacía partícipe y cómplice, de que su mente no andaba muy ajustada.

Surcaba los profundos mares de los recuerdos habidos y de los imaginados, en constante mezcla tal y como desesperadamente trataban de materializarse hacia la realidad del chico, para vivirlos otra vez con él o a través de él. Desesperadamente trataba de emerger de sus tinieblas y de sus vacíos, llenos de prosaica y terrible realidad, llenos de certeza en la culpa habida, buscando la absolución infantil en sólo una de sus miradas. Reiteraba balbuceos en busca de sus internas referencias, y no encontraba más que los mismos agarres a unos hechos que se perdieron tras la vuelta a la nada que aceptó voluntariamente. Llegaban y se perdían, casi sin aparecer, las alegres jornadas que pudieron ser infinitas e indefinidas, de haberlo querido. Goteaba el delirio desde sus ojos ya turbios por la degradación y las lágrimas.

Viendo que era inofensiva, aumentaba en ellos la conmiseración, pero se les fue haciendo ya pesada.

Volaban las palomas hacia el agua del estanque o ramalazos de viento fresco de la sierra levantaban remolinos en la tierra marcada de los surcos de antiguas aguadas, pasaban grupos de soldados en alboroto cuartelero y todos ellos eran ajenos al drama de aquella mujer y aquel chiquillo que quedo charlaban sentados al filo del agua. Pasaban y decaían las tardes también con inexorable uniformidad despreciando la caritativa opción de detener su curso para hacer más largas las veladas a aquella infeliz. Madrid seguía siendo la capital de un reino sin rey pero con un regente impuesto «por la gracia de Dios» y de su voluntad dictadora y a la provinciano-manchega urbe se le importaba una higa que el mundo de dos almas se encontrase y se dividiera entre sus esporádicos y cortos encuentros. Cuando los domingos tocaba la banda municipal en el quiosco del parque no era Rafaela quien acompañaba a Antonio María, día de fiesta y alegría, sino Jaime.

El último encuentro fue muy penoso, por lo excesivo y violento.

Estaban sentados en una glorieta, rodeados del frescor y perfume de unas plantas que vivían el esplendor primaveral, cuando un hombre muy delgado, demacrado y claramente alcoholizado, se acercó rápidamente y sin decir nada, por sorpresa, cogió a la pobre mujer por un brazo y la levantó bruscamente. La ira marcaba su rostro. Un sofocado grito, débil y desfallecido, salió de la garganta de ella que recibió un bofetón sonoro. Sin decir nada rápidamente se alejaron de allí. Benita no dijo nada tampoco, paralizada por la sorpresa de tal modo que no se podía ni levantar. Antonio María, aturdido, quedó aterrorizado al recibir la mirada de aquel hombre, directa a sus ojos; notó un inequívoco mensaje de profundo odio.

Como el caso no había sido para menos el crío no tuvo más remedio que contárselo al padre. Empezó por el final pero Jaime hábilmente fue enterándose de todas las circunstancias, los encuentros, las charlas, los temas, los días concretos en que se vieron con aquella mujer, su forma de vestir, la cara, voz, nombre... ¿Su nombre?, ¡nunca le dijo su nombre!, advertía ahora asombrado el niño, ni donde vivía, ni a que se dedicaba...

Una sombra discurría por el rostro del padre apenas refrenada la ansiedad pretendiendo revivir en los recuerdos sus propios recuerdos. Recuerdos de la mujer que traspasaban al padre a través de los recuerdos del niño. Triángulo roto. Temblaban imperceptiblemente las manos y cuando el chico salió esas mismas manos buscaron en el cajón la foto, tan guardada.

Las palomas revoloteaban a su alrededor cuando les hizo la foto un viejo republicano afrancesado, nostálgico a su pesar de una España inexistente, feliz de hablar libremente en español a españoles «de dentro». Le dejaron hacer y decir mientras positivaba la placa de aquella cámara oscura, misteriosa y secreta.

Intuía Jaime que el pobre hombre solo tenía una idea sobre «su» España y no se le pasó el cambiársela, total ¿a qué decirle que las algaradas de estudiantes, los plantes de los profesores desterrados posteriormente, algunas manifestaciones de los obreros eran silenciadas eficazmente, ocultadas al resto de la población que vivía entre el terror y el conformismo?... ¡La gran sublevación contra Franco nunca llegaría!, pero asintió ante la ilusión y anuncio de la inminente caída y alentó las ilusiones del fotógrafo.

Habían salido del Museo Rodin, el resumen-compendio tal vez más logrado del amor y desamor en carne viva, carne perpetua en broncíneas formas. Aunque al lado se situaba «la Gloria», así con mayúscula, de Francia, el monumento por excelencia a una «grandeur» que aquella República decadente ansiaba revivir, muerta y bien muerta tras la vergonzante etapa de la guerra reciente, Jaime gustó de pasar toda la mañana contemplando la obra portentosa del magnífico escultor. Entrando en el edificio Rafaela se dio cuenta de que aquello sólo podía estar en Francia. La pacata España impediría que la fuerza y la energía del eros rodiniano se mostrase tal cual y explícitamente al público. Esas obras habrían de considerarse obscenas como mínimo; ¿qué pensar, mejor, qué sentir ante «El beso»?... Pero Jaime además de coincidir en dichas apreciaciones evidentes le mostró la profundidad del trabajo del gran escultor y no sólo en esas sino en las demás obras. Cuando ella comprendió el proceso que eleva el metal a obra artística acabó por intentar descubrir casi milimétricamente todos y cada uno de los detalles de las esculturas.

Al salir dieron un largo paseo, rodeando el gran complejo de Los Inválidos hasta llegar al Campo de Marte donde se fotografiaron como dos típicos turistas. Todo allí era grandioso, monumental, desbordante.

Rafaela se saturó, en jornadas apretadas de estímulos, de sensaciones únicas y múltiples, que llegaron a hacerse indescriptibles e inabarcables. Igual penetraba en la abrumadora solemnidad de los palacios neoclásicos, macizos e imperecederos, que se hundía en un umbrío café forrado de maderas, dorados y modos versallescos ¡y caras consumiciones! Lo mismo que se cansaba al recorrer las interminables avenidas, le pasaba al internarse por las calles del Barrio Latino o de San Germán. Las gentes tan diferentes de las españolas, francesas y franceses fríos o distantes de aire demasiado altanero, en la raya ya del desprecio, que esa supuesta cortesía hacía más evidente. Sujetos mal encarados o vestidos de formas que en España serían arrestados de inmediato, los apaches pero también los de la eterna bohemia, por su supuesta peligrosidad y ¡qué hablar de las mujeres!, ¡qué piernas!, o los pantalones apretados, ¡mujeres con pantalones, lo nunca visto! Por no hablar de las que se dedicaban a la prostitución, también a la vista pública. Trataba de no escandalizarse porque Jaime no la considerase una paleta total, o beata, pero sus comentarios se le escapaban para regocijo del hombre.

Y siempre aquel río dividiendo y acercando, sirviendo de frontera tradicional entre barrios y castas y formas de sentir y de vivir. No faltó un recorrido por su corriente en calma, bajo los arcos de los múltiples puentes tendidos sobre sus muelles y orillas.

—Los ríos de aquí son más grandes que los de España, ¿verdad Jaime?

—En España padecemos de la pertinaz sequía, ¿no oyes a Franco que siempre lo dice en sus discursos?

—Venga ya, que siempre te burlas de mí —y se acurrucaba contra el varón tanto para preservarse del frescor del río como de los asaltos del remordimiento.

—Que te digo la verdad mujer... Sí, en verdad son magníficos los ríos de Europa, los hay mayores aún. Alrededor de estas corrientes enormes se ha desarrollado la historia, para bien y a veces para mal; las fronteras están marcadas por los ríos y ha costado muchas vidas el estar a un lado o al otro. Muchos cadáveres lleva este dentro. —mientras se deslizaba la barcaza entre los muros de piedra de los muelles a los que se asomaban los palacios de la ciudad como en ansias de reconocerse; de vez en cuando los árboles de las márgenes trataban de impedir tal coqueteo entre los edificios y el río, «malpensando» unos idilios imposibles.

Si se hubiesen contado los latidos de sus dos corazones hubiesen resultado contradictorios, el de él marcaba un tiempo tranquilo y sosegado en unos golpes marcados y precisos casi acompasados al sonido que escapaba del motor, mientras el de ella galopaba adelantándose a la proa del lanchón y adentrándose bajo los arcos de los próximos puentes hacia las agujas de la catedral próxima.

—¿Cadáveres? —se alarmó.

—Claro. París es este río y sin el mismo no habría ciudad. Desde el tiempo de los romanos, si no anteriormente, se tienen noticias de asentamientos aquí, hay catacumbas, cimientos de murallas y castillos, canalizaciones... Y luego palacios en gran cantidad, barrios de todas las raleas, iglesias supervivientes de revoluciones variadas... Pero es este río, el Sena, el que le dice a la ciudad lo que debe ser. Si algún día a alguien se le ocurriese darle la espalda al río ya esta población no sería la misma.

—¡Vamos, como el Manzanares en Madrid!

—Lo mismito, lo mismito —contestó con sorna.

Visitaron las Galerías La Fayette. En sus interiores comprendió que lo que parecía lo último en Madrid, lo nuevo y moderno, la moda, en París era ya de curso corriente, uso y costumbre. Descubrió el atraso que nos lastraba e intuyó la influencia que un régimen político absurdo y pacato ejercía en ese retraso. Jaime, con flexibilidad y mesura, le inculcaba su admiración por la cultura de allá de los Pirineos, no exenta de un ligero espíritu volteriano.

Luego, en el pequeño hotel de la Calle de San Andrés, tan íntimo y acogedor, tan limpio, donde no se les exigieron «los papeles» tan necesarios en España para poder convivir en la paz de una habitación, descansaban de sus cansancios físicos, de paseos y visitas, pero no de su compañía mutua y de su estrenado amor.

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Fecha de publicaciónOctubre 2012
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