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Un día, una bomba

Esos ojos

Mariano Valcárcel González
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Aparte del compañero andaluz próximo a mi escaño de diputado, y de los que sin más remedio tenía que tratar, por asuntos del partido o por los temas generales que se debían contrastar y poner en consenso con los de la oposición, poco contacto acostumbraba yo a tener con la clase política del hemiciclo. Sin embargo había uno en particular del que a veces no me podía despegar, no por nada sino porque el personaje parece ser me tenía cierta querencia y afición sin yo echar cuentas del por qué de tal arrimo.

Era este hombre navarro, y creo que por ahí iban los tiros al suponerme el sujeto ascendencia pura de la tierra, que demostraría el apellido que ostentaba yo. Miguel María Landáburu se llamaba. Estaba en el parlamento de Madrid llenando las filas de la facción nacionalista vasca.

Aprovechaba para abordarme los espacios de ocio y relajo que nos tomábamos entre tediosos discursos y exposiciones, que servíamos sólo para votar en grupo cuando los timbres nos llamaban al orden o cuando acudíamos —por cargo, defensa o ataque— a la tribuna. Claro que estos eran contados, como las habas. Y el mejor lugar de escaqueo era, ¡cómo no!, la barra del bar. Gran lugar ese, para entender mejor lo que sucedía, mucho mejor que escuchando en el hemiciclo las mortecinas voces de los supuestos oradores de turno; además en el bar se hacían y propugnaban los más extraños y divertidos negocios. A despecho de las adscripciones allí unían más las afinidades de intereses y se daban paradojas tremendas, acuerdos contra natura en apariencia, en los que se movían los arribistas como peces en el agua más turbia.

Cuanto más a la vista se pergeñaban estos contubernios más ocultos quedaban entre los cafés y las copas, como si los de aquellos aquelarres fuesen ciertamente brujos o brujas que adquirían transparencia y ubicuidad. Y ubicuidad porque a la vez votaban en el coso de la representación nacional.

Allí el gran Landa —que así le decía yo para joderlo un poco— se me colgaba en interminables peroratas, vozarrona de tribuno sin usar, huera y sin provecho, de lo santo y de lo sagrado, de las esencias y de las existencias, de lo diario y de lo porvenir. Acompañaba mi humilde café, o mi cerveza, casi siempre con una copa de ginebra, de donde deduje que el transparente y aromático destilado le era de común cata; pero cierto que solo la bebía si no había mucho personal delante y con gran discreción. Vestía siempre de terno, pulido y refinado, planchado e impoluto, acompañado de corbata a juego, fuese verano, invierno o entretiempo.

Por el porte y por la procedencia se deducía que usaba del uniforme de las gentes del Monseñor, obra central en Pamplona, de la que Landáburu había salido en leyes. No lo dijo nunca abiertamente, pero el tufillo a mí no se me escapaba. Y es curioso, que estaba alineado en la facción nacionalista vasca y no le importaba marchar con regularidad a las tierras aragonesas, tierras extranjeras pues, donde el Fundador había erigido su Santuario.

Debo explicar este comentario por los signos y señales que el contacto con el navarro se me fueron revelando, llegando yo a preocuparme realmente de que un sujeto tal manifestase tales barbaridades. Que militase en la formación vasquista no me resultaba extraño, que en Navarra la había, y eso no significaba en principio ninguna contradicción ni crimen ni ofensa. Que fuese afín al lehendakari de turno, navarro él también (y muy bueno y de comunión diaria, que decían algunos entusiastas defensores), no era de admirar ni de rechazar. Que se declarase, a lo largo de sus conversaciones conmigo, como independentista a ultranza, ya me dio causa de prevención y rechazo. Doble fanatismo, para mí imposible de comprender y de combinar, que tenía a la Obra como guía para su vida privada y a la Patria Vasca como meta de su vida pública.

Me reía de él en cuanto a su militancia religiosa, le fustigaba con chascarrillos sin demasiada mala leche, que él admitía y devolvía expresando «santa resignación», que sería su motivo de santidad. Sin embargo donde me estrellaba indefectiblemente era en la cuestión de lo que él denominaba —que era marca de la casa— «el contencioso vasco». Ahí no había nada que hacer y no se le bajaba de cuatro ideas matrices, expresadas con machacona insistencia a pesar de los argumentos en contra y de las evidencias que desmontaban tales fantasías. Era común que en ese terreno nunca avanzásemos.

—Landa, ¿te has escapado del foro? —se me echaba encima el tiarrón, arrimando banqueta, y haciendo señal al camarero, que ya sabía lo que debía ponerle.

—¡Peñazo de tío, tú, que no me enteraba lo que está defendiendo!

—¿Pero no va en vuestra línea, de acuerdo con vuestras enmiendas?

—Pues irá, digo yo; pero ni él sabe lo que dice. Cuando llamen lo voto y punto.

—Claro, tú estás acostumbrado a decir amén, como los monaguillos... Porque tú has sido monaguillo, ¿no?

—Como tantos...

—No, pero tú más, más... Ya sabes por donde voy.

—Lo sabrás tú, Echávarri. Como siempre, sabes mucho. Navarro tenías que ser.

—Descendiente, descendiente...

—El alma de la tierra se lleva durante generaciones, eso no se pierde nunca.

—Puede, pero no es carismático.

—¿No te sientes orgulloso de tus ancestros? —expresaba su ofuscada sorpresa. Yo no le iba a explicar todo lo que mi vida llevaba detrás, nada de propagandas innecesarias.

—De mi padre sí.

—El aitá, alma del caserío y tronco del árbol sagrado... —se le caía la baba desarrollando esa vena épica.

—Oye, Landa, ¿tú no eres de la ribera?

—Sí —se despachó un lingotazo de gin.

—Sabes de historia, ¿no?

—Pues claro... Ya se por donde vas, me vas a decir que los de la ribera...

—Siempre han sido diferentes a los de la montaña, Miguel Mari. No hay más que leer los hechos habidos. Nunca han sido euskaldunes.

—Eso son falacias. Manipulaciones interesadas del centralismo castellano. Navarra es la cuna y origen del País Vasco, de Euskadi.

—Me habré equivocado chico. Lo leído, demostrado y entendido durante tanto tiempo será un montaje... ¡Pero qué montaje, que se ha mantenido durante centurias!, ¡qué habilidad para urdirlo!, ¡pues si ya hasta dudo de si en la pasada guerra civil fueron los navarros los que lucharon a favor de Franco, penetrando en las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya!, ¿no serían franceses disfrazados?...

—¡No me jodas, Echávarri! ¡Sabes de sobra los que fueron!

—Sí, pero tú no lo quieres admitir. Mira Landa, ¿no era moneda común el enfrentamiento de las gentes de la montaña con los de la ribera?, eso debilitó mucho la energía del Reino de Navarra, que había sido, es verdad, potentísimo... Pero además, a ver, ¿qué pretendéis pues, la anexión?

—Claro. No la anexión, que eso suena a ocupación, la reversión a la nación vasca de esas tierras, las mías y tuyas, que siempre lo han sido... Su redención.

—¡Si no es así!

—¡Claro que lo es! ¡Eso es lo que no queréis entender muchos y ese es el problema que tenemos, el principal problema, el que no lo queréis admitir!

—Miguel, que...

—Nada, que por ahí no me vas a convencer, leche —y acababa con la bebida de un trago, ásperamente.

Así eran mis conversaciones con el diputado navarro que quería se formase la Gran Euzkadi, con su Navarra haciendo territorio común, y separado, junto a las irredentas tierras allende el Pirineo, y logrando crear lo que nunca existió. Extranjeros en su propia tierra.

Cuando se calmaba volvía a ser razonable, amigable, hasta desprendido y leal. Y católico recalcitrante miembro no confeso de la Obra. Pero a mí desde luego me daba cierto miedo constatar cómo la mente de este y otros se estaba ofuscando de tal manera y modo que de progresar sus interesados intentos nos podrían llevar a partes de nuestra historia, y reciente, demasiado tristes y peligrosas.

Pensé que los ultraísmos, en cualquier modo y condición que se diesen, eran sumamente nefastos para el desarrollo de cualquier sociedad civilizada y democrática y que siempre se sucedían sin remedio, cambiase como cambiase su definición y modelo. Miraba a aquel león, todo un cacho de pan en realidad, y me daba pena que se estuviese dejando corromper y ganar por algo que sólo le generaría un odio innecesario y virtual, nunca motivado por hechos concretos, contra los demás que no pensasen igual. Contra nosotros: los demás españoles.

Pensaba, y no se si estaría muy equivocado, que los intereses del País Vasco no eran los que se predicaban desde esas tribunas ideológicas. Con sólo evaluar lo que ellos obtenían del resto del Estado se podría observar que una postura independentista a ultranza y mantenida (peor si llevada a cabo) contra todos únicamente podría llevarlos al colapso. ¿Qué sucedería si el resto del país les diese la espalda?, ¿qué harían de sus industrias, de sus inversiones, de sus intereses empleados y de los que sacaban pingües beneficios?...

Creía por estas y otras razones que se debería imponer la lógica de los hechos y de la situación y, sin embargo, sentía un principio de pavor.

Marchaba por los pasillos congresuales, de rancias alfombras y pinturas imponentes, que todavía me parecían a mí impregnados de los ecos de los grandes oradores de antaño, los de la Primera República, los de la Restauración, los de la Segunda... Oradores de verborrea tremenda, apenas preparadas unas notas en las que llevar el curso del tema, que era a veces también olvidado por el ponente llevado de su entusiasta declamatoria. A nuestra luz de rastrera eficacia esos tipos eran todo menos positivamente concretos; y es verdad que a algunos sólo les parecía importante su lucimiento como vates y lumbreras, su megalomanía, ecolalia íntegra de vieja oratoria que aún pervive en parte de la clase política de los países hispanos; pero ¿y ahora nosotros?, ¿qué imagen dábamos allí en esa tribuna? (tribuna, de los tribunos romanos, los magistrados de la Roma republicana, que debatían y se jugaban su carrera pública en esas lides)... Pocos subían, por las limitaciones del reglamento, corsé para que sólo los cuadros importantes de los partidos llevasen la voz cantante, y los que subían apenas si leían sus folios a veces trastabillados, sin gracia ni concierto, sin matizaciones en la alocución, con voz fúnebre y cansina. Sólo si los líderes máximos tenían que lidiar se imponía cierto interés, y de estos, tres o cuatro destacarían en elocuencia.

Precisamente tras dejar a Miguel María, que quedó rezongando sus afrentas nacionalistas frente a la copa, al discurrir por los pasillos me crucé con quien era látigo de oradores y quien manejaba con mano férrea los hilos del Partido.

—Echávarri, ¿está listo ese informe sobre Defensa que se te había encargado? —me paraba agarrándome del brazo el mismísimo Alfonso Guerra.

—Sí está, Vicepresidente, y lo iba a entregar un día de estos al Ministro.

—Bien, que él tenga una copia pero a mí debes pasarme otra, ¿de acuerdo? —me miraba el Vice con esa atroz y tremenda mirada, fija y candente; la que hacía temblar a más de una y de uno del partido. El Vicepresidente no sólo aparentaba, es que ejercía tal control en las filas que se llegaba a decir que había expresado una frase referente a quien sí o quien no estaría en la foto, o sea, a sus órdenes.

—No hay problema, le paso a cada cual lo que necesite. ¿Alguna otra indicación?...

—Tú no necesitas indicaciones Echávarri —expresaba su voz la socarronería de la que hacía gala y que uno nunca sabía si era laudatoria o admonitoria—. Tú eres una máquina de trabajar y gente de fiar.

—Hago lo que debo...

—Como todos, hombre. Nos debemos al Partido y al pueblo que nos votó. Eso ni hay que decirlo, al menos entre nosotros; pero a veces hay gente a la que se le olvida y se le debe recordar...

—Para eso están el secretario de formación, el de organización...

—Demasiados «ones», amigo Echávarri, demasiada burocracia que nos está agobiando. Y muchos se creen que soy yo quien la estoy fomentando para controlarlo todo —me daba la impresión de que «El Guerra», como se le decía, tenía ganas de hablar, de echar cosas para afuera, y eso me resultaba extraño dado que yo no era de los de su círculo. Avanzábamos a paso lento por las salas, de vez en cuando interrumpidos por saludos hacia el jefe; pero nadie se acercaba porque se daban cuenta de que no era momento oportuno. No había que molestarlo, eso era un error imperdonable—. La envidia es muy mala consejera, amigo, y cuanto más parece que subes más te intentarán derribar... Lo tengo claro, a mí no me asustan los de enfrente ¡A esos me los meriendo yo de dos bocados! Pero los de dentro dan navajazos que destrozarían a un hipopótamo.

—Es que creo que algunos se han arrimado al árbol que les da más sombra... Pero quieren subirse a él.

—Es verdad, pero no hemos tenido más remedio que aceptarlo, por muchas razones, y no es la menor la de contemporizar con el enemigo. Así se construye la democracia en paz, si no..., ¿crees que nos iban a dejar tan tranquilos? Acepto que puede que no se nos comprenda ¡Anda que el papelón que he hecho yo con el asunto de la OTAN!, y me lo he tenido que tragar, yo precisamente.

—Muchos, Vicepresidente. Todavía no lo tengo claro. Puede que se nos pase el cobro por estas contradicciones. No se puede jugar con la gente de esa manera.

—Mira, para jugar con el público no me negarás que tenemos un diestro, primer espada, incomparable. Él solo es capaz de convencernos que es de noche cuando es de día. Ya verás, ya verás de lo que es capaz...

—No lo dudo. Vale mucho y tiene eso que define a todo un líder. Será hombre de historia, junto a ti...

—¡Vaya Echávarri, no sabía yo que también eras un pelota rematado! —rajaba su voz el aire de las salas, deje andaluz exagerado en tono y timbre, en remate de conversación.

Me dejó anonadado, confuso y avergonzado.

Avergonzado de mi propio servilismo, que se me había escapado tal y como lo ejercían los demás —«Al jefe dale vaselina»—, y así lo había hecho de la forma más baja. Me salí corrido y deseando que no hubiese ningún testigo por medio.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónAbril 2013
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