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Un día, una bomba

Intercambios

Mariano Valcárcel González
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Mala jornada.

Llegué a mi domicilio todavía de mañana y mi padre me invitó a salir con él en un breve viaje. Iba a un pueblo de Toledo para ajustar unos asuntos en una notaría, a cargo de un cliente. Cosa de ir y venir en la misma jornada. Me venía bien. Necesitaba relajarme y olvidar la conversación, mejor el remate de la conversación con el Vicepresidente.

Conducía con tranquilidad, le gustaba, y a pesar de la endemoniada salida de la capital y su endemoniado tráfico, capaces de desquiciar al conductor más templado, él disfrutaba al volante. Verdad que el vehículo era cómodo de gobernar.

La conversación era trivial, de circunstancias. Hasta que no pude aguantarme más y le conté lo sucedido en al congreso, y por supuesto lo que me quemaba del mismo.

Se echó a reír con ganas.

—¡Pardillo, que eres un pardillo, parece mentira!

—Pero papá, es que a mí no debía haberme pasado eso, es que yo no soy así...

—Puede, nunca lo hubiese imaginado, es verdad, pero a veces el subconsciente nos traiciona y hace florecer algo que llevamos dentro, incluso que no conocemos que lo llevamos.

—Papá, ya sabes que los curas acostumbraban a que hiciésemos bastantes exámenes de conciencia, soy práctico en eso de mirarme hacia dentro...

—No es lo mismo. Lo de los curas se dirigía hacia el dominio de la conciencia y la voluntad «por el otro»; esto es lanzarse al juego de la sinceridad sin engañarse ni mentirse, es el descubrimiento de uno mismo, sin trampas. Es mucho más valiente.

—Yo es que no lo comprendo. No me supone esfuerzo el descubrirme...

—Nunca se llega a descubrir uno; nunca.

—Puede.

—Seguro, hijo. Yo todavía no me conozco bien y creo que me moriré sin llegar a ello. Pero pasando a lo que te ha sucedido, creo que no te lo debes tomar demasiado a la tremenda, por saberte sorprendido, o sea que no lo tenías premeditado. Te contaré hasta donde se puede llegar...

En tiempos de caudillismo, de dictaduras, es cuando se contemplan las máximas muestras de seres serviles y de métodos serviles que se puedan imaginar. Como lo importante es estar colocado entre los afectos, nunca aparecer como tibio y mucho menos como desafecto al régimen correspondiente, los sujetos que quieren pasar por leales a ultranza lo intentan demostrar y publicitar. Que se sepa, es lo importante.

En el régimen de Mussolini se acuñó la frase «El Duce siempre tiene razón», y dime tú quién era capaz de llevar entonces la contraria; quien se la inventó debió ser uno de su círculo y que tal vez luego votase su defenestración en el congreso fascista que propició el cese y apresamiento del Duce.

Con Hitler se estableció como cosa muy positiva «Caminar en la dirección del Führer», y así se decidían y se hacían cosas que se suponían las hubiese dicho y hecho el propio dictador y que indefectiblemente —de conocerlas— las autorizaría. Eran coartadas para justificar los excesos realizados. Igual se marchaba tras la estela del líder en Rusia, tras el Gran timonel en China (o el pensamiento de Mao), y tras el Comandante... En fin, que siempre existen quienes se escudan cómodamente tras la adulación para así medrar, subir, aprovecharse. En general para beneficio propio o de su gente en exclusiva.

Se forma así un cuerpo pseudo doctrinario, intocable cuanto que nunca será demostrable ni refutable. El dictador de turno se encuentra cómodo entre ese envoltorio y hasta termina creyéndoselo, fíjate en Franco que era Caudillo «Por la gracia de Dios» y nadie se atrevió (menos, la Iglesia) a rebatírselo.

Me acuerdo de un caso que me sucedió en la guerra.

Marchaba con mis hombres a Salamanca, para formar parte de la celebración de la exaltación a la Jefatura del Estado del general Franco. Allí se celebraría una parada militar y de las milicias. Estaba en pleno proceso la construcción del pedestal ideológico que facilitaría el ascenso no ya a Generalísimo, sino a Caudillo, del general. Los requetés lo veíamos con claridad: aquello que se estaba engendrando podría engullirnos, anularnos dentro de una amalgama informe que sólo valiese para provecho del militar.

Nos valía el evento para olvidarnos y alejarnos algo de los frentes de batalla, del horror casi cotidiano. Pasábamos a retaguardia, nos facilitaban ropa limpia, mudas, mejor comida, nos renovaban el equipo... ¿Qué más pedir?

Ya en la ciudad universitaria y acomodados relativamente bien, los oficiales, siempre uniformados desde luego, nos dedicamos a recorrerla. Banderas de España, de la Falange y las Requetés por todas partes, y la italiana y las de la esvástica. Nosotros procurábamos saludar militarmente, a los requetés en realidad nos repugnaba levantar el brazo a la italiana, pero como nunca faltan quienes, como estoy diciendo, siempre van más allá de lo exigido a veces nos veíamos en la tesitura y el dilema de contestar a esa forma de saludo del mismo modo.

Un teniente de mi batallón era radicalmente tradicionalista, de los de la medalla en el bolsillo derecho de la camisa, el rosario y una cruz al cuello, o la estampa del Sagrado Corazón prendida. Y odiaba a los falangistas. Así que nunca levantaba el brazo, así lo atasen. Tuvo la mala suerte de meterse en una reunión de oficiales alrededor de una mesa de café. Cada cual y cada quien charlaba de lo hecho y de lo que iba a hacer, de las anécdotas de los frentes, lo normal para esos casos. Eran de procedencias diversas. Llegó en mala hora un jefazo falangista, todo correajes relucientes, pistolera notoria y polainas altas; le seguían algunos secuaces a modo de escolta. Todo el mundo en el local se levantó, brazo en alto, al grito unánime del «¡Arriba España!»... Todos menos este oficial que menciono, que, levantado, únicamente se cuadró. El falangistón ni se dio cuenta y nada habría sucedido, pero uno de los de la comitiva volviéndose todo airado le gritó:

—¡Salude usted como es debido!

Y él continuó de pie y en posición de firmes. Ten en cuenta que el local estaba techado y las gorras quitadas, sabes que en esa situación un militar español no saluda con la mano a la cabeza.

Se montó la de Dios es Cristo. El falangista aullando; su jefe pálido como la cera, los otros militares de la reunión estupefactos, alguno rojo, alguno blanco. Salieron, sí, salieron a relucir pistolas... Si el capullo del cancerbero se hubiese estado quieto nadie hubiese ido más allá, pero era de los de – «y yo más» – así que debía demostrarle al jefe que a falangista nadie le ganaba, y pretendió obligar por la fuerza al teniente, que como ya andaba con la mano en su arma le descerrajó un tiro en plena cara. Lo tumbó.

Perdimos un buen teniente, que podría haber llegado a más en la contienda, pero que fue fusilado casi de inmediato por orden del mismísimo Caudillo.

Cosas, como ves, de estar en la estela, de adelantarse a lo que se te va a pedir o indicar; en suma, maniobras para ascender.

Llegados al pueblo se tramitó lo que quería mi padre, papeleo necesario en una sociedad como la nuestra, llena de leyes y expedientes que luego se van perdiendo en la bruma de la inutilidad y de los trasteros. Herencias y herederos ansiosos de tirarse al botín para repartírselo. Fincas y campos, en apariencia tristes páramos de monte bajo que luego se convertirían en terrenos aptos para especular con ellos.

A la vuelta dimos un rodeo para acceder hacia Madrid por la carretera de Andalucía. Y nos paramos en Aranjuez. La misma pasaba junto al palacio real allí situado y a los ya inmortales jardines elevados en notas musicales por el Maestro Rodrigo.

Yo le había ido dando vueltas a mi cabeza con todo el asunto de la ida y seguía sintiendo una vergüenza invencible hacia mí mismo. Caía la tarde en la vega del Tajo y las sombras alargadas de la arboleda y del edificio real nos cobijaban, como si se sintiesen solidarias conmigo.

—¿Y qué te dijo Guerra, aparte de llamarte pelota?

—¡Joder, papá, cómo te ensañas!

—Venga hombre, no te mosquees. En serio: ¿de qué hablasteis?

—De todo un poco: que tenía que darle unos papeles, que se sentía como cercado por quienes buscaban su caída... Me dio la impresión de que quería desahogarse.

—Y puede que fuese así. Estas personas, en lo más alto del poder en un momento dado, si no están todavía demasiado ciegas por lo mismo se sienten en terreno inestable; pero puede ocurrirles que se vuelvan paranoicos, obsesivos, esclavos del aterrador mundo de la persecución, la traición y el engaño. No pocos han terminado así y han realizado las mayores barbaridades por esta causa, sobre todo los que comentábamos esta mañana, los que se encumbran en lo alto de un poder omnímodo y vitalicio.

—No es el caso.

—No creo. Pero me da al mirar las fotos de este hombre que tiene un fondo de locura, un brillo delator en su mirada, bueno, tal vez sea efecto de esas grandes gafas que lleva y los cristales...

—¿Sabes? Creo que eso mismo es lo que nos quiere hacer creer. No te olvides de su afición al teatro, a la literatura; creo que es un actor frustrado que ahora se aplica a utilizar ante la audiencia los trucos del oficio. Para mí que disfruta en esa pose de enfant terrible, que se parte interiormente de risa al ver al personal desencajado en cuanto su terrible mirada les enfoca. Se palpa sin embargo la ironía debajo de esa máscara, eso sí, tremenda ironía. Es lo que esta mañana ha hecho conmigo.

—Sí, llevas razón, es un redomado actor y hace el papel del malo para proteger a su amigo, que debe ser el poli bueno. Y no me pierdo ante González, porque creo que es hombre de mano de hierro, pese a su aparente insustancialidad andaluza.

—Nada de insustancialidad, padre, nada... Quienes han estado en sus concilios privados saben de la dureza de sus expresiones y de lo tajante de sus órdenes.

—Así debe ser. Un gobernante, y en España más, debe llevar firmemente su timón, saber lo que quiere, adivinar las trampas por donde lo quieren hundir, admitir los consejos pero seguirlos según su criterio y sobre todo no dejarse arrastrar por el pánico, nunca, aunque sea en la situación más desesperada. Y creo de veras que ese andaluz sabe hacerlo. Esto te lo dice tu padre, que creo no peca de ser un rojeras...

—¡No, si todavía te veo apuntado al partido socialista!

—Nunca. Yo soy de derechas de toda la vida, vamos, de los de ley y orden (o Dios, Patria y Rey, según). Lo que pasa es que ser de derechas no es estar ciego ante lo que es lógico, lo que conviene a todos, lo que puede servir para una mejor convivencia... Lo otro no es ser de derechas es ser un fascistón como la copa de un pino, sin nada en la cabeza sino serrín y odio. Esos tiempos de los espadones, los pistolones y los taconazos deberíamos olvidarlos para siempre.

—Si muchos de tu generación pensasen como tú...

—Los hay, no lo dudes. Lo que me extraña es que los de generaciones posteriores se comporten ahora como calcos de esos otros de antaño. Es lo que no me entra en la cabeza. Las fórmulas ya caducas no sirven, hay que innovar, ser valientes y dar pasos hacia delante: nada de añoranzas sin cuerpo ni sustancia.

—¡Eres progresista!

—De derechas.

Nos reímos con ganas.

Volvimos a la capital envueltos en humo de camiones y demás vehículos que pugnaban por penetrar en la misma, todos en el embudo de la M-30 todavía definiéndose. Las luces se encendían entre el oro del sol ya en el ocaso y las siluetas oscuras de los bloques de pisos baratos, los cuarteles, el río fenecido y olvidado, riachuelo no más, y las arterias punteadas de intermitencias ámbar, rojas, blancas. Casi onírico, casi irreal, como si nos transportase una cinta continua y sin fin avanzábamos hacia el centro de la gran urbe. Mi padre conducía con su precaución y suavidad acostumbradas y yo me adormecía en el asiento, abandonándome a la seguridad de su pericia.

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Fecha de publicaciónMayo 2013
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