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Un día, una bomba

Grandes esperanzas

Mariano Valcárcel González
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Tras sí cerró Antonio María.

Su cara acusaba la mala noche pasada. Creyó que iba a descansar y no fue así. A pesar del fuerte café administrado salía de la casa como si no hubiese dormido. Arrancó el vehículo, que estaba en la zona privada de un garaje cercano, y cruzó las avenidas y calles madrileñas camino de su bufete de abogados. Circulaba con tranquilidad y al hacerlo procuraba no crisparse, cosa difícil en esa ciudad laberíntica y monstruosa, llena de gentes que al volante de cualquier vehículo sacaban a relucir sus otras personalidades, quizás las verdaderas, por cualquier excusa o contratiempo. Los atascos siempre.

Se dio cuenta de que no había llamado a Sebastián y no se perdonó tal olvido. De lo que no se daba cuenta era que una motocicleta lo seguía.

Luís Garmendia pertenecía a una familia de bien y de orden —con una fuerte raíz en el tradicionalismo— y sobre todo católica, incluso tenía una tía monja, no se diga más... Sí, Garmendia era un buen navarro.

Claro que también tenía un tío díscolo y borrachín que había traicionado a los ancestros con su conducta. No sólo era una oveja negra; es que había cometido crimen peor ¡es que se había ayuntado con una andaluza! ¿Dónde la honra y limpieza del linaje pues? Para la monja todo eran bendiciones; hacia el tío Cosme todo eran maldiciones. Por eso, cuando alguna vez cometía faltas, le espetaban que se parecía a su aborrecido tío, que era igual que él. Físicamente se le parecía, no había duda, se veía en las fotos y Luis podía pensar como sería cuando fuese mayor sólo con ver a su tío. Buen físico pero no demasiado alto, con los azules del Pirineo en la mirada, gesto que aparentaba siempre decisión aunque una nariz en gancho dejaba una sombra de duda, de constancia en el esfuerzo. Se preguntaba el chico si no acabaría como Cosme...

Creció con una clara delimitación de los valores que debía aprender, observar y defender. Estudiando en un colegio de curas pues, todo en orden y concierto estaba.

Chico de oración continuada, amor al padre y a la madre, amor y respeto —ante todo— al solar patrio, dador de palabra inalterable, fiel a sus amigos. Era cívicamente ejemplar y moralmente irreprochable. No hacía duda ni cuestión de lo escrito, ordenado, dictado, como estado y cosa natural. Admitía la jerarquía y la respetaba... Hasta que llegó el cura.

Duro, adusto, de formas bruscas y reacciones tremendas. Cuando surgía su ira mejor no andarse por su lado. Se hicieron famosas sus bofetadas, que levantaban del suelo a cualquier chicarrón del norte. Si embargo cuando estaba de buenas era de suave palabra, insinuante y convincente. Para él existían dos verdades inalterables e inamovibles: Dios y Patria, entendiéndose por dios el de la Iglesia Católica y por patria sus provincias vascas unificadas: la Euskalerría. Y toda la ciencia y todos los estudios habidos no modificaron su criterio.

Andaba siempre de forma pausada, incluso mayestática, puesto en la trascendencia de su persona y de su mensaje; cuando alteraba la compostura se sentía una explosión a su alrededor, tal vez inevitable e incontrolada, de la que seguro luego, en la más estricta intimidad, se arrepentía. Los ojos vivarachos e inquisitivos dominaban la enjuta cara pálida del sujeto, donde únicamente esos accesos de ira animaban unos tintes cárdenos en las ojeras, como si la sangre tratase de brotar antes que colapsase la zona cerebral. El cuerpo era invisible dentro de la sotana, que no se quitaba nunca. Así que de su persona todos conocían su cara y sus tremendas y peligrosas manos, y no otros detalles.

Hasta en eso se mostraba cerrado e inaccesible el preste.

Había ido el sacerdote creándose un núcleo de alumnos fieles, con los que juntábase en sanedrín secreto. Eran los privilegiados en su afecto y eso se notaba, se salvaban aunque no siempre de sus iras. Nadie sabía a ciencia cierta qué temas se trataban en aquellas juntas tan privadas, pero se rumoreaba que era cosa de política y de antifranquistas.

Luís logró entrar en el conciliábulo. La realidad es que fue el cura quien lo captó pues era él quien seleccionaba a sus discípulos. Se les veía por los largos pasillos de aquel colegio antiguo, cuna de católicos navarros fieles al Castillo de Javier y su peregrinación identitaria. Solía el preste agarrar por la nuca a su juvenil presa y con persuasión o admonición (desde lejos los gestos le delataban), aleccionaba en lentos e interminables paseos al sujeto designado. Por los grandes ventanales se veía a la pareja deambular, cabeza gacha el jovenzuelo, con marcado ritmo pendular y monótono discurrir.

Luis los sufrió. De ellos sustraía el adulto, fiel y obseso en su doctrina, los datos que le servirían para ir clasificando a su grey, la selección inequívoca del personal. Era muy importante esa selección, de la que sin duda extraería sus mejores guerreros en la lucha que se avecinaba. Caían las lluvias en los inviernos norteños y la tristeza del lugar se prolongaba, como las gotas resbalando por las cristaleras, pasos mortecinos y huecos acompañados del rumor cansino del agua. Y la voz ora suave, ora tronante, machacando la conciencia del catecúmeno.

Otra historia distinta se vivía cuando juntaba a sus discípulos. Los recluía en su despacho: el sancta sanctorum al que sólo los elegidos tenían acceso. Lugar en el que surgían y se materializaban los ectoplasmas fantasmagóricos de las epopeyas contadas. Aunque el local era austero en mobiliario y decoración (todo oscuro y rancio con un crucifijo en presidencia de sala y sobre todo el gran cuadro renegrido en el que apenas se llegaba a vislumbrar a un clérigo en actitud pensativa), las palabras del cura trascendían el parco escenario. Los chicos se distribuían entre algunas sillas y un sofá desvencijado de cuero raído.

En aquellas charlas el cura se transformaba: les hablaba de unos tiempos felices anteriores en los que la tierra patria, que incluía desde luego territorios a ambos lados de las fronteras, los de la etnia vasca, pura y libre en comunión directa con Dios, que sin duda alguna los había elegido. ¡Eran un pueblo bíblico! Y como tal tenían obligaciones.

Habían sufrido opresión, la sufrían todavía por culpa de la traición de otros vascos, los que colaboraban con «los otros»... Y cuando despreciativamente pronunciaba «los otros» aclaraba que se refería a los de Madrid, los castellanos, los denigrados andaluces. Pueblo bíblico, ¿no era obvio?, aguantaban la opresión que pronto, muy pronto se quitarían de encima, con la ventaja de que ellos no tenían que ir a buscar la tierra prometida, pues en ella estaban. Tenían también su Faraón: el odioso General, que les había ocupado con su ejército y su guardia civil.

Le brillaban al hombre los ojos en su santa ira, y su boca se deformaba cuando arrastraba las proféticas palabras deletreándolas casi, para maldecir o para anunciar los males que caerían sobre tanto inicuo. Sublimaba el gesto en beatífica visión, acompañando de gesto descriptivo, como si en efecto viese lo que describía, ante las imágenes de la arcadia perdida. Acaso veía como en una proyección, por las paredes, discurrir esas imágenes imaginarias y virtuales y acaso también las adivinaban e imaginaban los chicos, presos de su éxtasis tribal. Acaso alguna vez hasta parecieron verdaderas.

Ellos, sus chicos, eran su esperanza, debían ser su esperanza, porque los tiempos cambiaban y se avecinaban grandes transformaciones. Tenía que forjarlos, endurecerlos. Tenía que dejarlos listos para la lucha.

Luís no veía al principio nada de todo aquello.

Él vivía tranquilo con su familia; sus padres estaban situados en sus negocios, sus amigos podían salir a la calle, jugar en el frontón, ir al cine sin que nadie los molestase. Sí que era verdad que debían cuidarse de algunas cosas, como no hablar mal y según en qué lugares del General; no acercarse por el cuartelillo por si acaso, tratar de no mezclarse con maketos..., cosas normales y llevaderas.

La caída regular, persuasiva y lenta de las ideas creadas por el cura, en las mentes de aquellos muchachos, hacía su efecto. Poco a poco iban estando maduros. El mosén reaccionario sentía crecer su cosecha con íntima y violenta alegría, mesiánica. Les contaba las gestas de aquellos gudaris que desde los remotos tiempos habían defendido valles y montañas, contra todos los que por allá arribaron... ¿Carlomagno?, ¡se marchó con el rabo entre las patas y perdiendo parte de su ejército!; ¿los moros?, ¡qué, quién había visto en su tierra ningún vestigio de su presencia!; ¿cuándo se atrevió el todopoderoso Felipe II a ir hasta allá?... ¡Y sus marinos, sus arranchales, cómo habían llegado hasta los mares más lejanos! Tenían de sentirse muy orgullosos de su historia. Cuando algún muchacho preguntaba por la historia más reciente, la de la Guerra Civil, les explicaba el pundonor y la valentía que las tropas vascas habían demostrado, en lo que él nunca llamaba guerra civil sino «guerra de liberación». Omitía la verdad de la rendición, antes ante tropas italianas que españolas, y a despecho del desastre que acarreaban a la República que continuaba en su lucha. No les explicaba que traicionaron a la República atea porque se lo tenía merecido. No les decía que entregaron a Franco unas industrias sin desmantelar ni que el dictador les premió el gesto manteniéndoles sus privilegios económicos.

Tras la siembra, la cosecha. Y al fruto obtenido, procesarlo, transformarlo. Se formaba así algo que con el tiempo, escapado de control ético o moral, incluso doctrinario, se transformaría en un monstruo sediento de sangre.

Salían por las puertas del docente edificio, piedras venerables, sillares nobles, fábrica robusta que había sobrevivido a los inviernos húmedos o nevados, a los crueles fríos que caían del Pirineo, a los embates de las contiendas. Palacio religioso en el que se habían mantenido los clérigos de aquella orden, incluso en la ruina de la desamortización, dentro de sus aulas, de sus claustros interiores. Por la fachada renacentista, severa y exenta de adornos innecesarios, se deslizaba el grupo hacia las excursiones por la geografía patria que el clérigo programaba, que no dejaba nada al azar.

Al explicarles e interpretarles lo que visitaban, lo que veían, a veces se expresaba en una lengua que a Luís le era extraña, que él decía era euskera, o euskara, o eúscaro, la lengua primera y nunca olvidada, desplazada por los invasores pero que se volvería a hablar muy pronto y sería la única que los nuevos vascos aprendiesen. Y a ellos se la iba enseñando en los términos y vocablos de uso, en los topónimos, en los patronímicos. ¡Qué sorpresas se llevaban cuando les indicaba el verdadero significado de los apellidos!

Sus padres veían con cierta preocupación estas lecciones patrióticas, no porque no las compartiesen, que en parte sí, sino por el peligro que representaban. Sabían que el cura obraba con ventaja, pues la situación de privilegio del clero le evitaría siempre lo peor, pero en el caso de los chicos les sería difícil escapar a cierto castigo, si es que había clemencia. En consulta secreta los padres decidieron que al finalizar el curso lo trasladarían aprovechando que podía pasar a cursar estudios superiores.

Pero no sabían que el huevo de la serpiente ya estaba anidado.

Precisamente hubo una gran redada en la universidad. La policía política actuó y se pudo comprobar que tenía buenos informes sobre lo que se estaba gestando, sobre todo después de que se produjese el primer asesinato.

Entre las redes pescaron a Luís Garmendia.

Apenas unas referencias: esas reuniones, esos contactos con simpatizantes separatistas... Poco en realidad pero sí bastante pare ellos. Tal y como estaba la situación política y social aquello podía ser cosa grave si pasaba al todopoderoso Tribunal de Orden Público, o quedarse en algunos bofetones en la comisaría. Sus padres, reconocidos tradicionalistas, apelaron a estas filiaciones para que les devolviesen al chico, que, en efecto, solo había recibido todavía un par de «caricias».

Lo mandaron a estudiar a Madrid, a casa de su tío el réprobo. No tuvieron más remedio para alejarlo de aquellos inseguros ambientes.

El conocimiento de la capital de España, de las Españas, le servía mucho al terrorista Luís Garmendia y a la organización.

Era el sujeto ideal para moverse por aquella macrociudad, abigarrada, informe y cambiante cada dos por tres. No solo su conocimiento sino también la identificación con el medio, pareciendo uno más de los madrileños no nacidos en la ciudad. A madrileño no le ganaba nadie, en apariencia.

Obedecía ciegamente las órdenes recibidas y trataba de llegar a la ejecución sin fallos ni errores. No se cuestionaba nada que pusiese en tela de juicio los objetivos pretendidos, teóricos, estratégicos o tácticos. Se hacían las cosas que se hacían porque la finalidad era sagrada.

Cuando paseaba por Madrid, a veces tratando de realizar ciertas localizaciones, obtener ciertos datos, se acordaba del sacerdote de su juventud, aquel hombre que tuvo la misericordia de llevarlo al camino de la verdad. Le habían dicho que lo habían desterrado a Andalucía a una institución de enseñanza que allí tenía la Orden, pero que tras la muerte de Franco se había liberado del estado y disciplina religiosa. Había perdido la pista de aquel gran maestro... ¿Y si se lo encontraba cualquier día por alguna calle o plaza? ¿Y si era alguna de las víctimas que podían haber tras alguno de los atentados?... Sería algo no deseado pero inevitable, daño colateral, una coincidencia desgraciada.

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Fecha de publicaciónJulio 2013
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