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Un día, una bomba

Nacimiento

Mariano Valcárcel González
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Mientras charlaban no se daban cuenta de que un sujeto tomaba cerveza cerca. Antonio María no cayó en la cuenta —o no recordó— que era el mismo motorista con el que se había cruzado con anterioridad.

—Tu bautizo..., ya me acuerdo, ya... —suspiró—. ¡Qué cosas Antonio! De todas formas yo te hubiese bautizado, digo, si me hubiesen dicho que no eras hijo de tu padre.

—¿Qué más da serlo carnal o no a estas alturas?

—No, nada. Es verdad, hijo.

—No crea que me tiró eso que llaman «la sangre»; que necesitaba saber de mi padre carnal, conocerle... No, no —casi se quitó esa idea de un leve manotazo dado al aire—. Eso son tonterías: uno ama a quienes tiene cerca. ¿No conoce usted los casos que están apareciendo de esos niños de Argentina que fueron secuestrados y ahora se enteran de que sus actuales padres fueron si no cooperantes, ejecutores, del asesinato de sus verdaderos padres? ¡Qué dilema se les debe presentar a esas criaturas!...

—Hombre, esos que comentas son casos absolutamente criminales. Nunca quisiera yo estar en la situación de esos críos que cuando se han hecho, o se hagan, mayores tienen que elegir entre el afecto a esos supuestos padres con los que han convivido y la acusación y el reproche de haber sido los asesinos o cómplices de lo sucedido a sus padres verdaderos que nunca conocieron. Tremenda situación para ellos y para esas personas que deben tener sobre sus conciencias los crímenes cometidos.

—¿Quedó con su conciencia tranquila mi padre?

—Ya te dije: un modelo para muchos. Lo que pasa es que yo no debo airear nada de lo hablado, confesión por medio, ¿entiendes?

—Claro que sí. No intento presionarle don Eugenio.

El día transcurría por la progresión del calor, sofocándolo todo bajo este aumento de la temperatura, anunciando el tremendo parón del medio día. La capital de convertía en un verdadero infierno inhóspito por el cual deambulaban peatones deshidratados, taxistas irritados o funcionarios deseando escapar hacia los poblados que iban surgiendo hacia el norte. Existían momentos en los que la ciudad aparentaba quedar muerta, bajo el fuego que azotaba por todas partes.

Los dos hombres volvieron al automóvil y Antonio María invitó al sacerdote a almorzar. Lo hicieron en un local cerca del Arco de Cuchilleros que tenía cierta fama.

Al diputado le encantaban las calles de Madrid, calles que atestiguaban una vida ya perdida, provinciana, casi pueblerina, de vecindades galdosianas. Ahora se degradaba a marchas rápidas y la inseguridad empezaba a hacer mella en sus habitantes. Se abandonaban los inmuebles por diversas causas, no siendo una de las últimas la falta de conservación provocada por las ansias especulativas de sus dueños. El alcalde se bastaba con editar sus bandos culteranos, muestra de su sapiencia universitaria; pero de ahí no pasaba, y la mella de la sordidez iba avanzando carcomiendo la ciudad de los Austrias.

Sin embargo, marchar por las cuestas y callejas, penetrar en alguna tasca de las que aún sobrevivían sin mucha adulteración, encontrarse aún un rinconcito no descubierto..., placeres de quien medita y observa. Hasta aquellas putas ajadas que aparecían en los portales... Las putas.

Siempre hubo esa clase de mujeres, esas que trabajaban sin horario ni salario ni consideración alguna, en diversas capas, zonas, clases... Y no fueron menos humanas las que más sufrían; al contrario, más cristianas y devotas no se vieron nunca. A su manera se santificaban.

A Rafaela la trataba de amparar su compañera Juana. Mujer desgraciada que contaba sus penas en la barra del local a todo aquel que se acercaba; y lo extraordinario es que eso era verdad, por inverosímil que pareciese. Como sabía de sinsabores y derrotas no quería que otros a su lado los sufrieran. Pero resultaba que a veces esta actitud bienintencionada rebotaba negativamente en quienes trataba de beneficiar. Así y por lo mismo, Rafaela sufría las iras del chulo al encontrarse o creerse burlado en sus intereses y bajezas. De vez en cuando los golpes marcaban a la mujer.

No hubo remedio ni escape; acabó por aceptar Rafaela lo que desde siempre había pretendido Juan de Dios. Y es que ya había llegado a esa situación en la cual igual le daba ser fiel o infiel, acostarse con uno o con cien.

Los días transcurrían dentro del local, donde debía desarrollarse el mundo platónico de las ideas, la teoría de la caverna, debía existir un mundo exterior que sólo se podía entrever. ¿Tal vez lo vivió alguna vez? Pero lo de acá dentro era real, existía. Existía la miseria moral, el vicio, la degradación a la que unas personas someten a otras... ¿Existía el amor entre aquellas paredes?... Terminó admitiendo que no, que ya no existía el amor: sólo el sexo asqueante, marchito, encanallado y rápido.

Estaba embarazada.

Sabía de quien. Y ese quien montó en cólera al conocerlo: intentó forzarla a abortar. Ella no quiso. Las amenazas, los golpes, le llovieron casi a diario. Le prohibió dejar de trabajar, ella vería... Juana trató de ayudarla en todo, ella era veterana ya en estos casos: había dado a luz a un par de criaturas, las dos en manos de su familia, allá en el pueblo.

Cuando se hizo más evidente su estado el degenerado trató de aprovecharse todavía más. Y es que existen cerdos que pagan especialmente por acostarse con una mujer embarazada. Plato extra, paga extra.

Así vivía en aquel mundo tan extraño, marginal y perverso. Hasta que todo estalló para ella. Una noche un bruto quiso tener una sesión especial. Ya en el cuartucho, tras el coito forzado, pretendió volverlo a realizar analmente y ella se resistió. El tipo la abofeteó y la pateó, se sintió mal y notó flujo sangriento entre inicio de contracciones. Los dolores se tornaron intensos. Juana se asustó ante la certeza: había parto adelantado. Así que llamó a un médico amigo de la casa que ratificó lo que se avecinaba. Trató de contener la hemorragia pero admitió que había que acudir a un hospital o de lo contrario aquello se empeoraría de forma total. El hombre estaba asustado y sugirió se llamase a los familiares dado que Juan de Dios no aparecía por ningún lado. En su desesperación, Juana, sin consultárselo a Rafaela, buscó el teléfono de Jaime Echávarri.

—¿Don Jaime?

—Sí, dígame.

—Mire, le juro que si no fuera por lo que es no lo llamaría, pero es que...

—¿Quién es usted?

—Nadie, pero estoy junto a su mujer, Rafaela.

—¡Ah!...

—Mire, don Jaime, que si no fuera una cosa muy grave que yo, le juro lo que usted quiera, que yo no...

—¡Vaya al grano señora! ¿Qué pasa?

—Que Rafaela está a punto de dar a luz y...

—¿Está grave?

—No está bien, nada bien...

—¿Dónde?

—Donde siempre, en el club.

—¿No la ha visitado ningún médico?

—Sí señor, pero dice que no puede hacer nada y que hay que ir a un hospital...

—Bien, óigame. Allá marchará de inmediato una ambulancia mandada por mí y que ya sabrá donde llevarla. Que no la dejen sola ni un momento, usted me responde, ¿entiende?

—Sí, don Jaime, no se preocupe usted que...

La conversación quedó truncada bruscamente. Jaime había cortado para de inmediato llamar a una mutua de seguros sanitarios que tenía concertada. Sabía perfectamente lo que tenía que hacer y lo hizo. Dio a la clínica donde llegaría ella los datos de la misma forma que si se tratase, pues de hecho se trataba, de su mujer.

A Rafaela la salvó un milagro. Igual que milagro fue que el niño, porque era niño, saliese indemne del sufrimiento recibido. Sí, pero la perspectiva que ella llegó a pensar para la criatura no corrió por los senderos que fatalmente se le presentaban.

Otro «hijo de puta»...

Hijo de puta que su madre trataría, si tenía corazón, de preservar de aquel desgraciado mundo; que no sería la primera ni la última que buscaba lo mejorcito para su vástago y a costa de sacrificios le organizaba una vida en los mejores internados de pago, levantando a su alrededor un mundo de ficción muy necesario para que no se dañase, hasta que de forma inevitable la criatura acababa enterándose.

No deseaba de ninguna manera dejar a la criatura en manos de Juan de Dios; ni siquiera que lo llegase a ver. Encargó a Juana que no desvelase en que hospital había sido ingresada. Y luego decidiría lo que hacer.

Jaime no se presentó.

Estaba perfectamente informado del proceso de parto y recuperación, pero no la quería ver.

El amor y el odio, dicen, son flores de una misma planta y en Jaime no había crecido odio pero sí un gran resentimiento ante su dignidad herida, que le impedía ir a verla. Consideraba que ya hacía lo que debía, o más.

Cuando se confirmó la evolución favorable de los dos, madre e hijo, pensó, al igual que ella, en el porvenir que le esperaría y no lo consideró justo. Lo mismo temía ella.

Rafaela pidió a su hermano Juan que fuese a ver a Jaime y le hiciese una proposición: que adoptase al niño, o al menos lo tomase a su cuidado en sus años infantiles; si hacía lo primero ella renunciaría a sus derechos y prometía no interferir en sus vidas. Y se cuidaría bien de que Juan de Dios no se enterase de nada.

Que era lo que en realidad estaba pensando Jaime.

Legalmente no habría adopción ya que el recién nacido era hijo de la todavía su esposa y si no hubo de por medio denuncia de abandono conyugal ni de adulterio, la situación ante la justicia era de hijo de los dos a todos los efectos.

La legislación franquista, de acuerdo con la eclesiástica, no admitía el divorcio (sólo de casos muy contados y privilegiados, en los que la Curia Vaticana emitía, y emite, un acta de «nulidad» del vínculo matrimonial) y clasificaba el adulterio de la mujer, no el del hombre, como horrible delito, muy penado por la ley civil en consecuencia.

Por esas trabas, que eran mezcla de lo religioso con lo civil, interferencias descaradas, muchas personas se encontraban en situaciones bastante complicadas y desagradables muy a su pesar: «amancebadas» —como se les decía—, porque nunca podrían ser matrimonios legales. Y la pareja femenina nunca podría tener los derechos sociales inherentes al matrimonio considerado legítimo. Dábase la singularidad de parejas casadas por lo civil en tiempo de la República que vieron negados esos derechos civiles; pues para los vencedores, no existiendo constancia eclesiástica, nunca hubo matrimonio.

Desapareció el niño de la clínica. Y posteriormente Rafaela. Un silencio hondo quedó en su lugar.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónNoviembre 2013
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