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Un día, una bomba

Muerte

Mariano Valcárcel González
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Las calles quedaban así, en silencio. Sólo el chirrido de los calientes neumáticos, pegados al asfalto, asustaban al somnoliento y desgraciado viandante.

Interrumpían con sus silencios la comida, los dos hombres. Silencios sobreentendidos. Alguna vez la escasa conversación recaía en cuestiones puntuales, de la actualidad política. Temas para no permanecer callados.

El cocinero, que empezaba a ser nombrado en revistas y secciones dominicales de la prensa, salió a saludar a los comensales, interesándose en concreto por la salud de Don Jaime.

Era hombre lejano al cliché establecido para los de su oficio: delgadísimo y muy moreno, de mostachón bandolero; tal vez la sangre morisca perduraba. Había salido de su terruño con una mano detrás y otra delante pero con una gran ambición: llegar a ser considerado alguien alguna vez. Rápido en el aprendizaje y de reflejos supo mantener en los platos que él cocinaba un aire rural que a los gastrónomos afrancesados de la época se les había olvidado, llegando a la virtud del engaño: que daba gato por liebre con una exquisitez y un desparpajo dignos del mejor comediante.

Comediantes y tras ellos gentes del arte y de la creación y tras ellos y pegados los políticos ávidos de notoriedad y apariencias, todos acudían a sus locales con motivo y ocasión. Moda era el llevarse las tarjetas del menú, llevarse los cubiertos marcados con el logotipo de la casa, ceniceros, cerillas y hasta las toallas de los servicios... Todo se incluía en el precio.

Se despidieron. El cura marchó a su parroquia. Volvió Antonio María al hospital. Allí mandó a Sebastián a la casa y quedó para ser relevado por la mañana. Hizo algunas llamadas necesarias porque no podía dejar todos los asuntos así como así: estaba obligado.

La obligación de un hijo, según las enseñanzas recibidas, era la de respetar y posteriormente cuidar a sus padres. ¿A qué padres?..., pues en este caso uno de la pareja faltaba. Tal vez esa falta del cariño de la madre lo notaba, tal vez... ¿Influyó en su posterior evolución personal y psicológica, en su actitud ante la vida?...

A veces se lo preguntaba. Durante sus años de universidad había sido un muchacho —así se consideraba— normal; algo introvertido es cierto pero que no dudaba en relacionarse con compañeras y compañeros. Tuvo sus momentos de alelamiento adolescente y esa fase, casi letal, en la que una chica marcaba el alfa y el omega del día, del mes y del año. Pero enamorarse, lo que se dice enamorarse él nunca se había enamorado... Bueno, salvo el primero y único amor que no se olvida; en su caso, Cristina.

¿Pero sabía realmente lo que era el amor?, ¿qué amor, qué clase de amor?... Hay tantas clases de amor como de enamorados y desenamorados; ni todos los tratados del mundo habidos o por haber definirán o clasificarán nunca lo que es el amor. Así que en esa certeza había ido madurando sin internarse en los planteamientos que le exigirían un compromiso ante una futura e hipotética pareja. Ahora algunos empezaban a considerarlo un solterón de oro: lo cual era más benévolo que lo que desde otros sectores se aventuraba como explicación. Le daba igual lo que pensasen los demás, pero sí se preocupaba por sus propias reacciones ¿Es que estaría castrado emocionalmente?...

Entró en la habitación.

Allí estaba, igual. Todo igual, monótonamente igual. Aunque procuraba no hacer ruido el enfermo abrió los ojos y seguidamente movió el brazo libre en señal de aproximación. Cogió una silla y se puso a la altura del cabecero, apretándole la mano. Fue correspondido. La mirada de Jaime, aunque algo turbia, era firme. Volvía a acentuarse su mandíbula en gesto decidido. Volvía poco a poco a ser él. Su voz sonaba lenta pero clara. Empezó a interesarse por las cosas de afuera, por la salud del propio Antonio María, por la forma en que se estaba ordenando en esos días... No quería causar problemas. El hijo lo tranquilizaba: nada tenía graves dificultades, todo se arreglaba como correspondía...

La tarde transcurría lentamente, convertida la habitación en un remanso, una isla entre el torbellino exterior. Fueron intercambiándose frases, palabras en las que se traslucía el cariño.

—Un pesar muy grande tengo, hijo mío...

—Déjalo ya, no me cuentes nada.

—Sí, sí, lo puedes imaginar..., tu madre... No me porté bien con ella.

—Déjalo.

—Ni cuando dio a luz, que debería haberla recibido otra vez, que debía haber recibido y perdonado y de esa forma protegido...

—Papá, ya pasó.

—Ni cuando tú la conociste en el Retiro, yo adiviné —y creo que tú también—, que era ella.

—Sí.

—Pues entonces, ya que no lo había hecho antes, la debí perdonar.

—Si ya la has perdonado.

—En mi mente. Personalmente nunca pude. Pero es que necesito obtener el perdón de ella: eso no lo tendré nunca.

—Las cosas no suceden como queremos.

—Pero podemos cambiarlas. Si mi cobardía no hubiese sido tan grande tú habrías crecido con una madre y ahora ella estaría aquí.

—Tal vez, pero nadie conocemos el futuro.

—Sí conocemos por desgracia el pasado, que ya no puede cambiarse. Te diré una cosa: tu madre murió todavía joven —el esfuerzo ya era evidente, más físico que anímico.

—No me lo cuentes, ya me lo dijiste.

—Debo. Murió machacada por todos: por mí por abandonarla, por el otro que la fue abandonando cuando se hundía más y más en la ruina, la heroína que lograba para calmar los dolores, el alcohol, los días enteros sin salir del antro... Su alma deseaba morir y tal vez sólo el verte bien, cuando acudía al Retiro, la mantenía... ¡Y hasta eso le quité!

Y Jaime Echávarri fue desgranando un rosario de cuentas de pasión, misterios dolorosos en la vida de Rafaela Morales, mujer que una vez llegó a Madrid con su familia con la sola intención de prosperar.

Rafaela Morales murió porque ese era su sino.

Las personas desgraciadas tienen marcada la muerte desde que nacen y no pueden escapar a tal designio; pero no a una muerte dulce, tranquila, en el ámbito del seno de los seres queridos, muerte longeva; no, nada de eso. La muerte del desgraciado ya designado por el terrorífico e inmisericorde dedo del destino ha de ser lenta y avisada, no traicionera; que se adivina en cada minuto, cada segundo del día.

Tras el parto forzoso y rápido retorno a la pestilente barra americana volvieron los malos modos de Juan de Dios y el deslizamiento ya sin retorno hacia el final. La salud de la mujer había quedado seriamente quebrantada. El médico que acudía al garito, que se encargaba de extender las certificaciones pertinentes para Sanidad y también servía de confidente de la policía, les suministraba la morfina necesaria para sobrellevar tanta miseria. La policía lo sabía, todos lo sabían; pero el sistema así funcionaba y mientras se guardaran las apariencias o no colisionasen los intereses de unos y otros, todo iba sobre ruedas.

Rafaela empezó a recibir sus dosis de opiáceo que le mitigaba al inicio los dolores de su cuerpo ya lacerado y los dolores de su alma. Rafaela cuando estaba lúcida viajaba tras su infancia y veía a su padre con las manos ensangrentadas del crimen que nunca declaró; viajaba hacia los Campos Elíseos, al Pirineo... Cuando estaba bajo el efecto del narcótico también lo hacía; pero sobre todo viajaba tras el niño que había perdido para darle una oportunidad de ser feliz, cosa que ella..., ella apenas lo había sido.

Y sin embargo lo había sido.

Y metida en el cuchitril, acurrucada tras la barra, enroscada en el misérrimo catre, vagaba tras una existencia que había perdido y de la que era consciente que no podría intentar la vuelta.

Así se descomponía su ser.

El proceso de deterioro algo lento e imperceptible al principio se fue agudizando. La mujer apuesta, apetecible, hermosa y algo frágil dentro de su aparente fortaleza, desaparecía transformándose en algo con apariencia de persona; sólo con apariencia... Juan de Dios fue uno de los primeros en advertirlo. Aquella mujer ya no le servía, no. La dejaría allí para terminar de exprimirle lo que quedase, para sus vicios, pero al nivel de las demás. Ni para la cama la quería ya.

El médico, hombre taladrado por la vida como ellas lo estaban por la sífilis, también observó la transformación pero le restó importancia. ¡Había visto a tantas entrar allí o a otros antros lozanas, creyéndose que siempre lo serían, que siempre las solicitarían los clientes! Desgraciadas, terminaban en el barro, en la miseria y con suerte en algún asilo cantando el rosario obligadas por las monjas. El médico, taladrado por la droga de la experiencia, le facilitaba el calmante sabiendo que aquello la empujaba hacia el final.

Todo comenzó con desarreglos y molestias, tras el parto; con dolores fuertes, con hemorragias frecuentes y cuantiosas. Con ellos avanzó la anemia. Y la dependencia del alcohol y del opio se tomaba su cuota, voraz, cada vez más voraz.

Una temporada por consejo del doctor —que tal vez sintió alguna compasión—, salió a tomar el aire, el sol, al Retiro, a encontrar, sabe Dios cómo pudo lograrlo, a aquel hijo abandonado. La notaron más animada y lo achacaron a esas salidas beneficiosas. Sólo Juan de Dios adivinó lo que le hacía tanto bien.

Mas quien está encanallado ya ha perdido los sentimientos inherentes al ser humano y por ello este hombre tenía forma de hombre, andares de hombre, habla de hombre; pero era un chacal.

La siguió en una de sus salidas.

La vio acercarse a un niño que se notaba era de familia bien y también se notaba que ella ya lo conocía. La vio sentarse con él en las gradas del monumento real que hay frente al lago y hablarle y mirarlo; sobre todo mirarlo con la mirada delatora de la madre. Le notó también la felicidad en esa mirada y no estuvo dispuesto a consentirlo; para que él viviese ella tenía que morir, desaparecer como persona, la presa tenía que quedar en mero despojo. Subrepticiamente se deslizó hacia ellos y, sin aviso, la golpeó brutalmente en la cara.

Rafaela Morales recorrió el único camino hacia la libertad que ya se le ofrecía, a grandes zancadas. El médico avisó al personal que aquella mujer se moría sin remedio: «O aquí o en el hospital», dijo. La Juana le suplicó que la dejase allí, que le diese las ampollas necesarias para el dolor, que ella se las administraría. Le tenía cariño la Juana.

La enfermedad tuvo cierta misericordia: la crisis fue aguda pero breve. La Juana se encargó, otra vez, de avisar a don Jaime Echávarri:

—Rafaela se ha muerto, ¿qué hacemos con ella?

Y el marido de la esposa que lo había abandonado y que ahora ya ni lo era se dignó facilitarle los servicios y el lugar que el caso requería. Y nada más...

No hubo que repartirse nada; no hubo que heredar nada; nadie en el club se peleó por sus pertenencias porque en realidad nada tenía.

Las putas, por la noche, lloraban mientras a la salud de su compañera difunta se bebían una botella de champán, del de verdad, del caro.

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Fecha de publicaciónDiciembre 2013
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