Empecé a dejar sobres cerrados en las bancas de casi todas las iglesias de Arequipa desde la tarde en que me diagnosticaron esa innombrable enfermedad. Aunque decir «diagnosticaron» no sería preciso, porque nadie lo hizo. Así que desestime esa afirmación, pues se trató simplemente de un examen de sangre al que siempre me resistí: ahora, usted y los aquí presentes entenderán el por qué de mi reticencia. Pero no nos vayamos por las ramas, pues su interrogante iba dirigida al origen de esas «extrañas cartas», como las llama con cierto asco. Y le confieso que, al oírlo, sentí un vago escozor que podría ser síntoma de mi extraviada vergüenza o, acaso, otra alerta del inexorable avance de la enfermedad.
Sí, ya lo sé. No me apure, porque me pone nervioso. Nos casamos hace siete años y nos iba relativamente bien. Alquilamos un cuartito por Umacollo y empezamos a «intentar». Ese verbo se volvió la palabra recurrente de nuestras noches, luego del noticiero de las diez. Ella quería ser mamá a toda costa, pero tenía un problema hormonal, algo que tiene que ver con la prolactina, ¿me entiende? Podríamos llamar al doctor Lopera, su ginecólogo, para que se lo explique mejor...
Ahora, viendo lo sucedido, creo que, si Dios existe, hizo bien en negarnos el hijo tan anhelado por la Teresita. Dicho esto, permítame una vez más retomar la madeja de la cuestión: ella me insistía todas las noches y yo no me hacía el sueco y, así, todo era macanudo (o parecía serlo). Luego vino «el punto ciego» de la historia como le llama mi abogado: cuando conocí al Carlos en una ramadita de Tiabaya. Mi vida dio un vuelco tremendo. Lo juro: hasta ese día no sabía que me gustaban los hombres y... después de unos picantes y media caja de cervezas, ya estábamos encamados en un hotel de medio pelo, esos que hay por los alrededores del Terminal Terrestre.
De ahí en adelante yo, por respeto y vergüenza, ya no quise tocar a la Tere, pero ella me insistía como bruta: que quiero un hijo, que un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores y todas esas tonterías que vaya usted a saber de dónde las sacaba. Mientras tanto, el Carlos me iba a buscar al trabajo y me insistía en retomar «nuestro asunto». Yo tenía la cabeza repleta de ideas y, sobre todo, de temores: pensaba en la Teresa y en el Carlos sin parar. Me deprimía mi vida, que se había partido en dos. De un momento a otro caí en la cuenta de que todo lo que hacía estaba mal y me sentí el peor esposo del mundo: ¡quería que alguien que ayudara! Así es como empecé a dejar esas famosas cartas. Primero en La Catedral, luego en Santo Domingo, La Merced, La Compañía, Yanahuara y, así, un largo etcétera. ¿Cuántos sobres me dice que llegaron a encontrar? ¡Sólo quince! No. Habré escrito unas treinta cartas, por lo menos. Así que están por la mitad.
Sí, ya sé que tenían distintos destinatarios. No tiene que recordármelo porque yo las escribí. Lo que pasa es que unas iban dirigidas al Carlos y otras a la Teresa (allí les decía todo lo que no me atrevía a decirles a viva voz)... Las últimas eran para mi’jo. ¿Que cuál hijo? El que nunca tuve, pues, el hijo que hasta ahorita le sigo debiendo a la Teresa.
Y entonces se desencadenó esta locura de los fines de semana. Los viernes por la noche escribiendo las cartas —una, dos, a veces hasta tres hojas— y los sábados por las tardes escapándome de la casa con excusas varias. Esperando que la gente se retirara, escondiéndome en el mismo púlpito o en el confesionario. Siempre las dejaba cuando la iglesia se quedaba prácticamente vacía.
Y hasta el día de hoy —pues estamos viernes— las seguiría escribiendo, de no ser porque la Tere decidió seguirme. Creo que pensó que la engañaba, lo cual, a fin de cuentas, era cierto. Ella aguaitó desde la puerta de la iglesia de Santa Martha y, cuando me fui, cogió el sobre y leyó todita la carta. Si no me equivoco es ésa: la que usted tiene en sus manos.
La carta en cuestión iba dirigida a mi hijo. Nicolás le llamaba porque siempre quise un hijo que tuviera mi nombre y el nombre de mi padre. Le conté que planeaba dejar a su mamá, pues tenía mucho miedo de contagiarla. Ella se merecía mejor hombre que yo (y mi Nicolás, un mejor padre, ¡por supuesto!). Creo que la pobre pensó que el tal Nicolás no era m’ijo, sino mi amante. ¡Qué tontería habrá pensado la Teresa para lanzarse al río desde el puente Bolognesi!
No, señor, él no tuvo nada que ver. Déjeme terminar: el Carlos no pudo decir nada, porque luego del examen de sangre yo estaba furioso, fuera de mis cabales, y lo fui a buscar. Le invité unas cervezas como aquella vez y luego lo llevé a Characato. Allí lo molí a golpes y lo ahogué en el Ojo del Milagro.
¿No sabe en dónde está su cuerpo? Lea bien las cartas, pues, en una de ellas le cuento a mi hijito Nicolás que a ese infeliz lo enterré cerca del reservorio. Bien enterrado está él, igual que mi mujer. Ahora devuélvame mis cartas y, antes de juzgarme, piense en que todo fue un acto de amor. Todo lo hecho fue por Nicolás y por su madre, que ahoritita nos deben estar mirando desde el cielo.
Copyright © | Orlando Mazeyra Guillén, 2010 |
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Fecha de publicación | Octubre 2010 |
Colección | Las excepciones cotidianas |
Permalink | https://badosa.com/n348 |
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