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Pánico en La Punta

Orlando Mazeyra Guillén
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Sabernos mortales es ante todo sabernos abocados a la perdición. Lo más grave no es precisamente no durar, sino que todo se pierda como si jamás hubiera sido.
Fernando Savater

Quieres olvidarte de escribir. Al menos, por un fin de semana. Dejar de lado esa prolija lista de libros que te falta leer o que, por ansiedad, decepción o pereza, dejaste de hojear a medio camino.

Alistas tu mochila sin prisa: una ropa de baño azul cielo, un par de polos blancos como la luna, una sudadera gris y unas viejas chancletas que te donó tu primo en las postrimerías del verano pasado. Miras el reloj que marca diez minutos para las cuatro de la tarde y, contrariado, recuerdas que ella ya te espera en el recibidor del terminal terrestre. «En la playa yo te voy a quitar el estrés», te había anunciado con una seguridad que te hizo pisar el palito.

Luego de echar mano a algunas películas de Hitchcock, Bergman y Kubrick, vas en busca de lo más importante: la bolsa de pastillas para enfrentar tus pánicos más resistentes. Las cuentas con sumo rigor: diez Rivotril y cinco Lexotan. Crees que con eso bastará para soportar el fin de semana. Las depositas en la bolsa de plástico, guardas todo en la mochila y el lamido de la ansiedad surca tus sienes: «Nunca nada será suficiente», parece decir esa misma voz interior que a veces te paraliza... y, ¡vaya paradoja!, también te lanza a escribir historias.

Sales de casa y casi..., casi lo haces, pero ya no, pues dejaste de persignarte hace muchos años. Para justificarte recuerdas al filósofo vasco por el que guardas una exagerada devoción: «Dios se presenta ante nosotros como una solución a lo insoluble», como una droga, como una ficción, como tus pastillas, Orestes. ¿De qué va tu vida? De cagarte de miedo de morir sin haber llegado a publicar, sin haber rozado ese prestigio intelectual que tanto añoras cuando las palpitaciones, el sudor en las manos y el temblor en los miembros te azotan sin misericordia.

Al llegar al terminal le das un beso seco en los labios y le preguntas por los boletos de viaje. A las seis sale el próximo bus interprovincial. Te molestas: ella sabe muy bien que lo que más te altera es esperar. Durante la espera es que el pánico acude hacia a ti con visos de tsunami emocional: mientras esperas al psiquiatra en esa salita opresiva ornamentada con un reproductor de música clásica; mientras haces hora en el aeropuerto; o cuando las entrevistas de trabajo te tienen en un suspenso tal que te hacen desajustar la corbata y buscar presuroso un baño. La espera resulta para ti una maldición de la que siempre quieres escabullirte. Pero ahora no puedes: «Ya compré los pasajes», te dice, «tendremos que esperar».

«No puedo, mejor no viajemos», piensas mirándola, atribulado. «Voy a la calle, quiero respirar aire fresco.» Abres tu mochila y sacas la bolsa de pastillas. Un Lexotan y un Rivotril con la ayuda de agua mineral. ¿Por qué mezclarlas de golpe? Porque te da la gana: si no puedes gobernar tus emociones, aunque sea te queda el consuelo de creer que sabes dosificar tus drogas. ¿En verdad lo crees, pelmazo? Estiras los brazos intentando alcanzar las nubes, tratas de imaginarte echado en tu cama viendo una buena película de estreno o escuchando el último disco de Fito Páez. Controlas tu respiración —o intentas controlarla—, te masajeas la espalda y el cuello mentalmente. Es por gusto: la angustia ya está ahí, raspando con papel lija sobre tu espina dorsal: el sudor que empieza a desplegarse en las palmas de tus manos, el ritmo cardiaco que te prepara para una maratón olímpica y las pupilas dilatadas para ver lo invisible: el motivo de tu temor. ¿Qué hago?, piensas congestionado de ansiedad: nada, Orestes, otro ataque de pánico. No queda nada por hacer: una raya más al tigre.

Subes al bus y reniegas porque esperan otros quince minutos más: le pides a Candy su walkman y lo pones a todo volumen. Ella te nota tenso: ¿Estás mal? Sí, me pongo ansioso, discúlpame. No te preocupes, amor, yo estoy para apoyarte en todo.

Luego de tres largas horas reconoces el último peaje. El autobús se detiene, a menos de quinientos metros viene la curva a la derecha y La Punta, entera y nocturna, se abrirá ante tus ojos. Ese es el espectáculo más contradictorio de todos, la postal paradójica. De niño era la ilusión por el mar, la playa, las estrellas marinas y los castillos de arena. De viejo se ha tornado en la advertencia mayor, inexpugnable: no bebas en exceso porque vas a terminar perdiendo el conocimiento como esa vez en que pensaron que eras epiléptico (o cuando te mojaste los pantalones en pleno mercado); olvídate de la marihuana porque las paranoias se exacerban hasta rozar el fondo de la tierra; acá estamos en tierra de nadie, Orestes, te vas a poner mal y tu mamá estará a tres horas en carretera.

Cuando viajas, la mayor carencia se llama Sara, tu madre. Tus anomalías están tatuadas con su nombre, con su mirada tensa, con su ansiedad que germina con la tuya, compite, la alcanza y la doblega. Sí, lo sabes —y solo a veces te abruma constatarlo—, ella tiene miedo de que termines loco como su hermano. Alguna vez escuchaste a tu padre lanzar ese exabrupto: «La raza de tu madre es de locos.» ¡Qué injusto el viejo! Su raza es la que te pasó unos genes nerviosos, endebles, pródigos en inseguridad, fobias y angustias de todo calibre. ¡Carajo, se disparó el gatillo, ya estás pensando en todo! Ese es el ataque de pánico: actúas como si estuvieras drogado, acorralado por unas sensaciones sombrías.

Apenas bajas del bus y quieres correr, te atenaza la mirada de tu novia que, paciente, espera por sus maletas.

Estoy mal, le dices sabiendo que la decepcionarás una vez más. No puedo más: tenemos que regresarnos ahora.

«Ya no hay carros», te dice, tenemos que esperar hasta mañana. Pero no puedo. Sí puedes. No puedes, ¡nunca puedes! Buscas tu teléfono celular y llamas a tu madre: «Mamá, acabo de llegar y estoy con ataque de pánico, no sé qué hacer, no hay carros hasta mañana». Y la maldita respuesta de siempre: «Hijo, tienes que afrontar, todo depende de ti, no te puedes dejar vencer.»

«¿Cómo te puedo ayudar, Orestes?», te pregunta apenas cuelgas el teléfono. «Amor, dime, ¿de qué manera te puedo ayudar?» De ninguna, Candy, no puedes. Este problema es mío. Abres la mochila y te metes otra pepa. Candy te conduce hacia la casa de verano de sus padres, por suerte no hay nadie, estarán solos los dos, ellos no te pueden ver ni en pintura y tú sabes sus razones: «Orestes es un chico que nunca te ha valorado», le repite su madre como disco rayado.

Llegan y el calor nocturno también hace su tarea. Le pides que te indique en dónde queda el baño. Te quitas la ropa y te duchas con agua helada. Tienes ganas de cagar y de vomitar a la vez, ¿se pueden hacer ambas cosas en simultáneo? Tú sabes que sí, Orestes, tantos papelones, hombre. ¿Por qué no te tranquilizas? Te echas en la cama y tu mano derecha acude en dirección al corazón y sientes las palpitaciones. Quieres que se detenga. En ese trance doloroso siempre recuerdas a Pessoa: si el corazón pensara, dejaría de latir. «No», corriges: «si el mío pensara, latería con más calma.»

Caminas por toda la casa: te echas en el sofá de la sala, pones música, intentas ver una película. Nada, todo permanece igual.

Vuelves a la cama y vuelves, también, a llamar a mamá: «Hace media hora he tomado una segunda pastilla y nada, ¿no puedes venir?». «Hijo, ¿cómo quieres que vaya? Mira tu reloj: son las once de la noche. Ahorita te vas a dormir, tienes que tener calma, ¡tienes que afrontar!»

—Quiero estar contigo —te dice Candy, también está asustada. Lo peor que puedes hacer es contagiar tu pánico. Pero más trágico que eso es responder como respondes cuando quieres herir, empeorar las cosas:

—Y yo quiero estar solo.

—No volveremos a venir, Orestes —te dice casi apagando el timbre de su voz antes de voltearte el rostro para empezar a llorar en silencio.

«Eso júralo, Candy», piensas tratando de imaginarte en tu cama, relajado, viendo alguna película y escuchando un disco de Páez o Sabina. Ella está llorando y, en cierta manera, eso te da un poco de calma: no eres el único que la pasa mal. ¿Maldad, estupidez o sadismo? Las tres cosas o quizá ninguna. No importa: algo bueno está sucediendo..., ya te estás durmiendo. Pero, espera: ¿acaso dormir no es también morir?

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Copyright ©Orlando Mazeyra Guillén, 2011
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Fecha de publicaciónAbril 2011
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