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La Campana Mágica S.A.

Capítulo VI

Primer diálogo de Clara Iñíguez con Humberto Marcel

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

El jueves 22 de abril, Clara asistió a la oficina del Zaragozano. Debían aclarar detalles, sus abuelos le habían dado plenas potestades. Hacía ocho años que no se veían, habían estado juntos en muchas reuniones familiares.

—Buen día, Zaragozano. Te felicito, parece que el tiempo no pasa para vos. Qué linda oficina tenés, está muy bien decorada. Me dijo Pedro que querías hablar conmigo, estoy a tu disposición. ¿Cómo van las cosas?

—Nada se ha hecho, antes quiero aclarar que lo nuestro se trata de un negocio y no de una obra de beneficencia, no soporto las malas interpretaciones; espero que lo comprendáis porque si no lo comprendierais estaríamos frente a un camino sin retorno o mejor dicho, sin comienzo alguno.

—Pedro me advirtió que tenés un carácter bravo. Mis abuelos saben que harás una inversión para ganar dinero, no esperan otra cosa. Me basta con que no los perjudiques; sólo espero que cumplas lo prometido.

—Vuestra ironía ofende a este zaragozano. Tus queridos ancianos me buscaron con desesperación, acosados por la miseria. Me desagradan las personas desagradecidas y vos lo estáis siendo en este momento. Ya no deseo participar en vuestra catástrofe familiar y empresarial que después de todo me resulta ajena.

—¿Cómo que ya no deseás participar? Pedro me dijo que ya estaba todo acordado. No te borres, por favor.

—Ese chaval es mi talón de Aquiles. No quiero que sufra. He debido convencerlo casi amenazándolo de que participe del negocio, que si no lo hiciera, sanseacabó para este zaragozano. Y os lo vuelvo a recordar: tus abuelos se irían a la mismísima mierda, sin solución alguna.

—No te quise ofender, Zaragozano. Mi familia perdió todo lo que tuvo de una manera injusta y cruel, me da mucha bronca. Me cuesta bancarme que mis abuelos estén tan en la lona, sufriendo sin remedio, sin una puta moneda, sin una casa que les pertenezca, sin una atención médica adecuada. No puedo acusarte de nada, como bien lo dijiste, tu ayuda será nuestra salvación, ¿qué podría reprocharte? Por favor, no te enojes, Zaragozano, siento que puedo confiar en vos. Mis abuelos me dieron carta blanca en este asunto, ellos no están en condiciones de resolver nada y confían en mí. Espero que me disculpes y que consideres aclarado el tema, te ruego aceptes ayudarnos.

—Estoy haciendo un esfuerzo para no poner los pies en polvorosa y dejaros más sola que una náufraga en la isla más insignificante y yerma.

—No lo hagas, por favor, no seas malo: decime qué me querías plantear.

—Pues mira, niña, con respecto al negocio que vamos a emprender, no he de tolerar que vuestros abuelos y vos en especial, podáis disgustar a Pedro censurándolo porque en esto tuviera alguna ganancia que espero que la obtenga e importante. Por tanto, mi estimadísima Clara, estáis en el momento adecuado para expresaros y decir si realmente pensáis cumplir este requisito que os acabo de imponer porque, si no lo hicierais, os deberíais abocar prontamente a la búsqueda de otros interesados, que el Zaragozano ya no lo sería.

—Tengo muy clara la situación, sé que no tenemos otra salida: solamente gracias a vos podemos tener una oportunidad. Por eso, fijate que ni siquiera te discutí el precio.

—Vuelta la burra al trigo. Si se obtuvieran beneficios de esta caótica situación (lo que sinceramente espero que suceda), sería exclusivamente porque quien os habla invertiría mucho dinero y esfuerzo en situaciones de elevado riesgo, en las cuales nadie querría comprometer ni una insignificante moneda. Si solamente les ofreciera a tus abuelos cien mil dólares, igual estarían obligados a aceptarlos. Me calentáis la muela al no reconocerlo, cuando es obvio que estoy asegurándoles a tus achacosos familiares que vivan tranquilos sus últimos años que, si mal no lo he entendido, es lo que pretendían. Habida cuenta de que estoy en este aquelarre por pedido de Pedro, por ahora no cederé a mis impulsos de abandonarlo todo, pero no me hagáis perder la paciencia.

—Me hacés llorar, Zaragozano. Sos demasiado duro conmigo, no te quise ofender. Es cierto que estamos obligados a aceptar cualquier cosa que nos ofrezcas. Si en este momento tuviera que internar a mi abuelo, lo tendría que mandar a un hospital público, no podría comprarle medicamentos, no tiene obra social, me hacés sentir muy mal. Reconozco que estás salvando a los abuelos... Dejémoslo así por favor, ¿está bien? Me hace mucho daño esta conversación. Te ruego que lo consideremos un asunto aclarado. ¿Me querías decir algo más?

—Nada. Ahora le diré a Pedro que prepare todo para instrumentar la compra de las acciones de Angelina y de Paolo. Os pagaré los trescientos mil dólares en tres cuotas: cien mil a la firma del convenio y luego dos cuotas de cien mil más; a los tres meses la primera y a los seis meses la segunda.

—Eso no me parece justo, Zaragozano. El mismo Pedro me dijo que no debía aceptar otra cosa que un pago de contado.

—Pues lo tomáis así o lo dejáis. Me es indiferente cómo optéis. No os quepa duda alguna de que merezco más confianza que casi todos los que pregonan moral y fidelidad, que de tipos como ésos, está empedrado el camino que lleva al infierno.

—Dejá que me relaje, Humberto. Me tenés contra las cuerdas, sos más inflexible de lo que suponía. No puedo decirte nada sin que me lo recrimines, me estás pateando el trasero permanentemente como si fuera un bicho malo, pará un poquito, hagamos las paces, ¿querés que me arrodille y te pida clemencia? Pedro me dijo que aceptara tus condiciones. Eso es suficiente para mí. Siempre me pareció fiable, desde chiquita tuve esa impresión.

El Zaragozano no perdió la oportunidad. Dijo:

—A veces los afectos permanecen hibernados o disimulados, en ocasiones reaparecen. Si así fuera aprovechadlo, los momentos deleitosos no sobran.

Clara tomó distancia afirmando:

—De crítico despiadado pasaste a ser vidente. No digas boludeces, Zaragozano. De chica una se encariña, eso es todo, pero lo veo medio apocado a Pedro. La esposa, era muy brava, ¿no?

—No tuve con ella mucho trato. La conocí cuando apenas hacía diez meses que eran novios. Dos años después los invité a viajar al sur de Brasil de vacaciones, con Alicia y conmigo. Ya en esa época, su relación era tormentosa. No me costó mucho avizorar las tempestades que vendrían, las que como imagino lo supondréis efectivamente se produjeron.

—Hagamos un intervalo, ya me zarandeaste bastante, te pedí perdón y acepté todas las condiciones que te parece hay que respetar. Ahora dejame descansar un poco, contame lo de Pedro. Vos sabés que lo aprecio mucho, sé bueno, decime algo de esa experiencia en Brasil, algo me contó mi abuela. Reconozco que siento una curiosidad muy grande por saber algo más de la relación de Pedro con su ex esposa, en eso soy muy femenina.

—¿Sólo en eso? Aunque os apetezca el boxeo y aparentéis ser muy enérgica, no ignoráis cómo insinuar las curvas de vuestro cuerpo. Tenéis una atrayente personalidad y el perfume que usáis sumado a vuestro aroma personal es tan cautivante como un canto de sirenas. Sabéis bien que muchos hombres se enredarían gustosos en vuestra telaraña, ¿quién dudaría de tu femineidad? Pedro, seguramente no.

—Estás exagerando fiero, Zaragozano. Sos un adulador ingobernable, que trata de seducir a todas las doncellas que se le aproximan. No me la creo para nada, estoy lejos de ser tan encantadora. Puedo aceptar que tengo algunos atractivos, pero no soy la hechicera que describís. Después de que me apaleaste ahora me dorás la píldora. Por lo menos parece que no seguís enojado conmigo. Continuá contando la historia de Pedro y de Mariela, sé bueno.

—No os equivoquéis, mi niña, mi seducción se encuentra sumamente limitada. Mis elogios fueron sinceros, Pedro es el mejor ejemplo de que estoy en lo cierto, pues ya sabéis que le has caído en gracia, lo que no es casual, os lo garantizo. Yendo al grano, os contaré algunas anécdotas de mi ahijado para que podáis comprenderlo mejor. Fue hace diez años, lo recuerdo porque festejé en esa oportunidad mis cincuenta que mucho me pesaban aunque ahora creo que sin fundamento. Os lo aseguro, chavala, ese año el mes de enero había llegado tan caliente que las muchachas andaban con muy pocas prendas encima, algunas me hacían latir el corazón de prisa y mucho más, podéis creerme que si no hubiera sido porque aprendí a contener mis impulsos como un penitente, quién sabe lo que habría hecho en esos momentos que tal vez habría tenido soberanos problemas. A lo mejor no estaría contigo ahora narrándote estas historias, ¿quién lo podría decir? ¡Mujer! Que ya sabéis que nadie conoce lo que el destino depara...

—Y ¿qué hacía Pedro en medio de ese mujerío? Si vos estabas así, me imagino cómo estaría él con apenas veinticinco años y todas las hormonas hambrientas.

—Ya en esos días era afecto a enlazarse con niñas atractivas, la apariencia le ayudaba y le sigue ayudando, eso ya lo habréis comprobado. Se encontraba muy enmarañado con esta chavala que se las traía, de una sensualidad felina que le brotaba por los poros y ¡coño¡ que embriagaba tanto a los jovenzuelos como a los maduros con un perfume de lavanda que apenas se podía resistir. Mi experiencia no fue sencilla, en realidad muy compleja y mucho más, tanto que tengo grabada a fuego la imagen de aquella mozuela rubia y bronceada, mientras atravesaba lentamente la arena de la playa con sus pies descalzos, dejando la estela de admiradores a su paso como un navío en aguas tranquilas va dejando su huella de espuma.

—Sos terrible, Zaragozano: no perdiste las mañas; parecés disfrutarlo todo, hasta el recuerdo de lo que sentías.

—No creáis que fantaseo por ser un sexagenario empalagoso. Tan atractiva era la condenada mozuela que resultaba casi imposible no desear acariciarla; a mí también se me escapaban los ojos tras ella como a todos los demás aunque no por infidelidad a Pedro ya que hacía muchos esfuerzos para contenerme, sabiendo que a él no le gustaba que me le atreviera a sus novias sin su expresa autorización. ¡Qué mocita¡ ¡Cómo para no escudriñarla! Y eso que mi esqueleto ya estaba añoso y achacado aunque al lado de los tiempos que ahora llevo acumulados, ¡mujer! Casi se podría decir que entonces era un mozalbete lleno de bríos.

—Qué te parió, Zaragozano: ¿así que a veces Pedro te autorizaba a que te les atrevieras a sus novias? ¡Qué flor de hijo de puta que era ese muchacho! Dejame de joder... ¿Se alojaban en el mismo lugar?

—Invité a Pedro y a Mariela para que residieran con Alicia y conmigo en una cojonuda casa que había rentado, edificada justo donde se dividen las playas de Mariscal y de Concepción en una península ínfima pero de maravillas cuyo nombre no puedo recordar. El lugar es bellísimo, abundan los mozuelos amables, quizás si fuerais encontraríais alguno para revolcaros sanamente.

—Humberto, ¿me estás cargando? Tengo novio y no acostumbro a tirar la chancleta en cualquier playa por más linda que sea: no necesito que me digas cómo, dónde o con quien revolcarme. Me interesaría que fueras al grano, ¿te parece bien?

—No seáis tan impaciente, Clara. Os narraré lo que sucedió en ese insólito día: la novia de Pedro era una Doña Juana de aquéllas, tenía un apetito voraz que en esa época todavía no se había atrevido a satisfacer, no se podía controlar, se avizoraba que anhelaba seducir hasta a los pajarillos y con sus dotes, podréis imaginar los estragos que producía. Esto no resultaba del agrado de Pedro, lo que es comprensible, porque las emociones golpean fuerte, especialmente cuando la testosterona abunda, que de ninguna manera es malo pero sí de gran influencia en las conductas.

—Ya veo, Humberto. Era un romance tipo Hollywood, aplicaban la teoría del limpiaparabrisas, ahora bien, ahora mal, ahora bien, ahora mal...

—Algo de eso había, era una yunta que vivía un tórrido apasionamiento. Bastaba observar las miradas que esos tórtolos se prodigaban para comprobarlo o ver las violentas reacciones que recíprocamente solían tener por celos, generalmente no tan infundados. Ninguno de los dos era una inocente criatura, ambos se las traían, creédmelo.

—Conozco el paño, ya sé que Pedro se las trae. Ella siempre me pareció insoportable. Así que en esa época ya se cagaban a trompadas todos los días...

—No tanto, afortunadamente esta situación delirante y febril la mantenían bajo control follando como conejos en cualquier momento y lugar, lo que a veces me incomodaba, si bien os debo confesar que el sentimiento que en mí predominaba era el de la envidia. Siempre he logrado sustituirlo con éxito por otro más benigno: la admiración. En síntesis, he sido espectador de escenas calientes a pasto. Alicia estaba sana en esa época, con ella me reconfortaba, en ese sentido la pasión ajena contribuyó para mejorar mis vacaciones, a pesar de que os pueda resultar difícil creerlo. Al parecer, un día el desgaste sexual sedativo no fue suficiente y Mariela se ligó con un guardavidas apolíneo y seductor aunque tengo la idea de que no llegó a mayores con él. Todavía no había liberado sus instintos salvajes e indomables, cuya ingobernable influencia ella misma desconocía.

—Me imagino cómo habrá reaccionado Pedro cuando se enteró... Supongo que se habrán agarrado a las piñas, no hay nada más irritable que un gallito despechado.

—Suponéis todo bien, la escena me hizo rememorar las sangrientas riñas de gallos que presencié en mi juventud. Jamás podré olvidar el impacto que tuvo entre los turistas, fue espectacular ya que la contienda duró bastante y nadie salvo yo, intentó separarlos (tal vez por esa ilimitada crueldad que caracteriza a los seres humanos). Pero os lo debo confesar, lo que más me impresionó no fue el combate entre ambos machos pretendientes. Lo que me pareció insólito y realmente preocupante fue la actitud de la pretendida durante la reyerta: parecía disfrutarla hasta el éxtasis, como si experimentara una sensación de plenitud por lograr la temporánea satisfacción de un insaciable impulso de conquista.

—Que lo parió, ¡qué parejita bien avenida! Después de ese quilombo, ¿se terminaron las vacaciones?

—No. Siguieron juntos, hubo reconciliación. Como os lo imaginaréis, fue apoteótica y sonora, lo que volvió a redundar en beneficio de Alicia, quien si lo hubiera sabido, mucho habría agradecido a Mariela a pesar de que en ese momento la odiaba, lo que supongo entenderéis. Si una mujer actúa como la cabra que tira al monte, con nada podréis atajarla; aunque la encadenarais o la sometierais a estricta vigilancia, seguro habrá de encontrar la forma de escabullirse a través de cualquier ínfimo resquicio, o bien habrá de abrirle alguna oculta puerta a los visitantes. No importa cuáles sean las dotes del galán de turno, ni su juventud o su inteligencia; las potrancas indomables como Mariela, inexorablemente galopan hacia la libertad (siempre lo he dicho), las damas que necesitan seducir compulsivamente, tienen una sed insaciable que no se puede apagar ni con la colaboración del Regimiento de Granaderos a Caballo (me refiero a los soldados, no creáis que soy tan vulgar como para incluir a los corceles).

—No seas hijo de puta, Zaragozano. Sos un machista grosero, como esos viejos verdes que persiguen a todas las muchachas que andan con bikini por la playa para horadarlas salvajemente. En el fondo estás ofendiendo a todas las mujeres... Ustedes los hombres, ¿no se encaman hasta con las palomas? Aunque no me simpatice Mariela, ¿qué derecho tenés a criticar tanto a las mujeres? La verdad es que tu machismo me parece asqueroso.

—Os encuentro razón, no me refiero a lo del machismo, os lo aclaro, doy por sentado que los varones somos libertinos, no predico lo contrario. No os preocupéis por tanto en probarlo aunque debéis tener en cuenta que no existen las reglas absolutas. No pienso que exista tanta diferencia entre los machos y las hembras como se suele postular. En cuanto a lo de viejo verde, bienvenido sea dicho rótulo que evidencia que todavía me interesa el sexo, que cuando eso ya no suceda todo va a ser muy distinto para mí, desde luego mucho peor; lo que es más, lamentable, porque no me queda mucho tiempo. Me pregunto por qué tanto os ha molestado lo que he dicho. Tal vez por algún motivo que quizás ni siquiera habéis hecho conciente, odiáis a los hombres de manera irracional sin que esto implique que no os apetezca retozar con ellos.

—La puta madre, las cosas que tengo que aguantar, ¿por qué no te vas al carajo? Lo único que falta es que pretendas ser mi psicoanalista; no conocés nada de mi vida pero te animás a decir una sarta de pelotudeces. ¿Cómo sabés que me gusta retozar con machos?, ¿te pensás que soy una puta? Me calienta que seas tan categórico. Dejame en paz que puedo manejar mis complejos.

—Me abstendré de opinar sobre vuestra persona ya que os disgustáis de tal modo y no comprendo por qué os ponéis así, tan enfadada conmigo, como si os hubiera dicho la pura verdad. Mejor terminemos aquí este diálogo. Como lo habréis advertido, la atmósfera se está tornando irrespirable; no quisiera ofenderos; fácilmente podría incurrir en tal error, creédmelo.

—Está bien, Zaragozano. Dejémoslo así porque nos vamos a boxear. Volvamos a la playa con Pedro y Mariela; lindo comienzo tuvieron estos chicos, ni quiero imaginarme el resto. Para Pedro habrá sido difícil, ¿no es cierto?

—Eso es parte de otra historia, chavala. Tal vez si ganarais mi confianza os la narraría, que sólo lo haría si Pedro lo consintiera. Lo que os he dicho hasta ahora lo he comentado porque presupongo su venia, ya que lo conozco en demasía. Además, me ha parecido conveniente acercaros anécdotas de nuestro pasado para que os familiaricéis con nosotros, que seremos vuestros nuevos amigos y de paso, para que aprendáis a relajaros un poco que advierto que desconfiáis hasta de vuestra propia imagen, tal vez porque contempláis en el espejo la agresiva mirada que portáis usualmente. Como lo acordáramos, esta reunión ha finalizado. Nos veremos mañana para suscribir los papeles y para que recibáis el adelanto. No olvidéis que tus abuelos deberán firmar un recibo.

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Fecha de publicaciónAgosto 2012
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