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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XII

Clara, Pedro y Humberto Marcel dialogan en un restaurante italiano

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

El miércoles 26 de mayo a las nueve de la noche, el Zaragozano y Pedro ya estaban en el lugar programado para el encuentro. A los pocos minutos apareció Clara vestida con jeans, camisa celeste y mocasines color suela; llevaba un pequeño collar de perlas cultivadas que le daba un toque de distinción. Lucía hermosa; ninguno de los comensales fue indiferente a su presencia. Eligieron una mesa redonda que les permitió estar equidistantes, el ambiente era tranquilo, el establecimiento estaba cálidamente decorado y mejor atendido. Pidieron un vino de primera calidad y pastas rellenas que eran la especialidad de la casa, no se privarían de nada esa noche, una romántica canzoneta napolitana invitaba a soñar. Cuando trajeron la bebida, se llenaron hasta la mitad las relucientes copas y luego de que Humberto Marcel hiciera la degustación formal, invitó a sus amigos a brindar.

—A vuestra salud, queridos míos, compartamos este néctar violáceo y denso, saboreadlo lentamente, os sentiréis gratamente transportados.

El choque de las copas tuvo una sonoridad musical, demostrativa de las bondades del cristal que las componía. El zaragozano bebió un pequeño trago, lo paladeó largamente, se volvió a mojar los labios, finalmente dijo:

—¡Qué bueno teneros conmigo, mis compinches!, os ruego encarecidamente por la Santísima Trinidad, por los Dioses del Valhalla o por quien carajo lo queráis, que no sigáis intercambiándoos caras de culo; la vida es demasiado corta, las oportunidades no son infinitas, cuando os deis cuenta de ello, será demasiado tarde, os lo vaticino, mis cachorros.

Clara fingió sentirse molesta. Con deliberada ironía, dijo:

—¿Te gusta esta sonrisa, Zaragozano? Si Pedro no me hostiga prometo mantenerla, pondré todo de mí para que disfrutemos la cena, pero ojo, que todos hagan lo mismo que yo.

Pedro replicó inmediatamente:

—Si te referís a mí, dalo por hecho. Me he propuesto no alterarte para nada, aunque es casi una misión imposible.

La respuesta de ella no se hizo esperar.

—No empecés a joderme con sarcasmos. Después querés que no me caliente.

—Pido disculpas por lo que dije, Clara, de ahora en más no saldrá de mi boca palabra alguna que pueda incomodarte. Pongo mi honor en juego.

El Zaragozano terció sonriendo; ya estaba acostumbrado a las riñas de esos jóvenes a los que mucho apreciaba; sabía que en el fondo había entre ellos una atracción irresistible.

—Así os quería ver, al menos habéis concertado una tregua que no es poca cosa para vosotros que parecéis palestinos e israelíes, ¡joder! Quería comentaros que hemos tenido una oferta de compra inmejorable de los dos inmuebles que nos vendiera La Campana Mágica. Nos ofrecen una fortuna por ambos, escuchad: ¿qué os parecería recibir seis millones de dólares?

Pedro exclamó:

—¡Me dejás estupefacto, Zaragozano! ¿Quiénes son los oferentes?

—No os preocupéis, ahijado mío. Es gente de trayectoria impecable a quien conozco desde hace décadas. Si bien no será un paseo de fin de semana negociar con ellos... Os lo puedo garantizar, estos tíos son más difíciles de satisfacer que una damisela con fiebre uterina. Preparaos por tanto camaradas, que no será todo color de rosa porque estos señores que nunca dan puntada sin nudo ni paso sin planificar, vienen con algunas cojonudas exigencias que tienen razón en plantearlas porque luego de comprar los bienes a tan alto precio, el camino se les podría hacer ciénaga y allí hundirse sus fondos irremediablemente, sin retorno alguno.

—Me estás poniendo nerviosa, Humberto. Contame qué carajo quieren estos tipos. ¿Algo ilegal?

—Todo lo contrario, mi gacela. Quieren más legalidad, toda la que sea posible; es más, sólo se conformarán con la que les ofrezca una seguridad absoluta. Si no la lográramos, santas pascuas. Creedme, no habría negocio.

Pedro quiso aclarar el tema:

—¿Cuál es su problema, padrino? Supongo que tienen miedo de comprar por la historia negra que tiene la campanita y la desaparición del dinero de la sociedad, ¿es así?

—Habéis dado en el clavo, rapaz, ni más ni menos. Estos inversores que para vuestra información os digo son de origen alemán, tienen pensado instalar negocios cojonudos vinculados a locales aledaños. Si les fracasara un solo eslabón, pondrían en riesgo al resto de la cadena de comercialización y perderían millonadas. Por eso, han de cuidarse más que una adolescente virginal en un sauna masculino. Querrán estar seguros de que si compran los inmuebles que originariamente fueran de La Campana Mágica, nadie podrá pedir la ineficacia de las ventas. Ya lo veréis, su ofrecimiento es claro y concreto: nos dan un plazo de un año para que les aseguremos que no corren peligro alguno. De lograr ese resultado, mis queridos pichones, cobraríais contra la escritura vuestro porcentaje sobre seis millones de dólares, libre de los gastos del escribano. Hemos invertido trescientos mil para compensarlo a Paolo y a lo sumo, tendremos que poner sobre la mesa trescientos mil dólares más. Quedaría una ganancia de más de cinco millones de dólares, más de quinientos mil para vos, mi pequeña, ¿qué os parece?

—Me parece bárbaro, si se da, te hago un monumento. Con esos verdes y lo que gano en mi trabajo, pasaría al frente, viviría como una princesa. De todas maneras, no entiendo bien cómo carajo les podríamos dar tranquilidad a los teutones.

—Dejá que le explique a Clara, padrino, ya algo le había anticipado. Para que podamos aprovechar la oferta de los germanos, necesitamos que la campanita se vaya a la quiebra para que antes del año el juez concursal declare que por falta de autorización de los acreedores, no existe posibilidad de pedir una ineficacia de las ventas. Si bien sólo se ha fijado una fecha de cesación de pagos provisoria, sé que en otros casos el magistrado a cargo la ha considerado suficiente. Cuando los alemanes vean que el juez no acepta que se promueva una demanda por no tener autorización de los acreedores, estarán dispuestos a realizar el negocio porque la operación ya sería totalmente segura para ellos.

Clara escuchó atentamente, dudó en hablar, algo no concordaba con lo que le habían explicado sobre el tema. Finalmente preguntó:

—Perdoname, Pedro. Lo tuyo suena bien a los oídos, de eso no tengo dudas, aunque no quiero tirar pálidas, ¿qué pasaría si la demanda la promoviera un acreedor? Vos me comentaste que en ese caso no necesitaría autorización alguna.

—Descartaría ese riesgo, Clara. El acreedor que quisiera demandarnos tendría que desembolsar aproximadamente setenta y dos mil dólares de tasa de justicia y puede ser condenado en costas. Además, hemos hecho las cosas bien, creo que perdería el juicio.

—Comparto vuestra opinión, Pedro, nuestro amigo Bertirrude desistirá del concurso preventivo de La Campana Mágica S.A., y pedirá que se decrete su quiebra. La sociedad concursada, tiene derecho a desistir del trámite del concurso preventivo sin cortapisas, antes de que se publiquen los edictos de su apertura. ¿Estáis de acuerdo mis amigos, en arrojaros a la piscina con el Zaragozano?

—Estoy con vos, padrino.

Clara también dio su parecer.

—Si ustedes que son los especialistas están de acuerdo, ¿que podría decir yo? Como bien lo saben, no sé casi nada de quiebras aunque les aseguro que estoy aprendiendo a pasos agigantados, démosle para adelante...

—Pues bien, jóvenes amigos, ha llegado nuestra comida, bienvenida sea. Nuestras reflexiones me han despertado un apetito feroz. Dejémonos de joder y disfrutemos de las bondades gastronómicas de este restaurante, verán que estas pastas son exquisitas. Ya han comprobado que el vino es de lo mejor, relajaos y cobrad fuerzas mis amigos que tendremos duros enfrentamientos con titanes y otras figuras mitológicas. Deberemos superar monstruosas tempestades, remontar rápidos peligrosos; si mantenemos unidas nuestras espaldas, ningún enemigo nos habrá de parecer imbatible, os lo aseguro. No vaciléis y afirmaos en vuestras cabalgaduras, mis retoños. ¡Brindemos otra vez, ahora por Angelina y Paolo! ¿Cómo está vuestro abuelo, Clara? Supe que fue internado nuevamente.

—No tiene salida, pobre. Se le acabó la nafta, los médicos no creen que pase de una semana, por suerte no está sufriendo. Lo tienen dopado todo el día.

—¿Qué haréis cuando Angelina quede sola? Sois su única nieta, tendréis que asumir una gran responsabilidad, ¿me equivoco?

Por suerte mi abuela tiene una hermana bastante más joven que vive en la provincia de Córdoba, en Cura Brochero, cerca de la ciudad de Mina Clavero. Como ahora tiene plata, se irá a vivir con ella y de paso la ayudará a mantener la casa que es un chalet hermoso con vista al río Panaholma. Es un cauce natural de agua tibia y cristalina que nace en las Cumbres de Achala; algunos dicen que tiene propiedades curativas, mi abuela ama a ese lugar.

Angelina tiene el privilegio de hacer lo que siente. Todos deberíamos actuar así, ¿no lo creéis?

Clara lo escuchó atentamente. Con un mohín de duda, comentó:

—No es tan fácil, Zaragozano, hay que ver todas las circunstancias, medir las consecuencias...

Pedro salió al cruce, opinando:

—Nunca lamenté las cosas que hice porque las sentía, si bien en algunos casos, tuve por eso mil quilombos. De lo que, sí me he arrepentido muchas veces, es de no haber hecho lo que realmente me indicaban mis sentimientos.

Demostrando un gran interés en la conversación, Clara fue categórica:

—Disculpame, Pedro. Me parece que estás verseando un poco; estoy sorprendida por lo que decís. Por ejemplo, ¿acaso no te arrepentís de haberte casado con Mariela?

—Te aseguro que no, Clara. Si no hubiera seguido mis sentimientos, tal vez aparecería de viejo llorando por los rincones, reprochándome haber renunciado al amor. Es un grave error no respetar nuestros impulsos genuinos; son hechos que no podemos desconocer.

—No estoy tan de acuerdo, Pedro. Por ser impulsivo, cualquiera se puede ir bien a la mierda. Hay que poner límites, para eso somos racionales, ¿no te parece, Zaragozano?

—Tal vez no me creáis, Clara, pero son mis sentimientos los que me revelan qué es lo que realmente quiero, la razón sólo la utilizo para encauzarlos eficientemente, ellos predisponen mis actos.

—Dejate de joder, Zaragozano: si te dejás llevar por las pasiones te podés ir a la mierda fácilmente. No quieras venderme un tranvía, por favor.

—Si no tuviéramos pasiones no seríamos verdaderos seres humanos, sólo que es necesario distinguir entre las emociones creativas y las malsanas. Os lo afirmo con absoluta convicción: en esta facultad de diferenciarlas y de responder sólo a las positivas, radica la excelencia de nuestra humanidad.

—Mirá, Zaragozano. Si yo siguiera mis impulsos haría una cagada cada cinco minutos. Bastante mal me fue cuando lo hice...

—No sé por qué miráis a Pedro, Clara, no es tan malo este muchacho... Hablando en serio, creedme chavala: es imprescindible rescatar los sentimientos cojonudos que enaltecen al hombre.

Clara negó con la cabeza, diciendo:

—Para mí no es cierto lo que decís. Sólo puedo saber qué impulsos son negativos cuando los analizo racionalmente ¿o creés que puedo hacerlo sin pensar? Cuando considero que algo me va a joder, me calienta tres carajos que sea un impulso, un sentimiento, una emoción o como mierda quieras llamarlo; lo dejo inmediatamente de lado y me parece bien actuar así.

—Si renunciarais a vuestros más profundos impulsos, si sacrificarais vuestra felicidad en beneficio de alguien, primero os sentirías su víctima, mas tarde o temprano, casi con seguridad terminaríais siendo su victimaria, a la postre, terminaríais arruinando su existencia y os transformaríais en un monstruo resentido y envidioso de la felicidad ajena.

—No sé por qué mierda estás dando ese ejemplo, espero que no sea nada personal, estoy podrida de que todos pretendan hacer psicoanálisis conmigo. Ustedes hablan mucho en el aire, como si fueran dueños de la verdad. No les creo un carajo. Pedro dice que no se arrepiente de nada; pero está hecho mierda por todo lo que le hizo su ex mujer, ¿cómo no va a estar arrepentido de haberse casado con ella? No jodamos.

Pedro habló pausadamente:

—Es fundamental en la vida hacer lo que uno siente; creo que en ello está la fórmula de la felicidad. Podés estar segura de que no miento, Clara. Todo el dolor padecido a raíz de mi divorcio, no hace que me arrepienta de haberme casado. Amaba mucho a mi mujer y si no me hubiera casado con ella ahora sentiría una enorme frustración.

—Muy lindo, pero no sé qué pensarías dentro de muchos años si fueras un viejo choto y continuaras tan sensible como una muñeca inflable, estarías hecho mierda ¡No me jodas!

El Zaragozano negó con el dedo índice de su mano derecha, manifestando:

—Pues mirad, criatura, que buscáis semejanzas ofensivas, no debéis hablarle de ese modo al muchacho. Pedro no es ningún muñeco plástico para uso sexual. Deberíais ser más suave, ¡joder! que los seres humanos no son irrompibles como parecéis creerlo.

—Mirá, Zaragozano, no quise ofender a nadie pero por más que defiendas los argumentos de Pedro, lo cierto es que somos la suma de lo que vivimos. Una existencia de intenso dolor se podrá justificar invocando el amor, pero que no me diga que te puede hacer bárbaro a la psique, ¡por favor!

—En el caso de este zaragozano, no os quepa duda de que haré lo que sienta, trataré de sacarle el jugo a cada minuto de mi vida, mientras ello me resulte llevadero. Cualesquiera fueran las circunstancias, aunque quedara más vacío que un nido abandonado, nunca me veríais llorando como una puta mal tratada cuando las cosas me salieran para el reverendo culo. Antes me suicidaría, dejaría de mirarme al espejo por pura vergüenza de mí mismo.

—No seas fúnebre, Zaragozano, que estás radiante y tenés cuerda para rato. Sos un madurito bastante apetecible, más de una cuarentona te arrimaría el bochín, ¿no es cierto, Pedro?

—¡Seguro! Es un potro...

—No jodáis mis lebreles, no se puede ir contra la corriente, la decadencia es inevitable.

—Si yo hiciera lo que vos decís, Zaragozano, o sea sólo lo que siento, ¿por qué no putearía por cualquier boludez que me hiciera sentir las ganas de recontracarajear?, ¿por qué suprimir ese impulso?

—Creo que deberíais seguir vuestros más auténticos sentimientos, mi estimada Clara, pero resistiéndote a los impulsos nocivos que sólo te dañarán.

—La vida me cagó a palos, no tengo capacidad para absorber golpes, no soy casi invulnerable como vos.

—Este zaragozano es fuerte, no indestructible; estoy lleno de cicatrices, algunos golpes me siguen doliendo como si me hubieran pateado los huevos, sé que voy a sufrir en el futuro, no advierto que la vejez tenga alguna ventaja, salvo que sea preferible a la muerte, pero igual espero mi destino con una sonrisa. Pensadlo Clara: tu felicidad no dependerá tanto de que vuestras experiencias sean buenas o malas, sino de cómo las asumiréis. ¿Por qué creéis que hay ciegos felices? A la inversa, ¿por qué hay personas hermosas, jóvenes y saludables que son desdichadas? Esta forma de aceptar las cosas, de ninguna manera depende de la instrucción ya que un físico nuclear de primera línea en el mundo, que hablara cinco idiomas perfectamente, podría tener mucho menos sabiduría que un humilde habitante analfabeto que estuviera solo en el medio de la cordillera de Los Andes, cuidando sus ovejas y disfrutando de los atardeceres. Si lo pensáis, veréis que si bien el sabio actúa frente a los hechos, no encontraréis que se lamente ante lo inexorable, está preparado para soportar las situaciones dolorosas que tarde o temprano se presentarán. Frente a esto, ¿de qué coño serviría quejarse? ¿Para qué romperlo todo, maldecir al vecino, gimotear bajo las sábanas? ¿No creéis que resultaría estúpido actuar de tal modo? Sólo serviría para hacer evidente la falta de independencia y de control frente a circunstancias adversas. No os quepa duda alguna, queridos Clara y Pedro, debéis buscar la sabiduría pese a que nunca la alcanzaréis. Vuestro destino final es tan indudable como el mío. Es necesario que os aprovisionéis de una buena cuota de resignación; debéis ir preparándoos para soportar las grandes adversidades.

—No jodas, Zaragozano, ¿me vas a hacer creer que no le tenés cagazo a la muerte? Todos queremos ser inmortales, seamos sinceros.

—Si pretendéis la inmortalidad es porque no habéis advertido vuestra endeblez, lo efímero e insignificante que será vuestro paso por este mundo. Aunque por vuestra juventud no percibáis que esta realidad es tan concreta como un garrotazo entre los huevos o como un gigantesco patadón en el culo, creédmelo: es así. También a vos me dirijo, Pedro. No sólo a Clara. Vosotros sois tanto como este zaragozano, náufragos involuntarios, inevitablemente perdidos en el más hostil de los océanos, a bordo de un inestable navío, errantes en el más perdido rincón del casi infinito universo que contiene más estrellas que todos los granos de arena que existen en la Tierra. Muchos de los mundos que observáis ya no existen; sólo ha quedado de ellos una engañosa y también moribunda luz; sois partículas de una ínfima transitoriedad frente al cosmos que aunque no lo percibáis agoniza lentamente. No tenéis escape. Si fuerais criteriosos, deberíais aceptar vuestra absurda fragilidad, la presencia inevitable del dolor, la inexorabilidad de la muerte, que el universo no advierte vuestra presencia, ya que carece de sentidos y de sentimientos.

Clara hizo un gesto de desagrado y con una sonrisa dijo:

—Vamos, Zaragozano, no seas lúgubre. Si pensara como vos, directamente me suicidaría. Si creyera que soy una bosta insignificante, decime: ¿para qué carajo valdría la pena vivir?

—Comprendo que no os simpaticen mis palabras, chavala. Si aceptarais que estamos sometidos sin remedio a las circunstancias que describo, deberíais reconocer que la insignificancia del hombre es prácticamente absoluta. Tal vez opináis que si es tan irrelevante su existencia, toda filosofía resultaría estéril, que en el mejor de los casos, las aspiraciones humanas serían apenas un sueño vano, una mera ilusión elaborada por pequeñas hormigas comunitarias carentes de verdadera razón.

—Vos mismo lo estás diciendo, Zaragozano, claro que es así. Por un lado hablás de optimismo y por el otro, planteás un cosmos macabro. Falta que te martilles un testículo, ¡por favor!

—Frente a lo inexorable, debéis aceptar con resignación vuestra finitud para construir humildemente algo digno de ser respetado, en base a la maravillosa humanidad que poseemos que si bien frágil, no deja por ello de ser lo más valioso que existe. Por tanto, mis apreciados cachorros, os lo sugiero: privilegiad vuestros atributos humanos, enarbolad el estandarte del amor fraternal, esgrimid los valores culturales que la razón hace florecer y sobre todo, no os dejéis llevar por el engañoso canto de las sirenas, ni creáis en los mitos postulados por los que maliciosamente se atribuyen la calidad de voceros de un Dios que jamás se manifiesta. No os preocupéis pensando que vuestra vida pueda ser efímera, consideradla un don inapreciable, no olvidéis que al fin y al cabo, todo ha de morir. El privilegio del cual gozáis en este momento cuando sois aún jóvenes, ese mágico soplo de vida que os anima, vuestro profundo transcurrir, el deslumbrante resplandor que ilumina la oscuridad que os rodea, constituyen los elementos que componen la única realidad reconocible, perecedera y limitada, que igualmente os elevará a los cielos _aunque en ellos, los dioses brillen por su ausencia.

Luego del discurso de Humberto Marcel, se produjo un notable silencio que Clara rompió:

—La gente común no puede aplicar esa filosofía.

—Deberíamos aprender a reírnos de nosotros mismos, a desmitificarlo todo, incluyéndonos...

—Descubriste América, Humberto, ya sé que tarde o temprano nos iremos todos a la mierda, pero prefiero tener alguna esperanza, ¿por qué no?

—Vuestra existencia al igual que la mía, no es más que una transitoria caída. Estáis cayendo siempre; a veces tal vez lleguéis a creer que en forma lenta, en otras ocasiones pensaréis que no tanto, pero vais inexorablemente hacia un destino prefijado. Cualquiera fuera vuestra edad, vuestra suerte será la misma. El tiempo que os faltara aunque os pudiera parecer más largo por vuestra juventud, sólo es una mera probabilidad; igualmente será limitado y relativamente breve. Frente a esa situación, es muy positiva la conducta del optimista razonable que disfruta el trayecto aceptando lo inmodificable y no la del gilipollas que no ve nada. Debéis reconocer que es algo innegable, resignaros a esa vertiginosa e inevitable caída. Lo único que estará a vuestro alcance, será la posibilidad de aprovecharla. No pretendáis dilatar el tiempo material, es imposible. A lo sumo podréis optimizar las sensaciones que experimentéis; me refiero por ejemplo a paladear el tiempo, lo que es opuesto a beberlo de un trago, si eso implicara que no os dierais cuenta de que lo gastáis. Me refiero a disfrutar con todos los sentidos los pequeños momentos, a crear, pese a la tragedia que inevitablemente nos toca vivir a los seres humanos, algo digno que merezca ser vivido.

Clara movió la cabeza como negando.

—Es indudable que ni vos ni Pedro creen en una mierda; son dos ateos indomables, ¿por qué no admitís la posibilidad de que exista Dios?, ¿Cómo te conformás con tan pequeñas cosas?, ¿con un destino tan sórdido?

—Lo que postulo quizás os podrá parecer ínfimo e irrisorio frente a la vastedad del cosmos, Clara, un resultado sin duda pequeño pero creo que para los seres humanos, significa todo lo bueno que la humanidad puede dejar. Me refiero al arte, a los sentimientos, a la compasión frente al sufrimiento, a todo aquello que, os lo aseguro, dentro de vuestros ajustados límites os permitirá elevaros, acceder a una acotada trascendencia. En los hechos, muchas personas prefieren ignorar que se están precipitando. Yo creo que hay que aceptar que la colisión es inevitable y pese a eso, afrontar las circunstancias con la mayor entereza posible, logrando igualmente una buena cuota de felicidad. Si fuerais religiosa, Clara, obviamente no viviríais drama alguno porque el choque contra la superficie os conduciría al cielo. Sin embargo, en general a los creyentes no pareciera convencerlos mucho ese hipotético resultado, al menos no a la hora de pasar al otro mundo. Si lo dicho no fuera así, todos los que creen en el más allá morirían felices en la guerra.

Clara siguió con su actitud crítica. Con firmeza preguntó:

—Está bien, Zaragozano, pero si sos tan sabio, ¿por qué a veces parece que perdieras el control?

—Decidme, Clara: ¿quién carajo os ha dicho que me considero sabio? Todo lo contrario, me paso la vida luchando contra la pelotudez crónica que me habita. Gracias a las ideas que estamos compartiendo, al menos tengo alguna posibilidad de vislumbrar la luz de la sabiduría y si bien nunca llegaré a encontrarla, procuraré alcanzar la felicidad. Tal sentimiento a veces inasible, como dijo un filósofo griego cuyo nombre se me ha olvidado, no creáis que es una «rara avis» que vuela muy alto, lejos de nuestra vista, sino un ave doméstica que vive en vuestro patio, que deberíais apreciar de manera simple y cotidiana. Piensa en ello Clara, ¿habéis logrado ya una plena felicidad? Tengo entendido que hace mucho que estáis noviando y por lo que decís, parecería que estáis muy conforme; si es así, deberíais agradecer a la Providencia tal fortuna.

—Sí, hace bastante que tengo novio, no me gusta hablar de ese tema. Nos llevamos bien, es muy considerado conmigo y le tengo mucha confianza.

—Bueno chavala, supongo que estaréis profundamente enamorada, ¿es así?

Te dije Humberto que no me gusta hablar del tema, ¿vamos yendo?

Pedro aprovechó la ocasión y dijo:

Si querés te llevo a tu casa, Clara. Tengo el auto estacionado enfrente del restaurante.

Está bien, creo que te queda de paso. Voy a la casa de la familia de mi novio.

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Fecha de publicaciónOctubre 2012
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