El miércoles 20 de octubre a las ocho y media de la mañana, día fijado para la audiencia, nuestros amigos se encontraron en una acogedora confitería vecina al Juzgado en lo Comercial del Dr. Stefan. Luego de confortarse con un buen desayuno, el Zaragozano tomó la palabra:
—Mis bienamados camaradas, henos aquí frente a una peligrosa y difícil batalla, a las puertas de lo más arduo del combate. No os amilanéis, preparaos para la adversidad, nadie os tratará con guantes de seda. Ni soñéis, mis compinches, que vuestra protectora madre o alguien que se le parezca estará presente para apoyaros; tenedlo claro, descartad que frente a estas sórdidas circunstancias, algún genio aladinesco pueda aparecer para guareceros entre sus brazos, volando a vuestro alrededor al compás de una celestial sinfonía o del estruendo armonioso de mágicas trompetas. Olvidaos de ello, mis inocentes cómplices, no habrá nadie que ensalce vuestras virtudes o que os ofrezca el más mínimo obsequio. Por el contrario, podéis estar seguros de que seréis blanco de las más afiladas saetas, seréis bastardeados por las lenguas más viperinas, se os acusará de los peores crímenes, se os atribuirán las más bajas pasiones, los más repudiables sentimientos, el más desdoroso manejo de los intereses ajenos. Presupongo que el caldo habrá de ser menos espeso para vos, Clara. Vuestra situación es infinitamente menos comprometida que la nuestra, pero no os sorprendáis si igualmente sois atacada. Quizás os apuntarán los cañones porque les parezca sospechoso vuestro parentesco con Angelina y con Paolo, principal imputado. Por estar el pobre muerto, ya veréis que estos fulanos buscarán afanosamente aprehendernos en sus redes, convertirnos en una presa viva que puedan martirizar y agredir con la mayor saña y eficacia. Por eso, si bien el fallecimiento de Paolo en cierta forma es nuestra principal ventaja, no lo olvidéis, también será la punta de lanza que sentiréis apoyada sobre vuestro gaznate, ¡coño! ¡Que no aceptarán nuestra pretensión de cargarle al difunto todos los males! El objetivo visible somos nosotros, debéis aceptar esto, aunque colijo que no habrá de gustaros, mis pequeños.
Clara y Pedro estaban demudados, nunca habían pasado por algo semejante. Sólo en las películas habían visto situaciones similares, con personajes asediados, sujetos al hostigamiento policial o judicial. Ahora eran el centro de la escena, los imputados, los sospechosos, nada agradable para quienes estaban acostumbrados a respetar y a ser respetados. No había marcha atrás, era tarde para arrepentimientos o para vacilaciones. Debían estar a la altura de las circunstancias. ¿Cometerían algún error irreversible? ¿Los comprometerían penalmente? ¿Serían irremediable y gravemente desprestigiados? Un leve temblor se hizo ostensible en la mano derecha de Clara cuando llevó a sus labios el segundo café de la mañana. Un tartamudeo que antes era apenas perceptible se hizo evidente; levantando la voz de manera casi inaudible:
—Si hubiera sabido que iba a pasar por esto, ni loca me hubiera implicado en este quilombo. Me dan ganas de llorar... ya sé, me van a decir que soy una pelotuda; tienen razón si piensan así, que no les quepa ninguna duda. Si además me acusaran de ser una cobarde aborrecible, también sería cierto. ¿Qué quieren que les diga? Tengo un jabón tremendo. Si pudiera, me iría con mi abuelita al río Panaholma a tomar sol como una lagartija, a pesar de que tuviera que vivir como una mendiga el resto de mi vida. Ya estamos en el baile, así que me las tendré que bancar. Lo tengo clarito, Zaragozano; no te preocupes que no me voy a desinflar. No sé cómo, pero me lo voy a bancar todo. No los voy a defraudar; no digo síganme, porque me hace acordar a la frase de un político que después embromó a todos los que lo votaron..., pero confíen en mí, chicos.
La angustia de Clara era ostensible, si bien la matizaba con toques irónicos, lo que fue especialmente bienvenido por el Zaragozano. Pedro estaba rígido como una columna pero comprendiendo que sus temores lo desbordaban, dijo:
—Créanme que soy sincero, en este preciso momento, estoy arrepentido de haberme metido en este embrollo. Fui demasiado inocente, me sentí obligado a colaborar con Angelina y con Paolo. Ahora pienso que no medí las consecuencias. Es cierto lo que vos decís, Clara, estamos en medio del pantano. Lo único que podemos hacer es seguir. No existe otro camino. La única verdad es que si nosotros no cuidamos nuestro pellejo, nadie más lo hará. Estamos obligados a ser lúcidos y para lograrlo deberemos actuar fríamente. No es tiempo de lamentaciones. Mi ánimo no es el mejor, estoy muy inseguro, podría pisar en falso en cualquier momento. Vos fijá la estrategia padrino, si ves que estoy hablando de más guiñame un ojo, si en algún momento no estás de acuerdo con algo que haya dicho, haceme la seña del as de espadas: levantá las cejas.
Clara se levantó como impulsada por un resorte:
—¡Buenísimo, Pedro! Me parece bárbaro. Adhiero a la idea. La única forma de disminuir mi cagazo visceral es que alguien me oriente. Yo también te elijo a vos, Zaragozano. No nos hagas descarrilar, estamos en tus manos.
El Zaragozano, levantó su blanca taza de café con delicadeza, como si se tratara de una fina copa de cristal y suavemente dijo:
—No estoy preocupado, confío en vosotros tanto como en mí mismo, sé que no será necesario que os socorra. Superaremos esta situación mis cachorros, no olvidéis que no hemos improvisado nada, todo ha sido previsto. Recordadlo: nada pueden probar. Ha llegado la hora, marchemos a la batalla con una sonrisa en la boca. Debéis tenerlo claro: sois inocentes víctimas del sistema que pretende castigaros pese a que habéis actuado de acuerdo con la ley. ¡Que el infierno me arrastre si me equivoco!
Copyright © | Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012 |
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Fecha de publicación | Diciembre 2012 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n375-21 |
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