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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXI

Audiencia judicial con el juez de la quiebra

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

Nuestros amigos se estaban acercando a una zona peligrosa, debían pregonar su inocencia frente al juez. El Zaragozano y Pedro, intuían con razón, que no sería una tarea sencilla: a los cuarenta años, el juez Gregorio Stefan era un funcionario de experiencia que no creía en los cuentos de hadas; hacía un lustro que ejercía la judicatura, desde hacía una década desarrollaba una febril tarea académica en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires, conocía los avatares de la profesión abogadil y por eso sospechaba que el Zaragozano y Pedro, tal vez también Clara, como mínimo, habían estado implicados en circunstancias equívocas, enjuagues poco claros y actuaciones temerarias. El síndico judicial designado para actuar en la quiebra, contador Juan Antonio Magaliños, le había llenado la cabeza de acusaciones y de críticas contra ellos. No se resignaba a desperdiciar tan lucrativa oportunidad, necesitaba imperiosamente dinero, su estándar de vida se había tornado insostenible por pretender vivir en forma ostentosa. El resultado estaba a la vista: cada vez más deudas, una pléyade de agresivos acreedores con pretensiones de cobro a cualquier costa. No tenía opción: Magaliños jugaba sus últimas fichas; como fuera, debía propinar un golpe contundente a nuestros protegidos, sacarles una jugosa tajada que le oxigenara la existencia durante un buen lapso. La situación se podría tornar muy desagradable, hasta peligrosa, especialmente si algunos acreedores realmente «pesados» se disgustaban. El juez sabía que Magaliños no era «trigo limpio», pero estaba obligado a escuchar sus interesadas imputaciones, más cuando era claro que había existido un vaciamiento de La Campana Mágica S.A. En la audiencia fijada los sospechosos mostrarían sus caras, y estarían obligados a brindar todas las explicaciones que el juez considerara necesarias para esclarecer la situación. El Zaragozano era intuitivo y perspicaz, presentía que un gran peligro acechaba.

Llegaron a la sala de audiencias a la hora establecida. A los pocos minutos todos los interesados estaban allí, incluso un representante del Estudio Torrens, el abogado Daniel Ezcurra, especialista en derecho concursal que se había hecho cargo del concurso preventivo de La Campana Mágica S.A. El Dr. Ezcurra no sabía que sus clientes, los directivos de La Campana Mágica S.A., eran meros testaferros del Zaragozano.

Magaliños con su sonrisa desdeñosa, se recostó en un antiguo y desvencijado sillón. Su mirada era despectiva, auguraba catástrofes. Estaba acompañado por dos de los principales acreedores ordinarios, integrantes de la clase que carecía de privilegio para cobrar sus créditos. Habían sido especialmente convocados por Magaliños quien los había engañado, convenciéndolos de que si las dos ventas se revocaban, quedaría dinero en la quiebra como para que cobraran sus acreencias. Le habían creído porque nada hay más dulce para alguien que se encuentra en crisis que la noticia de su salvación. Ambos acreedores estaban decididos a cumplir con fidelidad el rol de enemigos de nuestro poco apreciado triunvirato, especialmente de Pedro y del Zaragozano. También estaba presente el Dr. Cortés, abogado que representaba a la AFIP, Autoridad Tributaria Nacional, dispuesto a hacer valer su peso para que las ventas fueran declaradas ineficaces.

Los presentes se miraban de reojo, con desconfianza, acomodándose en los asientos de la sala como quien está a la espera de un zarpazo rival. La agresividad del síndico era manifiesta, hacía breves comentarios al oído de los acreedores ordinarios y del representante del Fisco. De manera esporádica, desviaba su mirada hacia nuestros amigos, como señalándolos peyorativamente. Magaliños parecía disfrutar su rol de justiciero. Había convencido a sus interlocutores de que quería beneficiarlos desinteresadamente porque su honestidad era ilimitada e implacable la defensa de sus intereses; una farsa bien montada, aprovechando toda su experiencia y persuasión. El Dr. Stefan repentinamente ingresó en el recinto. Su imponente aspecto hizo que todos guardaran silencio. Aunque de baja estatura, daba la impresión de ser macizo como un peñasco; sus ojos claros brillaban como brasas mortecinas resaltando un renegrido cabello y una tez oscura; sus manos, tenazas desproporcionadamente grandes en comparación con su altura, armonizaban con su corpulento físico. El Dr. Stefan traslucía seguridad y firmeza; tenía una fortaleza física casi bestial, más propia de un gladiador que de un magistrado. Pese a su impactante apariencia, era un hombre inteligente, de agudeza mental poco común; además, muy respetuoso de la ley. Con una recorrida visual a cada uno de los presentes, se presentó en voz alta y les pidió que se identificaran. Escuchaba las respuestas con una inusual atención, como para aprender de memoria los nombres de los concurrentes, especialmente los de nuestros camaradas imputados de fraude. Luego de un corto intervalo, Stefan tomó la palabra:

—Señorita, señores; saben por qué estamos aquí. La sindicatura ha formulado gravísimas denuncias, mi obligación es velar por los intereses de los acreedores y lograr que se aplique correctamente la ley. Cumpliré este objetivo, no tengan dudas. Cualquier actitud que se oponga a mi compromiso, será sancionada, no importa quién sea el afectado. ¿Todos lo tienen claro? ¿Usted señorita?

La penetrante mirada del juez se clavó en los ojos de Clara, quien sintió que su estómago se contraía. Con esfuerzo, pudo decir:

—Sr. Juez, no he tenido participación en los hechos que se atribuyen a mi abuelo Paolo. Lo único que estoy haciendo aquí, es representar a mi abuela Angelina que es una mujer de avanzada edad, muy delicada de salud. Quiso que alguien de la familia concurriera a brindar las explicaciones del caso.

Stefan no esperaba una respuesta tan categórica. Tampoco Clara imaginó que podría darla con tanta firmeza. El juez prefirió no emitir opinión y pasar el sayo a Magaliños, diciendo:

—Sr. Síndico, creo que le corresponde hacer una breve introducción. Lo escuchamos.

El funcionario comenzó a hablar con voz apenas audible y lentamente la fue elevando hasta casi gritar:

—Sr. Juez, con todo respeto. Es muy difícil para mí, un humilde servidor de la justicia, actuar desapasionadamente en este caso. Mi sagrado compromiso es proteger a los acreedores. Estoy obligado a hacerlo, esta sindicatura tiene la convicción de que la señorita Clara Iñiguez, es cómplice del señor Humberto Marcel y del doctor Pedro Mazzini. Es duro para mí expresarme de este modo contra una mujer. No practico la ofensa, siempre he vivido con la mayor sencillez y pacifismo, soy un modesto servidor de la justicia, el brazo derecho de Vuestra Señoría en este proceso de quiebra y no puedo ser ciego ante la evidencia.

Stefan volvió a tomar la palabra:

—Discúlpeme, contador Magaliños. Le pedí que hiciera una breve síntesis de los antecedentes para que podamos dialogar sobre temas concretos. No tengo toda la mañana para esta audiencia. Le ruego haga un resumen.

El síndico se sintió desautorizado aunque nadie había reprochado su conducta. Resignado, dijo:

—Vuestra Señoría, La Campana Mágica S.A. tenía un sólido patrimonio. Desde hace aproximadamente seis o siete años comenzó a endeudarse de modo irreversible. La madre de la joven aquí presente administró a la firma en los últimos cinco años, hasta su suicidio, algunos meses antes de la presentación en concurso preventivo de la referida sociedad. Señorita Clara, perdóneme. Me duele decirlo, quisiera creer en su inocencia pero con sinceridad se lo digo, no puedo hacerlo. Usted conocía mejor que nadie la caótica situación de la sociedad. Al ser casi contadora, no puede ahora hacerse la desentendida. Se lo repito, ojalá me equivoque. Mis principios cristianos me impulsan a creer en la gente, a pensar que todos son tan bien intencionados como yo. Si se tratara de mi propio interés, cándidamente creería en su palabra. De todos modos, no me es permitido hacerlo porque estoy cumpliendo una función en beneficio de terceros, en este caso, los acreedores de esta quiebra. Nadie puede creer la historia que los señores Marcel y Mazzini están esgrimiendo. Las dos nuevas sociedades anónimas que ellos integran aparecen como compradoras de dos valiosísimos inmuebles de La Campana Mágica S.A. Se dice que el precio de las adquisiciones se pagó al contado, pese a que estamos hablando de una suma millonaria en dólares. No les creo Señor Juez. Estos señores quieren convencernos de que el Sr. Paolo Galleri se llevó esos fondos y de que los hizo desaparecer de manera inexplicable. Lo digo con especial énfasis, es mi obligación. Juro por mi honor que no disfruto acusándolos, pero ¿qué otra cosa podría hacer, ya que aspiro a cumplir mis obligaciones sindicales? En La Campana Mágica S.A. no quedó ni un céntimo, señor Juez. ¿Pretenden que crea que estos señores no tuvieron nada que ver? Lo lamento, Vuestra Señoría, lo digo hasta emocionado, no puedo dejar de ser honesto. He tratado de aceptar esta versión, pero no es para nada creíble. Estos señores estafaron a los acreedores de La Campana Mágica S.A. El precio de las ventas nunca fue realmente pagado. Todo fue una maniobra de estos delincuentes. No podrán engañar a Vuestra Señoría. Desde hace décadas, Pedro Mazzini ha sido amigo de la familia Galleri. Durante muchos años fueron vecinos. Puedo decirlo porque me tomé el trabajo de averiguarlo. Paolo Galleri los sacó de apuros en mil oportunidades. Son indudablemente cómplices. Cuando compraron los dos inmuebles sabían que estaban estafando a los acreedores. Las ventas fueron realizadas pocos meses antes de la declaración de quiebra de La Campana Mágica, en pleno período de sospecha de la misma. Debo pedir a V.S. que me autorice a demandar formalmente que estas ventas se declaren ineficaces, sin ningún efecto frente a los acreedores.

El Zaragozano se levantó de su silla, despaciosamente y con voz grave, dijo:

—Os pido licencia, señor magistrado que guardar silencio frente a tales acusaciones no es propio de gente honesta y podéis estar seguro de que frente a este sujeto que se hace llamar síndico, soy un caballero tan diáfano como el más transparente día que podáis imaginar. Es cierto que con mi ahijado Pedro constituimos dos sociedades anónimas. Podréis corroborarlo fácilmente leyendo las actas constitutivas; allí figuramos con nombre y apellido, con todos nuestros datos personales. Os pido encarecidamente, Su Señoría, que apreciéis este detalle ya que como sabéis, es lo más sencillo de este mundo hacer figurar testaferros en la constitución de sociedades. Fácil hubiera sido para este zaragozano obrar de tal manera, permaneciendo oculto. No tuvimos reparo alguno en aparecer como fundadores en las actas constitutivas de las sociedades adquirentes de bienes de La Campana Mágica S.A. Os preguntaréis Señor Juez, por qué hemos actuado sin ocultamiento. Os lo diré con sinceridad, simplemente porque no hemos hecho nada contrario a la ley. ¿Que mi ahijado Pedro ha sido amigo de la familia Galleri durante décadas? Si alguna duda hubierais tenido al respecto, podríais haberla disipado simplemente preguntándole a este zaragozano. Os hubiera respondido con la más concluyente verdad: sí, es cierto que Pedro Mazzini era un viejo amigo del Sr. Paolo Galleri y de su esposa Angelina. También los he conocido y doy fe de que el malogrado Paolo era una bellísima persona, al igual que lo sigue siendo su anciana viuda. Pero... ¡a ver! ¿Acaso está prohibida la amistad? ¿Creéis por ventura que habría adquirido esos inmuebles si no hubiera tenido referencias de la hombría de bien de Paolo Galleri? Os ruego que sepáis distinguir, señor Juez. No soy una inocente criatura, os lo confieso. Vivo de los negocios y para hacerlo, obviamente debo avanzar con pies de plomo. No invierto dinero sin sacar cálculos previos. ¿O acaso se pretende que haga beneficencia? Que obre como un cuidadoso empresario, no significa que deba comprar bienes sólo a desconocidos. Por lo contrario, ruego a todos los aquí presentes que lo tengáis en cuenta: Pedro Mazzini me comentó que La Campana Mágica S.A. vendía dos importantes inmuebles. El precio no me pareció desmesurado; es más, conocía que inversores extranjeros estaban a la búsqueda de propiedades semejantes en la zona. No tuve vacilaciones en invertir mucho dinero, soy un empresario decidido. Desde el inicio pensé en tomar todos los recaudos, lo que efectivamente hice, y ahora parece que se reprocha mi prudencia. Hablé con Paolo y le dije que era una condición ineludible para comprarle los bienes a la sociedad, que el pago se hiciera por vía bancaria ya que no quería que nadie discutiera la realidad del ingreso de los fondos a La Campana Mágica S.A. Os ruego Vuestra Señoría, que déis lectura a las escrituras de compra de los inmuebles. Veréis que el escribano en ambas ocasiones dejó constancia de haber tenido a la vista el dinero, lo que es concordante con el depósito de las sumas a nombre de la sociedad en la cuenta corriente de la misma. ¿Qué más se pretende que debe hacer un comprador para justificar que ha abonado el precio de una compra? El precio ingresó al patrimonio de La Campana Mágica S.A. La transferencia de sus bienes no le causó ningún perjuicio, mal se pueden quejar ahora los acreedores.

Stefan miró con desconfianza al Zaragozano e interrumpiéndolo, comentó:

—Señor. Marcel, no me haga preguntas porque no estamos aquí para que yo responda a sus inquietudes, sino para que juzgue su actitud. Le ruego que no me subestime, he leído las escrituras y todos los instrumentos relacionados con las ventas, así que no se preocupe. Sé cuál es su versión de los hechos. Yo habré de constatar si se adecua a la realidad. Nada más.

Magaliños levantó la mano derecha como un alumno que pide dar la lección. Stefan lo autorizó con un casi imperceptible gesto de cabeza.

—Su Señoría, cada vez hay menos personas con intenciones honradas. Es muy dura la lucha para proteger a los desvalidos acreedores. El Sr. Marcel miente con descaro. ¿Quién podría creer que es ajeno a la desaparición del dinero ingresado en La Campana Mágica S.A.? No olvidemos que esto sucedió de inmediato después de realizado el depósito bancario en la cuenta de esta sociedad. Es demasiado evidente que se trató de una maniobra fraudulenta. El anciano Paolo Galleri fue un instrumento de estos señores, estaba moribundo, a los pocos meses falleció. Fue internado algunos días después de las operaciones inmobiliarias que vaciaron el patrimonio de la sociedad fallida. Es más. No fue sólo el Sr. Marcel, Su Señoría. Estoy seguro de que el Dr. Pedro Mazzini también cumplió un rol primordial en la estafa. Afirmo que él urdió la estrategia ilícita.

Stefan giró la cabeza hacia Pedro, invitándolo a defenderse. Lo conocía de un Seminario de Derecho Económico que se había hecho en la Universidad. Pedro se sintió imprevistamente seguro al expedirse:

—Señor Juez, escuché sorprendido las acusaciones del síndico. Está actuando así porque no ha recibido de nuestra parte la «atención» que esperaba. El Señor Juez se imaginará a qué me estoy refiriendo con «atención». No quisiera entrar en discusiones bizantinas acerca de cuál es la intención profunda de cada uno de los interesados.

Magaliños saltó de su silla como si hubiera sido herido en un ala:

—¡No pienso tolerar que este delincuente me acuse de coimero! ¡Es inadmisible que este oscuro abogaducho pretenda ensuciar mi nombre! ¡No lo permitiré! Pido que Vuestra Señoría sancione al Dr. Mazzini.

El juez escuchó imperturbable. Sin atender demasiado a las quejas de Magaliños, dijo:

—Lo escuchamos Dr. Mazzini, prosiga. Absténgase de injuriar o de calumniar a las personas aquí presentes. El acta que se labre de esta audiencia será una prueba irrefutable en caso de formularse una denuncia penal.

Pedro sintió el impacto de la advertencia, pero siguió hablando en el mismo tono:

—No es mi intención calumniar a nadie. Estoy dando la versión que hace a mi interés. Merece ser escuchada y analizada a la luz de la normativa vigente, a menos que se pretenda de mi parte y de mi asociado en las ventas, Sr. Marcel, una conducta que el orden jurídico no requiere y que el sentido común no justifica. Así como el contador Magaliños asevera tan firme que tiene pruebas que avalan sus dichos, del mismo modo, en caso de ser necesario procederé a acreditar los míos, lo que seguramente no le agradará y su gallarda apostura desaparecerá.

Magaliños explotó:

—¡Basta! ¡No le voy a permitir! ¡No tiene vergüenza! ¡No sabe a quién está ofendiendo! Tengo toda una vida dedicada a cumplir la ley!

El Zaragozano ingresó en la discusión:

—Más vale que os cuidéis, señor Síndico, que no todo es soplar y hacer botellas. La función sindical no goza de buen crédito en este país. ¿Creéis que esto es injustificado? En nuestro caso, sin ánimo de ofender, os debo decir que los antecedentes profesionales del síndico no son cristalinos, tengo fundadas reservas y cuando sea oportuno, ofreceré las pruebas en mi poder. Este zaragozano ha aprendido a hacer respetar sus derechos, tenedlo por cierto.

Stefan paseó su mirada sobre la concurrencia como si pretendiera adivinar los pensamientos de cada uno de los presentes; finalmente fijó la vista en el doctor Daniel Ezcurra, contratado por Esteban Bertirrude, el testaferro del Zaragozano. Con respeto le preguntó:

—Dígame doctor Ezcurra, usted pertenece a un Estudio Jurídico prestigioso, ¿cuál es su versión de los hechos? Me interesa saberlo.

Ezcurra apretó el nudo de su corbata, como quien se prepara para dar un largo discurso y muy despaciosamente dijo:

—Señor Juez, gracias por darme la palabra y por tener en tal alta estima el prestigio de mis colegas y socios. La verdad es que el actual directorio de La Campana Mágica S.A., que es quien ha contratado mis servicios, asevera que ha sido el Sr. Paolo Galleri quien ha defraudado a la sociedad. No estoy en condiciones de arriesgar una opinión personal sobre el caso. También, mi cliente me ha solicitado que me adecue estrictamente a la ley y actuando de ese modo, no estoy en condiciones de aseverar que ha existido de parte del Dr. Mazzini y del Sr. Marcel alguna maniobra ilícita. Es innegable que el dinero de las ventas ingresó al patrimonio social, pese a lo cual puedo asegurar que cuando mi cliente adquirió el paquete accionario de La Campana Mágica S.A. ya había desaparecido. El único responsable legal fue el Sr. Galleri, único director en aquel momento de la sociedad ahora en quiebra. Ignoro si tuvo cómplices. No es costumbre de los abogados que integran mi Estudio formular acusaciones sin elementos probatorios adecuados. Lamento no poder contribuir más en el esclarecimiento de los hechos.

Stefan guardó silencio. No podía saber si Ezcurra estaba actuando de buena fe u ocultando una maniobra delictiva de alguien vinculado a su cliente. Sospechaba que el actual directorio de la sociedad quebrada podría haber sido predispuesto por los compradores de los inmuebles; no tenía ningún elemento objetivo en el cual fundar tal opinión, por tanto debía cuidarse mucho de expresarla. Como juez, no podía prejuzgar. Eligió como siguiente orador al Dr. Cortés, letrado que representaba al Fisco Nacional. Era un experimentado profesional y a sus setenta y tres años pocas cosas podían asombrarlo. Habló con pausa:

—Señor Juez, a esta altura de mi vida no creo en los reyes magos; menos en explicaciones tan sencillas como las que brinda el señor Marcel. Creo que el trasfondo de la situación contiene muchos ingredientes oscuros que lo explican todo. Como usted lo sabe señor Juez, el único damnificado por el obrar fraudulento que la sindicatura asegura existió, es el Fisco Nacional. Si se declararan ineficaces las ventas y gracias al privilegio general que la ley le confiere, mi representado podría cobrar gran parte de su crédito. Es claro que apoyaré a la sindicatura con firmeza, no solamente porque le convendrá al Fisco que así actúe, sino porque estoy persuadido de que estos señores aquí presentes, no son tan intachables como lo pregonan. Discúlpenme señores, no es que los esté acusando, pero el juez de este concurso me ha pedido que diga lo que pienso y es mi obligación hacerlo.

El Zaragozano se volvió a levantar. Con voz queda, dijo:

—¿Creéis por ventura, Sr. Magaliños o vos, doctor Cortés, que podéis acusarme de ser un delincuente, escudados en palabras medidas o en tecnicismos? Doctor Cortés, ¿queréis acusarme? Os desafío a que formuléis una denuncia penal, pero no sigáis cobardemente ensuciando mi nombre amparado en la formalidad de esta reunión y en la presencia de un magistrado.

El abogado del Fisco se encogió de hombros, exhibiendo una sonrisa sardónica. Magaliños en cambio, era un hombre cobarde acostumbrado a ser prepotente sólo cuando se sentía amparado. Frente a la quemante mirada del Zaragozano se estremeció de manera imperceptible. Sintió un leve escalofrío cuando advirtió que su ibérico adversario se estaba acercando con paso lento pero firme.

Stefan intervino con energía abortando un violento desenlace:

—¡Señores! No toleraré más excesos. De ahora en adelante quien calumnie a cualquiera de los presentes será multado severamente. Los invito a todos a denunciar ante la ley cualquier ilícito que consideren que exista. Todos los aquí reunidos tienen derecho a expresar sus ideas, pero deben hacerlo absteniéndose de toda prepotencia y también cuidándose de calumniar ya que toda persona se presume inocente mientras no sea condenada en un proceso penal. ¿Está claro esto? Espero que sí, porque si así no fuera tendría que aplicar sanciones.

Pedro estaba acalorado, su timidez inicial había sido sustituida por un ánimo belicoso y agresivo. El Zaragozano le había contagiado las ganas de golpear a Magaliños. Apenas se podía contener. Stefan se dio cuenta. Consideró que podía ser útil escucharlo. Dijo tajante:

—¿Dr. Mazzini, usted quiere decir algo? Lo veo inquieto.

—Sí, Señor Juez. Si bien no me considero ningún niño de pecho, no estoy dispuesto a ser agraviado tanto, especialmente por quien no tiene reparo alguno en apartarse de la ley que tanto pregona respetar.

Magaliños lo interrumpió casi gritando:

—Su audacia no tiene límite, doctor Mazzini. Ahora resulta que ustedes son víctimas y que no han violado la ley. No me haga reír, por favor.

Pedro contestó acercándose amenazante a Magaliños. Éste dio dos pasos hacia atrás, poniéndose a la derecha del juez, como buscando su protección. Pedro prosiguió:

—Mire, Dr. Stefan. La ley es clara: para pedir la ineficacia concursal de las ventas se requiere el voto favorable de la mayoría simple de acreedores ordinarios con créditos verificados. El síndico ha solicitado dicha autorización y según he visto, en el expediente todavía no se ha dictado la sentencia verificatoria de los créditos insinuados en esta quiebra. Dicha resolución, V.S. la dictará el 29 de octubre de 2010. Por ahora es imposible que se emitan votos en apoyo de la pretensión de la sindicatura porque no se sabe qué acreedores serán verificados. El diálogo que estamos manteniendo es indudablemente prematuro. Veremos en muy pocos días si se obtiene la mayoría legal necesaria para que se pueda promover un juicio de ineficacia de las ventas. No tiene ningún sentido que estemos intercambiando agravios afirmando o negando que haya existido fraude. La ley es así, nosotros no la redactamos, simplemente la obedecemos. Es el síndico quien no la respeta como es debido al estar propiciando una ineficacia que todavía no sabe si podrá solicitar. Ni aún lográndose la autorización de los acreedores, habría posibilidad alguna de declarar ineficaces las ventas ya que no han causado perjuicio alguno a la sociedad fallida. El precio pagado ingresó a la cuenta de La Campana Mágica S.A. Eso lo reconoce el mismo Magaliños aunque diga que se trató de una mera simulación. Acusa sin aportar prueba alguna, vale recordarlo. Es sabido que si no existe un perjuicio de la sociedad fallida bajo ningún punto de vista se puede declarar la ineficacia de las operaciones que realizara: en este caso, la venta de dos inmuebles. Esa es la ley, muy clara y categórica. No veo por qué tenemos que soportar la conducta agresiva y calumniosa de la sindicatura que sólo porque está impulsada por un apetito insatisfecho, trata de dañarnos de cualquier modo, aún sosteniendo acusaciones falsas. En algunos días sabremos cuáles son los acreedores verificados y si la mayoría simple de ellos acepta que el síndico promueva juicio para pedir la ineficacia de las ventas. Sugiero que esta inicua situación cese de inmediato, que aguardemos a que se pronuncien los referidos acreedores.

—Señor Juez —dijo Magaliños—. Estos señores se pretenden amparar en la letra fría de la ley. En realidad quieren defraudar a los acreedores utilizando las normas de manera desviada, desvirtuando lo que el legislador ha querido. Sostengo firmemente que aunque la mayoría no se lograra, Vuestra Señoría igualmente debería autorizar que se iniciara juicio para declarar la ineficacia de las ventas. El Juez no puede ser espectador frente a una maniobra semejante. Sería admitir que la ley se utilice como un instrumento de fraude.

Stefan consideró que era suficiente. Con sequedad espetó:

—Señorita, señores, ya hemos presenciado bastantes disertaciones apasionadas. Analizaré los hechos con cuidado. Veré en qué sentido se expiden los acreedores. Luego de que dicte la sentencia verificatoria haré el sondeo pertinente. Después de computar los votos, tomaré la decisión que me parezca jurídicamente adecuada. Les ruego que aguarden algunos minutos. Vamos a imprimir el acta de la presente audiencia. Todos la deben suscribir. Buenos días.

Apenas se retiró el juez, Magaliños lo siguió presuroso para protegerse de una posible agresión de quienes habían sido acusados tan fuertemente por él. Nuestros amigos no tenían intención de atacarlo. Se levantaron rápido, retirándose en forma inmediata de la sala. Una vez afuera, seguros de que no podrían ser oídos, Clara dijo:

—¡Carajo! ¡Qué duro estuvo esto! ¿Qué pensás, Zaragozano? ¿Cómo nos fue?

—Podéis dormir tranquila con la ventana abierta, Clarita. Os reitero que todo está bajo control. ¿No habéis aprendido que este zaragozano sabe lo que hace? La ley será nuestra más invulnerable defensa, creedlo mis amigos. El juez podrá sospechar todo lo que quiera pero no veo cómo hostia nos va a implicar sin prueba alguna. Hemos hecho las cosas con inteligencia, mis niños. Lo que está visible es correcto y además, documentado, adecuado al orden jurídico. Tened esperanza.

Pedro completó el razonamiento del Zaragozano, diciendo:

—Ésta es la primera ocasión en mi vida en la que puedo aprovechar personalmente una aberración del legislador.

El Zaragozano le dio a Clara un beso en la mejilla derecha, apretó fuertemente el brazo izquierdo de Pedro y dijo con una sonrisa:

—Compinches, os habéis portado admirablemente. Os agradezco vuestra colaboración, no esperaba menos de vosotros. Habéis actuado como tenaces defensores de nuestra posición. Os merecéis el éxito y tened por cierto que lo obtendréis. Esta faena me ha fatigado en exceso. Ya no soy un párvulo para soportar tantas tensiones ¡Joder! Que no es el caso de ustedes, pero bien que os habéis ganado un reparador descanso. No digo que lo toméis juntos, vive Dios, que sois una mezcla explosiva, aunque no sé por qué, estoy seguro de que lo pasaríais muy bien si os entremezclarais un poquillo.

Clara no se hizo esperar, de inmediato acotó:

—La puta madre, Zaragozano. ¿Por qué siempre me involucrás en tus fantasías? ¿Acaso no sabés que estoy comprometida?

—Niña mía, no quiero discutir con vos, si el compromiso con vuestro novio es tan firme no comprendo bien por qué os enfadais tanto.

Clara hizo un gesto de fastidio, diciendo:

—No jodás, Zaragozano. No tengo ganas de soportar tu ironía, me voy a trabajar. Todavía soy una pobre empleaducha. Nos veremos cuando nos convoques. Chau.

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