Era el atardecer del martes 23 de noviembre. Pedro estaba en su estudio jurídico terminando algunos trabajos que debía entregar al día siguiente. Le había dicho a su secretaria que nadie lo molestara, pero ella sabía que en algunas oportunidades debía hacer excepciones; en este caso, no se equivocó al pensar que se trataba de un caso especial.
—Doctor Mazzini, disculpe que lo moleste. Afuera hay una señorita que quiere verlo. Dijo que es su amiga Clara. Le informé que estaba trabajando, que ha terminado el horario de audiencias, que usted no quería recibir a nadie pero insistió en pedirme que le comunicara su presencia.
—Usted me cuida mejor que mi mamá, Claudia. No se preocupe, es una antigua amiga. Hágala pasar por favor. Sólo déme tres minutos para que pueda acomodar un poco este desorden. Muchísimas gracias.
A toda velocidad, Pedro ordenó su escritorio, fue presuroso hasta el baño, se peinó, se lavó los dientes y se humedeció el cuello con un leve toque de perfume. Quería estar presentable ante esa muchacha que le hacía perder el equilibrio. Clara traspuso la puerta y lo contempló con afecto, diciendo:
—Si soy inoportuna vengo otro día. Quería comentarte algunas cosas que pasaron hace poco. También, decirte que me bajonea mucho que renuncies a casi toda tu ganancia. Es una repelotudez, vos te la ganaste. Sin tu ayuda, ni mis abuelos ni el Zaragozano ni yo habríamos ganado un mango. ¿Por qué no te dejás de joder y cobrás lo tuyo? Te suplico que no seas tan inocente.
Pedro la acarició con la mirada. Muy cerca de su oído izquierdo musitó:
—Cuando hablás de sufrimiento, ¿te estás refiriendo a la decisión que tomé o a lo nuestro?
Clara se hizo la enojada, pero no se alejó de él; aparentando estar molesta, dijo:
—¡Mirá las boludeces que decís! Siempre cargándome. Ni a las situaciones más importantes las tomás en serio. ¿Pensaste en lo que podrías hacer con tanta plata?
Pedro apenas la escuchaba. El aroma de la muchacha lo hacía soñar, le traía recuerdos de sensaciones placenteras que había experimentado en el pasado. Le costó volver a la realidad para contestar la pregunta de la joven:
—Estuve a punto de arrepentirme muchas veces, sintiéndome un grandísimo estúpido. No soy tan ingenuo como vos imaginás, pero si me quedo con todo el dinero, me sentiré como si le hubiera vendido el alma al diablo. Ya sé que es una idiotez pero hasta ahora, para mí es más fuerte este desagradable sentimiento que mi ambición por los dólares. Ya lo ves, soy realmente un imbécil sin remedio. No puedo actuar en contra de lo que siento. Pero no te aflijas. En líneas generales, estoy mucho mejor, me está yendo bien en la profesión, tengo buenos clientes, buenas expectativas. No es poco.
—Ojalá cambies de opinión, Pedro. Me encantaría que tuvieras la vida solucionada. ¿No será que no querés darle un mal ejemplo a tu hijo? Me dijo el Zaragozano que no sabe nada de lo que hicimos, ¿le dirás la verdad?
—Sí, no te quepa duda que cuando corresponda lo haré. Ahora es muy chico...
Pedro quedó en silencio, con la mirada perdida en los ojos de Clara.
—¿Te pasa algo, Pedro? Te quedaste muy callado, ¿estás bien?
Esta pregunta fue para Pedro como el timbre de un despertador. Contestó con las primeras palabras que afloraron a su boca:
—Perdoname, no me avergüenza decirlo. Estoy como embelesado por tenerte tan cerca, a pesar de que sólo hayas venido como amiga. No soy un modelo de fidelidad y tal vez sea estúpidamente pasional, pero eso no quita que me sienta lleno de ternura hacia vos, que quiera abrazarte, decirte que te quiero...
Clara estaba como aturdida, quedó sin habla, su corazón latía de prisa y su respiración se había desbocado. Con fingida tranquilidad, contestó:
—No puedo negar que me siento muy halagada, no soy de hierro. Si me querés tanto, ¿por qué no me respetás?
—Está bien, Clara. Cambiemos de tema: ¿estás tomando precauciones? No te olvides de que Magaliños nos amenazó, no tiene buenos antecedentes, tenés que ser muy cuidadosa durante estos días. ¿Lo tenés claro?
—Quedate tranquilo, salgo poco y generalmente de día. Me estoy cuidando mucho; de noche ando acompañada, siempre tomo precauciones adicionales. Tengo bastante miedo, te lo aseguro, pero el Zaragozano dice que si mostramos debilidad, estaremos fritos. Magaliños pediría cada vez más. Tu padrino contrató a una empresa de seguridad para que vigilen la entrada de mi edificio durante la noche. Eso me ha dado bastante tranquilidad.
—Me alegro de que estés poniéndole el pecho a la crisis, no esperaba menos de vos, aún cuando sé que tenés muchos problemas no resueltos. Espero que hayas seguido yendo a la psicóloga. Me parece que te estaba haciendo bien...
—Sigo viéndola y tenés razón, me hace mucho bien. He venido a chimentarte algo gordo, tengo novedades copadas. Como mi abuela se iba a vivir a Córdoba, antes de que se fuera le hice todas las preguntas pendientes. La apreté para que me respondiera, le exigí que desembuchara todo porque quería estar en paz conmigo misma. La abuela se puso a llorar, me pidió perdón. Mamá le prohibió decirme la verdad de lo que había pasado con mi viejo, la amenazó con no permitirle que me viera. Por eso nunca me dijo nada. Después de que mi madre murió, pensó que ya era tarde, no supo cómo actuar, no se animó a contarme la verdadera historia. Estuve varias horas charlando con ella. Hablamos mucho del divorcio de mis padres. A mi viejo se le calentó la muela con una pendeja, perdió el timón. Mamá nunca se lo pudo bancar, lo echó de casa, le impidió que se acercara a mí. Adujo que yo no quería verlo nunca más, que era una porquería porque no aportaba ni una sola moneda para mantenerme. Mi padre la demandó judicialmente para que se fijara un régimen de visitas. Ella continuó negándose, diciendo que verlo me causaría un daño irreversible; hubo mucho quilombo en tribunales, hasta que a los dos o tres años, parece que mi viejo se cansó, abandonó todo y se fue a vivir a la loma del culo, a Comodoro Rivadavia. Dice mi abuela que no tenía un mango y que siempre fue medio picaflor, muy calentón. ¿Viste? No sos el único.
Pedro sonrió y levantando los hombros, dijo:
—Ya me parecía raro que no cayera en la volteada. De alguna manera siempre terminás vinculándome con tu padre. En lo malo por supuesto, virtudes no me encontrás ninguna.
—No exageres, sabés que te aprecio mucho, a veces hasta pienso en vos.
—Que no te escuche Julio, a ver si se pone celoso y te hace una escena.
—Ya me parecía raro que no lo mencionaras. ¿No te he dicho mil veces que no quiero que hablemos de él?
—Está bien. Hágase tu voluntad mi estimada socia. Entonces, ¿te sirvió de algo enterarte de que tu papá trató de verte?
—Muchísimo. Más de lo que podrías imaginar. Me hizo sentir muy reconfortada, más cuando la abuela me confesó que mi viejo me había mandado muchas cartas, desde cuando yo tenía ocho o nueve años hasta que cumplí los quince. Mamá nunca me las quiso leer; simplemente las quemaba guardando silencio. No es que Angelina haya hablado bien de él, no lo quiere nada pero como me veía sufrir tanto y sabía que la psicóloga me recomendaba un cambio, se sintió obligada a contármelo todo. Sigo pensando que mi padre es un hijo de puta porque tendría que haber seguido luchando y contactarme en algún momento, más cuando fui un poco más grande, pero ahora no pienso en él con tanta bronca, ya no me sale el odio de las entrañas; me siento mucho mejor. Ojalá hubiera sabido antes la verdad. Tenías razón cuando me decías que investigara lo sucedido. Lo que se ha despertado en mí, es un fuerte resentimiento hacia mi madre, por haber sido tan egoísta y ocultarme la verdad. No le importó que yo sufriera pensando que había sido abandonada. Es increíble que haya sido tan rencorosa, tan necia, tan desconsiderada conmigo. Me está rondando la idea de buscar a mi viejo, pero no estoy preparada todavía.
—Así es la vida, Clara. Lo bueno fue que te descomprimiste. De ahora en adelante, el odio no será lo central en tu vida. Estás hermosa, si te acercaras un poco más, no respondería de mí aún sabiendo que no querés intimar conmigo; me siento capaz de darte una afectuosa apretadita.
—Conozco tus antecedentes, Pedro, sos muy buen actor, tu espíritu donjuanesco te domina, querés conquistar nuevos territorios para clavar tu estandarte triunfal. Te importa poco lo que a mí me pase.
—No es así, Clara y vos lo sabés muy bien. El sólo hecho de aproximarme a vos, ya me proporciona placer, ¿por qué no te dejás llevar por tus sentimientos por un instante? Dejame acariciarte un poco, por favor.
Mariela hizo pucheros; balbuceando como una niña herida.
—No me toques, Pedro, te lo ruego. No podría resistirme ni al mínimo roce de tu mano. Me tengo que ir. Te saludo de lejos.
—Pedro tomó con ternura la mano izquierda de Clara, levantó el cabello que cubría su frente, besó suave sus mejillas, sus ojos, sus cejas, sus labios, la estrechó despacio entre sus brazos, la sentía palpitante como un pájaro que es capturado... No encontraba resistencia alguna, se le estaba ofreciendo: como en aquella lejana tarde... Iba a seguir acariciándola, cuando advirtió que se estaba ahogando entre sollozos. Eso lo paralizó como si lo hubiera tocado un rayo.
—Así no, dijo. Esta vez primero voy a pensar en vos. Te quiero demasiado, tomate tu tiempo...
Clara se secó las lágrimas con una servilleta de papel que llevaba en el bolso. Estaba muy conmovida. En el fondo, muy halagada como mujer. Apenas podía hablar; entrecortada dijo:
—Gracias por cuidarme. Tendré que hablar con Julio. Que duermas bien y que tengas felices sueños.
Copyright © | Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012 |
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Fecha de publicación | Febrero 2013 |
Colección | Narrativas globales |
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